El niño en la Unión Soviética

En el período posterior inmediato a la Revolución de Octubre, los niños morían de frío y de hambre por millares en toda la extensión de la Unión Soviética. La gran crueldad y el ensañamiento del mundo capitalista pusiéronse de manifiesto una vez más en esa ocasión. El bloqueo económico y militar, sólo fue vencido por la resistencia heroica y por la fuerza nueva, insospechada, indeclinable que traía la revolución proletaria. Vino el período de la reconstrucción. 

Así como los campos se encontraban en completo abandono y las fábricas en entera ruina, así también la existencia de las escuelas había pasado a la historia. Hubo que crearlas de nuevo siguiendo el ritmo exacto del cultivo de los campos, y la actividad de las fábricas. Hubo escuelas para los niños que tenían padres, pero, quedaban aún en el desamparo total –no sólo sin escuelas, sino también sin pan y sin abrigo– millares de niños, huérfanos y vagabundos.

Diez años después de la Revolución de Octubre, los había aún en las ciudades y en los campos soviéticos. La prensa venal de todos los países contaba el hecho con alegría maligna. «¿En ésto consiste la felicidad del paraíso bolchevique?», se preguntaba fingiendo asombro y piedad cuando se hablaba de esos niños vagabundos. Tamaño defecto en un país que acababa de vencer las dificultades más grandes que se han opuesto para evitar su desarrollo, a pueblo alguno sobre la Tierra, era inexcusable para esos viles filisteos que pasan tocando con el pié y el gesto desganado a esos niños escuálidos y semidesnudos de sus propias ciudades. Diez años solamente, diez años era todo el plazo otorgable para que la Unión Soviética trajera el paraíso a sus territorios: la burguesía, sin embargo, no había podido, no ha podido atenuar ninguno de esos grandes males en el transcurso de decenios.

Han transcurrido ahora quince años después de la Revolución de Octubre. El analfabetismo está virtualmente aniquilado en todo el territorio soviético. Los profesores enseñan a los estudiantes, los estudiantes a los niños, los niños a los obreros y campesinos ancianos. La Unión Soviética entera es una escuela gigantesca donde se está forjando la cultura del porvenir. Los niños vagabundos han desaparecido de las ciudades y los campos. Escuelas de estilo y contenido completamente desconocidos en el mundo capitalista, han hecho de ellos hombres útiles para la sociedad: mecánicos, ingenieros, electricistas, agricultores, aviadores, escritores, artistas.

Escuelas para los hijos de los obreros y de los campesinos soviéticos: pero también para otros niños: para los hijos de aquellos obreros y campesinos que la opresión burguesa deja en la desocupación y en el hambre, o sepulta en las cárceles, o sepulta en los cementerios, acribillados de balas.

Las revoluciones, no prometen nunca el advenimiento del paraíso: las revoluciones son pasos inevitables hacia nuevas formas de vida, hacia el perfeccionamiento doloroso y lento de la sociedad humana. No había pues por qué exigir el paraíso inmediato a la Revolución rusa. Sin embargo, sólo quince años han pasado y el analfabetismo no existe ya en la U. R. S. S. como tampoco existen los niños vagabundos, ni los hambrientos.

¿De qué pueden vanagloriarse mordazmente ahora los países civilizados del mundo capitalista?

Entre los cuarenta millones de obreros parados que el capitalismo ha excluido de la actividad y de la vida normal, la mayoría tienen hijos. Y el subsidio de paro, en los países donde lo hay, no alcanza a cubrir ni las más elementales necesidades de nutrición. El niño proletario sigue la suerte de su clase. Crece analfabeto, hambriento, enfermo. Su vida desde que comienza, está condenada al sufrimiento. Más aún. Hasta desde antes de nacer, conoce ya las privaciones en el mismo vientre de la madre trabajadora que continúa en la brega cotidiana con el hijo avanzado en sus entrañas. Absurdo sería esperar algo para el niño proletario, de este régimen social que le oprime. Sólo la revolución que en la Unión Soviética ha cambiado su suerte, es lo único que podrá también mejorarla universalmente al extenderse por toda la faz de la tierra.

 

Madrid, octubre-noviembre de 1933. Fuente: Filosofia.org