El doble poder de la parálisis de los soviets

 

 

A principios de 1917 el estado psíquico de Lenin pare­cía ser excelente: ha conseguido una distribución del tiempo adecuada a sus nervios, tiene un plan de trabajo y de estudios que desarrolla con normalidad, logra re­gularizar sus sesiones de lectura en la biblioteca de Zurich e incluso dispone de algunas horas al día para pa­sear con Nadia Krupskaia o acercarse a los senderos de la montaña más próxima; sus desplazamientos mo­tivados por la lucha política contra el oportunismo na­cionalista, o por las tensiones entre los bolcheviques, se han reducido facilitándole la tarea de profundizar en los principales problemas que le preocupan y de cuya resolución dependían las líneas generales de la estrategia alternativa que se ha propuesto elaborar: la relación entre imperialismo, monopolios y estado, el vínculo entre revolución democrática y revolución proletaria en la fase del capitalismo imperialista, las lecciones todavía válidas de la Comuna de París. La situación de la economía familiar era entonces mala, como durante los últimos tiempos, pero comparativamente mejor que la de los otros exiliados rusos. Lenin fantasea acerca de las formas de salir de la precariedad evi­tando el hambre propio y el de los camaradas. En el frente, la desmoralización de las tropas rusas estaba al­canzando cotas elevadas y la política de “paz sin victoria”, popularizada por el presidente norteamericano Wilson, ganaba adeptos.

En el mes de enero, dirigiéndose a un grupo de jóvenes socialistas suizos de orientación intemacionalista,

Lenin expone en una conferencia sus opiniones sobre la revolución de 1905. Habían pasado entonces doce años desde el “domingo sangriento”. Ocasión, pues, para el homenaje a los luchadores de antaño y también para la reflexión sobre el futuro. En su exposición, dos no­vedades con respecto a los análisis anteriores hechos al filo mismo de los acontecimientos: una valoración mu­cho más positiva de los soviets y la consideración de la huelga política de masas como la particularidad cen­tral de las movilizaciones de 1905. Se diría que su aná­lisis se aproxima mucho ahora al que hiciera Rosa Luxemburg en 1906. Pero además de esas novedades hay también en aquella conferencia una corrección impor­tante de su anterior crítica al tipo de gobierno que representó la Comuna de París, el cual es visto, desde la nueva perspectiva, como embrión de la democracia obrera, positivamente, sin reticencias. En lo que respec­ta a la naturaleza de la revolución de 1905 sigue la línea básica de Dos Tácticas, pero acentúa la importancia que tuvieron en la misma los aspectos puramente proleta­rios: «una revolución democrático-burguesa por su con­tenido y proletaria por los medios de lucha empleados (la huelga general política) así como por ser el prole­tariado su fuerza dirigente.»

Partiendo de esa caracterización Lenin esboza las posibles relaciones futuras entre la revolución rusa y las revoluciones europeas propiamente dichas. Pero an­tes recuerda un rasgo sugerido en otro momento y que nunca llegó a desarrollar del todo en esa época: el lugar intermedio, geográfico-cultural, que Rusia ocupa entre Europa y Asia, hace de la futura revolución rusa un puente, una mediación a partir de la cual podría empezar a pensarse en serio en la posibilidad de los estados unidos del Mundo como alternativa global, internacionalista, a la consigna dominante de estados unidos de Europa. Por otra parte, y en lo que hace a lo más próximo, la revolución rusa puede ser el prólogo, el punto de partida de las revoluciones europeas, las cuales serán proletarias no sólo por el protagonismo en ellas de la clase obrera industrial, como en Rusia, sino también por su contenido, por la misma maduración de las fuerzas productivas en la Europa central y occidental.

La revolución rusa como prólogo y como puente, pues. Esa es la perspectiva. Pero Lenin no abandona la prudencia de los meses anteriores: sólo parte de las condiciones para la transformación están dadas; la sub­jetividad revolucionaria —en su opinión— no es aún suficiente. Por eso concluye: «Nosotros los viejos quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolu­ción futura. No obstante, yo creo que puedo expresar con seguridad plena la esperanza de que los jóvenes... no sólo tendrán la dicha de luchar sino también la de triunfar en la futura revolución proletaria». Y, sin em­bargo, tampoco en este caso la revolución esperó a que hubieran madurado todas las condiciones.

Un mes y medio después la mitad de los obreros de Petrogrado estaban en huelga. El arranque de la misma se parecía mucho al de 1905: contra las sanciones, con­tra los despidos. Pero hay elementos nuevos que iban a cambiar el curso de la huelga. El hambre provocado por la guerra impulsó a las masas a asaltar las pana­derías, las manifestaciones se multiplicaron al tiempo que aumentaba el número de los participantes en ellas. Tres palabras se imponen: ¡Abajo la guerra! ¡Abajo el zar! ¡Pan! En una semana el poder zarista ha acabado por debilitarse de tal forma que no tiene fuerza para contener a los insurrectos. Una parte importante de las tropas estacionadas en Petrogrado se une a los manifes­tantes; las manifestaciones pasan gradualmente, casi sin ninguna preparación técnica, a la insurrección. El día 28 de febrero de 1917 la insurrección ha triunfado. Cuatro días más tarde el zar Nicolás II abdica. El go­bierno provisional revolucionario, hegemonizado por la burguesía liberal, asume las riendas de la nación. El poder está entre la Duma y los soviets que han resurgi­do con nueva fuerza.

La primera reacción de Lenin en Zurich, basada to­davía en informaciones indirectas, notas de prensa ale­mana e inglesa, resúmenes de telegramas que llegan de Rusia, es una muestra más de su intuición para las si­tuaciones cambiantes, ante los momentos de anormal agudización de la lucha de clases. Los comentarios fa­vorables de la prensa de los principales países imperia­listas le dan una clave para interpretar los hechos. Por debajo del aparente milagro de la liquidación, en el cur­so de una semana, del enorme poder de los zares, Lenin llama la atención sobre las causas reales de los aconte­cimientos y los motivos verdaderos de los grupos socia­les que han intervenido en ellos, e insiste acerca de la contradictoria amalgama formada, de una parte, por las necesidades elementales de las masas obreras y campesi­nas, hartas de la guerra, azuzadas por el hambre, y, de otra, los intereses de las grandes potencias imperialis­tas en combinación con la mayoría de los burgueses y terratenientes rusos. La facilidad con que se ha desarrollado el traspaso de poderes es para él un indicio de la intervención de los embajadores extranjeros y la prue­ba de que el estado sigue estando sustancialmente en las mismas manos. Ningún milagro, por tanto. Y conse­cuentemente con ello, ninguna ilusión: la revolución de febrero es sólo “la primera parte de la revolución” o bien “una primera revolución que preludia y favorece la segunda, la que ha de llevar al poder a los proletarios y a los campesinos pobres”.

De acuerdo con esa estimación de las realidades nue­vas, se abriría un período de transición cuyo desenlace ha de ser —argumenta Lenin recuperando la vieja lí­nea— «una dictadura democrática del proletariado y del campesinado». Pero en la recuperación de la vieja línea táctica late ya un contenido nuevo, acorde con los datos que se desprenden de la particularidad del mo­mento. Esos datos son dos:

La guerra, que por su naturaleza imperialista interna­cionalizará de forma necesaria el conflicto civil ruso nada más empezar a romperse el primer eslabón de la cadena, y la debilidad intrínseca del gobierno pro­visional existente, el cual, por su dependencia de las otras potencias imperialistas europeas, no podrá apli­car las urgentes medidas administrativas, económicas y militares que el desarrollo de la misma guerra exi­ge y que la mayoría de la población tiene presentes cuando grita en las calles “pan, paz, tierra, libertad”.

En esas condiciones los soviets, principal y original institución de los obreros, no pueden ser ya sólo órganos para la toma del poder, sino que tienen que ser también embrión del futuro poder, prefiguración del futuro estado.[1]

 

            Y concluye Lenin su argumentación en este punto:

Por eso la tarea más inmediata será la creación y extensión de los consejos de obreros, soldados y campesinos, con una exclusión necesaria dada la nue­va función que se les atribuye: la exclusión de los campesinos acomodados, los cuales por sus propios intereses como grupo social serían en ellos un factor de vacilación y freno.

 

La novedad principal de la línea que ahí se esboza, formulada por lo demás en términos no muy diferentes a la de 1905, es, como resulta obvio, la ampliación del papel atribuido a los soviets. Ese cambio se explica, en primer lugar, por la revisión del análisis de la revolu­ción de 1905 que Lenin hizo en los meses anteriores y al cual se ha hecho ya referencia. Se explica, en segundo lugar, por la reinterpretación de la teoría marxiana acerca del estado iniciada en polémica con Bujárin por una parte y con Kautsky por otra en el otoño de 1916. En este sentido no puede ser casual el hecho de que la redefinición de las funciones del soviet, sugerida en la tercera carta (11.III.1917) enviada desde Zurich para su publicación en Pravda, esté directamente vinculada a la cita de algunos de los textos centrales en que se basa El estado y la revolución y, más concretamente, al tema de la destrucción del aparato estatal burgués y su sustitución por otro estado cuya sustancia sería “el pue­blo en armas”. La forma misma en que Lenin presentaba entonces la cuestión ratifica la idea de la vinculación de su cambio de actitud sobre los soviets a los estudios teóricos que le ocupan desde unos meses antes.

Pero surge la pregunta: ¿qué deben hacer los soviets de diputados obreros? Deben ser considerados como órganos de la insurrección, como órganos del poder revolucionario, escribíamos nosotros en el número 47 del Sotsial-Demokrat de Ginebra el 13 de octubre de 1915.

 

Este principio teórico, deducido de la experiencia de la Comuna de París y de la revolución rusa de 1905, debe ser aclarado y desarrollado con mayor concre­ción basándose en las indicaciones prácticas justa­mente de la etapa actual, justamente de la revolución actual en Rusia[2].

Así, pues, esas dos primeras razones dan cuenta so­lamente del principio teórico en el que basa Lenin su revisión. La concreción de su actitud posterior sobre los consejos obreros ha de explicarse, en cambio, a partir de la nueva práctica social y política durante los meses que van desde abril a octubre de 1917. En ella, es decir, en las nuevas condiciones creadas por la revolución de febrero, los soviets son ya, de hecho, un contrapoder, un segundo poder. Ahora bien, como en la concepción de Lenin la dualidad de poderes sólo puede resolverse en un plazo corto, el eje básico de la línea política, que es organizar las fuerzas necesarias para poder derribar el gobierno provisional existente, tenía que pasar por la potenciación y el desarrollo de ese contrapoder.

Pero, ¿qué desarrollo? El de un proceso, contesta Lenin, según el cual los soviets crecen, por así decirlo,” depurándose en un doble sentido: socialmente, o sea, aumentando la participación en ellos de los obreros, de los soldados (que son en su mayoría campesinos pobres) y de los estratos más bajos de la población rural, al tiempo que se excluye de ellos a las categorías medias y elevadas del campesinado, las cuales son más susceptibles de dejarse influir por las promesas del gobierno provisional burgués; y políticamente, es decir, dando desde el primer momento la batalla por dejar en minoría dentro de los soviets mismos a aquellas otras líneas políticas más favorables a una solución de com­promiso con el poder oficial, señaladamente a los men­cheviques y a una parte de los socialistas revolucionarios.

En la concepción de Lenin el cambio en la correla­ción de fuerzas sociales y la modificación de la mayoría política dentro de los soviets son factores íntimamente unidos. Pues la formación de nuevos soviets con obre­ros agrícolas y pequeños campesinos que no venden su trigo, sin dejar entrar en ellos a los campesinos rela­tivamente acomodados, tenía que producir como efecto una variación de la correlación de fuerzas políticas en favor de los partidarios de adoptar medidas extremas y radicales («las medidas más extremas y radicales dentro de lo posible» afirmaba el mismo Lenin en marzo). No obstante, lo que diferencia la posición de Lenin sobre los consejos de la de otros revolucionarios comunistas de la época es que éste no absolutizó (salvo en casos muy aislados) la validez de esa organización por sus rasgos externos, esto es, como mera organización, sino que vio en ella uno de los lugares (en Rusia el principal) en que tendrían que resolverse las luchas de ideas características de una crisis revolucionaria. Ello no significa una desvalorización del papel de la espontaneidad y de la autonomía obreras, como se dice a veces, sino el recto reconocimiento de que en toda espontaneidad hay ya una línea política, una orientación, una finalidad de fondo basada en la voluntad y en la con­ciencia de los grupos que componen una masa aparen­temente sin articulación.

Es de toda evidencia que esa idea leniniana de los soviets implica una corrección nada desdeñable de la forma de articular consciencia y espontaneidad quince años antes, en la época de Qué hacer, puesto que, entre otras cosas, el partido no es visto ahora como una vanguardia externa al movimiento obrero, sino como una parte del movimiento obrero mismo que se hace vanguardia al confrontar en él sus orientaciones con otras líneas políticas. En ese sentido hay dos rasgos de la actividad de Lenin entre abril y octubre del 17 que llaman poderosamente la atención.

El primero es que la iniciativa central de toda su línea política, la reivindicación de todo el poder para los soviets, fue formulada en un momento en el que los bolcheviques eran minoría dentro de ellos y con plena consciencia además de esa situación minoritaria, como se dice taxativamente ya en las Tesis de Abril. El se­gundo, más general, se refiere a la preocupación de Lenin durante todo ese período por que sus iniciativas no sean entendidas como un plan, sino como lo que realmente pretenden ser: reflexiones sobre las posibles salidas a la crisis, las cuales sirvan para la discusión en el partido y en los soviets, de manera que sólo después, en el contraste con otras iniciativas, pueda llegarse a la planificación técnica de aquellos aspectos políticos que realmente lo exigen.

Así y todo, pese a esa evidencia, conviene distinguir la concepción leniniana del soviet de otras de orienta­ción sindicalista o autonomista para evitar un error muy frecuente en la interpretación del pensamiento de Lenin durante este período; error que consiste en exagerar la orientación libertaria que efectivamente hay en algunos de sus trabajos (sobre todo en El estado y la revolución) para ver luego, también exageradamente, un giro oportunista en su consideración de los soviets, un giro mediante el cual, una vez conquistado el poder, volvería a ponerse todo el acento en el papel del partido. Tanto la versión que justifica luego ese giro en base a las nuevas condiciones objetivas (la guerra civil, los problemas de la construcción, el bloqueo internacional, etc.), como la versión que lo anatematiza considerando que hubo en él una traición a los soviets y al autogobierno de los trabajadores, acaban cayendo víctimas de su exageración inicial. Parece necesario, por tanto, detenerse en este punto ya que en él radica probablemente la clave para entender la actitud de Lenin ante la revolución de octubre.

En abril las ideas básicas de la línea política que Lenin propone estaban ya configuradas:

1. La paz para los rusos implica derrocar antes al capital. Por consiguiente, negación de cualquier for­ma de “defensa nacional revolucionaria” de la pa­tria bajo un poder que sigue siendo en lo esencial im­perialista.

2. Ruptura abierta con el gobierno provisional pre­conizando el paso de todo el poder gubernamental a los soviets.

3. Rechazo de la república parlamentaria como for­ma de estado y defensa en su lugar del estado-comu­na, esto es, de una república de los soviets de dipu­tados obreros, campesinos y braceros articulada de abajo arriba. Ese estado se caracterizaría por “la su­presión de la policía, del ejército regular y del cuer­po de funcionarios”.

4. Confiscación de todas las posesiones de los terra­tenientes, nacionalización de todas las tierras y crea­ción, en las adecuadas para ello, de explotaciones modelo bajo el control de los soviets de diputados de los obreros agrícolas. Al mismo tiempo “fusión de todos los bancos existentes en el país” y creación de “un único banco nacional” controlado también por los soviets.

5. Consideración de la revolución rusa como una parte de la revolución proletaria mundial.

 

De ahí que el proletariado industrial europeo sea, según Lenin, «el mejor aliado con que cuenta la clase obrera rusa».

Esa formulación, que es en sus rasgos generales la contenida en las célebres Tesis de Abril, experimentaría sin embargo varias correcciones tácticas en función de la evolución de la coyuntura hasta las jornadas decisivas de octubre. En tales modificaciones influyó, como es natural, el análisis hecho por Lenin de la correlación de fuerzas sociales y políticas en las sucesivas crisis, pero también las discusiones que tuvieron lugar en el seno del partido y muy particularmente de su comité central, durante esos siete meses. Esas modificaciones podrían resumirse como sigue.

Primer momento. Es la fase más larga y puede decirse que se extiende desde los primeros días de abril hasta mediados de julio. En ella Lenin trata de ir aclarando los puntos todavía oscuros de aquella línea general y, al mismo tiempo, de ir haciendo concreciones particulares de cada uno de sus aspectos sin ceder nada en lo que considera esencial. Tanto las informaciones de que se disponen para esa etapa como los escritos mismos de Lenin sugieren la hipótesis de que éste se dedicó en las semanas siguientes a quitar hierro al pro­grama contenido en las Tesis de Abril o, por lo menos, a buscar una forma menos cortante para la exposición del programa de los bolcheviques. Su enfrentamiento durante esas semanas con el ala derecha del grupo dirigente bolchevique (sobre todo con Kámenev) suele interpretarse como un indicio del giro hacia la izquierda extrema por parte del propio Lenin. Y, desde luego, algunas de las acusaciones lanzadas contra él durante esos días (“anarquismo”, “bakuninismo”, “aventurerismo”, etc.), contribuyen a crear esa impresión. Pero se trata de una impresión inexacta: la radicalización de Lenin en abril afecta a la cuestión básica, la naturaleza de la revolución rusa en ciernes, y no a la actuación práctica inmediata del partido respecto de la cual preconiza suma prudencia.

Dos hechos debieron haber contribuido a que se decidiera enseguida por una formulación más moderada de las ideas básicas con que llegó a Petrogrado: las va­rias manifestaciones en parte organizadas por el gobierno provisional (pero que acabaron desbordando a éste por su derecha), en las cuales se pedía abiertamente la cabeza del jefe de los bolcheviques, y el surgimiento de una corriente de izquierda en el comité bolchevique de Petrogrado orientada hacia un enfrentamiento rápido y decisivo con el gobierno para tomar el poder en nombre de los soviets.

Para explicar esto hay que tener en cuenta algunos datos más. Cuando en marzo Lenin formuló desde Zurich su opinión acerca de las líneas generales de actuación de los bolcheviques mantenía un par de ambigüedades conceptuales importantes: la ambigüedad implí­cita en el uso paralelo de fórmulas como “primera fase de la revolución” o “primera revolución que preludia la segunda”, y la ambigüedad explícita en la recuperación de la consigna “dictadura democrática del proletariado y del campesinado” que había sido acuñada, como ya se ha visto, para describir el hipotético desenlace posi­tivo de la revolución democrático-burguesa. En cambio, cuando lee las Tesis de Abril no habla ya de “dictadura democrática del proletariado y del campesinado” y, aunque afirma que no se trata todavía de pasar al socialismo, esboza un tipo de estado alternativo y sugiere un tipo de medidas económicas y sociales que muchos militantes identificaron, efectivamente, con el socialismo, acostumbrados como estaban a relacionar Comuna de París con socialismo y “dictadura democrática del proletariado y del campesinado” con culminación de la revolución democrático-burguesa.

            Y así fue justamente cómo, según parece, interpretó la izquierda bolchevique de Petrogrado las Tesis de Abril. Más aún: en la fórmula «ningún apoyo al gobier­no provisional, desenmascararlo como lo que es, un gobierno de capitalistas» esa izquierda vio un llama­miento a pasar a la ofensiva contra el gobierno y, por tanto, a prepararse para derrocarlo inmediatamente. Es muy posible que no fueran ellos sólo quienes inter­pretaban así las posiciones de Lenin, pero, en cualquier caso, el desarrollo de la VII Conferencia del POSDR (bolchevique), la primera que se celebraba legalmente en el interior, muestra que Lenin prefirió la alianza con el ala derecha del partido (Kámenev) a la interpretación izquierdista de sus propias Tesis. En el informe que allí presentó, el 24 de abril, sobre la situación del momento afirma que sus discrepancias con Kámenev no son muy grandes en la cuestión esencial, esto es, la posición de los bolcheviques respecto del gobierno, y, en cambio, fulmina como “criminales” y “aventureros” a algunos miembros del comité de Petrogrado que habían organizado una manifestación con la consigna de “¡Abajo el gobierno provisional!”.

De todos modos, más importantes que la forma desigual de esas críticas a unos y a otros (por significati­va que ésta sea) son las aclaraciones que a lo largo de abril y mayo va introduciendo en la línea general para explicar las zonas ambiguas de la misma.

Ante todo hay que dar por terminada en Rusia la re­volución democrático-burguesa, pero el que ésta haya sido concluida no implica que la propuesta alterna­tiva en el sentido de constituir una república de los soviets signifique la implantación del socialismo “de manera inmediata”. Lo que se proponen los soviets, según esa formulación, es sólo el control de la pro­ducción y, por tanto, la denominación “república de los soviets” es otra forma de decir “dictadura democrática-revolucionaria del proletariado y del campesinado”.

 

A quienes protestan con el razonamiento de que no hay fase de transición entre el capitalismo y el socialis­mo Lenin les contesta que la «dualidad de poderes exis­tente de hecho en Rusia es algo nuevo es la historia», algo sin precedentes, y que, además, afirmar que no hay fase de transición entre el capitalismo y el socialis­mo es romper con el marxismo.

En cuanto a las tareas inmediatas, aclara que el reconocimiento consciente de que se está en minoría en los soviets debe ampliarse a la constatación de que en ese momento el proletariado no está todavía lo su­ficientemente maduro y organizado como para poder plantearse tomar el poder. En consecuencia, se trata, en su opinión, de «echar una dosis de vinagre y de bilis a la dulzona limonada de las frases democrático-revolu- cionarias» dedicando los principales esfuerzos a la crí­tica de las tendencias al compromiso dominantes en los soviets, con el convencimiento de que «una labor prolongada de propaganda» resulta ser en esa fase «la tarea revolucionaria más práctica». Nada, pues, de ofen­siva inmediata contra el gobierno: profundizar el doble poder existente ha de significar sobre todo acumular fuerzas, organizar y denunciar las vacilaciones tanto del gobierno como de los propios soviets, y, ante todo, es­clarecer la consciencia de clase proletaria[3].

A principios de junio, en su intervención en el I Con­greso de los soviets de diputados obreros y soldados de toda Rusia, Lenin lleva esa presentación moderada de su línea política a un nivel nuevo. De una parte, para explicar que no se trata de ir todavía al socialismo gene­raliza su argumento sobre la novedad del doble poder en Rusia y afirma que “en ninguna parte del mundo existe ni puede existir durante la guerra un capitalismo puro que se transforme en socialismo puro”. La reali­dad, según eso, no tiene nada que ver con «la triste teoría de quienes aprenden marxismo de memoria»: lo verdaderamente existente es algo nuevo, algo sin prece­dentes en la historia. La razón de esa novedad, que no es sólo rusa sino también internacional, ha de buscarse en la guerra imperialista, la cual lleva a la muerte a miles de hombres». De otra parte, adelanta la hipótesis, en este caso no argumentada, de que la situación rusa puede hacer que el desarrollo de la revolución en el país sea pacífico... Al llegar a este punto, cuando Lenin iba a desarrollar el tema, el presidente del Congreso le in­terrumpe recordando que su discurso rebasa ya el tiem­po establecido. Pero tras un tira y afloja subrayado por aplausos y protestas, el portavoz de los bolcheviques sigue hablando, recupera el hilo de su discurso y ratifica drásticamente: «Sólo hay en todo el mundo un país —y ese país es Rusia— que puede hoy, en un terreno de clase, contra los capitalistas, dar los pasos necesarios para poner fin a la guerra imperialista sin necesidad de una revolución sangrienta» [4].

El ambiente moderado de aquel Congreso de los so­viets, hegemonizado por mencheviques y socialistas re­volucionarios pudo condicionar sin duda el tono tam­bién moderado de la presentación de la línea bolche­vique por Lenin. Pero hay otros datos que confirman la posición equilibradora, de centro, que Lenin estaba re­presentando en ese momento. Por ejemplo, la entrada de Trotski y de su grupo en el partido bolchevique. Esa entrada, gestionada personalmente por Lenin y que pese a todos los distingos formales que se hicieron venía a significar de hecho una fusión, fue muy presumible­mente el resultado de un acuerdo entre el centro (o sea, Lenin) y la derecha (o sea, Kámenev) para debilitar a la izquierda considerada por unos y por otros como el principal peligro de desorganización en el partido en aquellas circunstancias. Tal fue, desde luego, la inter­pretación que de ese asunto hicieron los principales re­presentantes de la corriente de izquierda en el comité de Petrogrado. Y la respuesta de Lenin a sus objeciones, no exenta de cierta ironía, lo confirma parcialmente[5].

Segundo momento. A partir de mediados de julio los giros tácticos de Lenin en la concreción de la línea ge­neral se hacen más acentuados y sus cambios de opinión sobre ciertas cuestiones básicas de la misma mucho más relevantes. Eso tiene sin duda su fundamento en la aceleración del ritmo del proceso revolucionario, per­ceptible ya en las primeras manifestaciones obreras de junio pero que se haría particularmente rápido desde comienzos de julio. Los días 3 y 4 de julio una multitud que rozaba el medio millón de personas se manifestó en Petrogrado contra el gobierno provisional enarbolando pancartas cuya consigna dominante era la popu­larizada por los bolcheviques: “¡Todo el poder a los so­viets!”. En esa oportunidad el partido (ausente Lenin de Petrogrado) vaciló por temor a que la participación de los soldados en la concentración convirtiera a ésta en un intento insurreccional prematuro. Lo cierto es que, después de haber desconvocado inicialmente la manifestación, los bolcheviques decidieron al final encabezarla para evitar un desenlace extremo de la misma. Tal actuación concuerda, por lo demás, con las orienta­ciones tácticas de Lenin que acaban de mencionarse. Pero al día siguiente el gobierno dictaba orden de deten­ción contra el dirigente bolchevique, que tuvo que pasar a la clandestinidad, y clausuraba el periódico Pravda. La crisis del poder oficial, por lo demás, empezaba a ser notoria al verse los elementos liberales del gobierno desbordados por los partidarios encubiertos de la res­tauración de los zares.

Una semana después Lenin argumentaba por prime­ra vez en favor de retirar la consigna “Todo el poder a los soviets”. Su razonamiento en este caso es, sin em­bargo, bastante paradójico. Empieza identificando el sentido de esa consigna con la formulación más moderada que de la misma él había hecho en junio, y pasa a continuación a reinterpretarla: considera ahora que con el traspaso del poder a los soviets se quería indicar la posibilidad de una vía de desarrollo pacífico de la revolución. Pero “pacífico” tiene en esta ocasión para Lenin —que finge polemizar con quienes han visto en esa consigna “otra cosa”— dos sentidos. En primer lugar, este: que ninguna clase podía oponerse al paso del poder a los soviets impidiéndolo. En segundo lugar, este otro: que el conflicto entre clases y partidos adversarios se hubiera dado, «una vez que los soviets se hubieran hecho cargo de todos los poderes», dentro de los soviets mismos y del modo menos doloroso, menos vio­lento posible.

No hará falta decir que en esa forma de ver las co­sas pasadas hay una parcial desvirtuación de sus propios argumentos anteriores, según los cuales “los soviets no se hacen cargo de todos los poderes del estado existente” sino que son un poder nuevo, distinto precisamente del existente. Pero esa desvirtuación de su pensamiento es ahora inesencial, puesto que lo que Lenin quiere demostrar es precisamente que no hay caso, que eso ya no es posible: la senda pacífica de la revolución se ha cerrado, los soviets en la forma conocida han fracasado, “son como ovejas conducidas al matadero que ante la cuchilla del matarife balan lastimeramente”. De manera que seguir manteniendo aquella consigna sería engañar al pueblo, “una quijotada”, una burla. Consecuencia: se abre otro camino, no pacífico y mucho más doloroso. De pasada Lenin empieza a esbozar otra concreción de la línea: la única fuerza que puede lograr el triunfo de la revolución es el proletariado revolucionario organizado en nuevos soviets.

Esta otra formulación de la línea la mantuvo Lenin durante todo el mes de agosto, prácticamente hasta unos días después de la sublevación reaccionaria del general Kornilov contra el gobierno dirigido ya por Kerenski. A finales de julio Lenin habla de los soviets en pretérito imperfecto, como cosa pasada, pero adelanta, en cambio, una interpretación más plausible de su temporal fracaso: la correlación de fuerzas hasta entonces favorable en ellos a los partidarios de la conciliación, del pacto con el gobierno y, en consecuencia, de subordinar su poder, el poder de los soviets, al poder oficial.

Tercer momento. En la primera semana de septiembre, valorando el viraje que significa la sublevación de Kornilov, Lenin cambia de opinión por dos veces en el curso de dos días. El día uno de ese mes propone un compromiso de los bolcheviques con mencheviques y socialistas revolucionarios para solucionar la crisis de gobierno abierta. De acuerdo con ese compromiso los bolcheviques harían una cesión: volver a la reivindicación anterior a julio (“¡Todo el poder a los soviets!’’) ayudando a los otros dos grupos a formar gobierno sin participar en él. El compromiso implicaba además una renuncia temporal por parte de los bolcheviques a “exigir el paso inmediato del poder al proletariado y a los campesinos pobres” y el abandono temporal de la vía insurreccional. Vuelta, pues, a la posibilidad anterior: un desarrollo pacífico de la revolución poniendo fin, de forma igualmente pacífica, a las luchas entre parti­dos en el seno de los soviets. A cambio de aquellas concesiones los bolcheviques obtendrían plena libertad de actuación en los soviets y para su prensa.

En esta ocasión, no obstante, la posibilidad del giro se expresa con interrogantes y va precedida de varias fórmulas dubitativas. Cuarenta y ocho horas después, el tres de septiembre, Lenin sigue con las dudas pero ahora en sentido inverso. «Me digo: quizá sea demasiado tar­de para proponer un compromiso. Quizás hayan pasado también los pocos días en que era posible todavía un desarrollo pacífico. Sí, todo indica que han pasado ya».

Pensamientos tardíos quería titular Lenin esa reflexión solitaria desde Finlandia, hecha durante los días —conviene no olvidarlo— en que está redactando El estado y la revolución. Como tardías tenían que ser por necesidad casi todas las reflexiones suyas sobre los gi­ros tácticos durante esos días, dado el alejamiento forzoso del escenario de los hechos. El 27 de septiembre uno de los periódicos bolcheviques publicaba todavía, con considerable retraso, la reflexión de Lenin sobre “uno de los problemas fundamentales de la revolu­ción”, precisamente el problema de los soviets, que aca­ba así: «El poder a los soviets: esto es lo único que podría hacer que el desarrollo ulterior fuese gradual, pacífico v tranquilo, y avanzase a la par de la conscien­cia de las decisiones de la mayoría de las masas populares, a la par de su propia experiencia»[6]. Varios días antes de que ese artículo se hiciera público Lenin había escrito las célebres cartas al comité central del POSDR (b) en que planteaba la necesidad y la urgencia de pasar a organizar la insurrección.

Cuarto momento. La conquista de la mayoría por los bolcheviques en los soviets de Petrogrado y Moscú a principios de septiembre fue el hecho determinante, aunque no el único, en la reformulación definitiva de la táctica propuesta por Lenin. En las semanas siguien­tes, a medida que progresa en la redacción de El estado y la revolución, adelanta sugerencias notables sobre el tipo de transformaciones económico-sociales necesarias para la resolución de la crisis, de “la catástrofe que amenaza” a Rusia, probando que el partido bolchevique es en aquellas circunstancias la única organización del país con un programa alternativo. Pero, sobre todo, re­cupera el hilo central de su ideario del cuatro de abril y desarrolla la concepción de los soviets como nuevo aparato de estado embrionario con capacidad para destruir el antiguo estado y dar forma a unas relaciones entre los hombres más democráticas, antiburocráticas, como una institución, en suma, que «comparada con el parlamentarismo burgués, representa un avance de transcendencia histórica-mundial en el desarrollo de la democracia».

Con una condición: la de que esos mismos soviets lleguen a ser de verdad estado, tomen el poder, pues de lo contrario —razona Lenin— «no tienen nada que hacer y quedan reducidos a simples células embrionarias (estado, que no puede durar mucho tiempo) o meros juguetes. La “dualidad de poder” es la parálisis de los soviets»[7].

Desde mediados de septiembre la preocupación central de Lenin pasa a ser el problema de la toma del poder. Un problema cuya resolución favorable para el proletariado depende de las condiciones objetivas pero también de la decisión de los sujetos interesados. Todavía en Finlandia, acumula argumentos en favor de desencadenar la batalla decisiva cuanto antes: la mayoría en los soviets, la mayoría entre los soldados de Moscú, el crecimiento de los votos bolcheviques en las Dumas urbanas de Petrogrado y de Moscú, las patentes vacilaciones del enemigo... Pese a ello advierte: no se trata de fijar de antemano el día ni el momento, “se trata de orientarse en ese sentido”; la organización técnica de la insurrección “depende de la consulta” a aquellos hombres que están en contacto más directo con las masas obreras y con los soldados. Pero el curso de los pensamientos de Lenin ya no es tardío: la imaginación y la voluntad adelantan acontecimientos. Inicialmente encuentra resistencias en el núcleo de dirección del partido que busca aún salidas intermedias; rebate la acusación de “blanquismo”, de estar preparando una conspiración, un golpe de estado. E inmediatamente después establece las condiciones para la insurrección: «no apoyarse en una conjuración ni en un partido, sino en la clase más avanzada, actuar en función del auge revolucionario de todo el pueblo, aprovechar el momento de viraje ascensional de la revolución».

Días después sigue acumulando argumentos: la situación internacional es favorable, la evolución de las acciones en el frente obliga a actuar con rapidez, “hay síntomas de que la revolución va a estallar en Alemania y en Italia”, “se está en el umbral de la revolución proletaria mundial” y, sobre todo, es posible organizar téc­nicamente la insurrección y vencer con las fuerzas que ya se tienen. El 16 de septiembre la preocupación de Lenin se hace obsesiva. El CC del partido no ha tomado en consideración su propuesta. Se impacienta, pierde la calma, escribe alterado: «al ver todo esto, debo considerar que existe una sutil insinuación de la falta de deseo del CC incluso de discutir esta cuestión, una sutil insinuación del deseo de taparme la boca y de proponerme que me retire. Me veo obligado a dimitir de mi cargo en el CC, cosa que hago, y a reservarme la libertad de hacer agitación en las organizaciones de base del Partido y en su congreso».

Organiza el regreso a Petrogrado saltándose las medidas de seguridad habituales en él. Sin embargo, la evolución de la realidad va más lenta que la voluntad de Vladímir Uliánov durante esos días. El comité cen­tral no acepta su dimisión. Lenin tiene que reconocer que se ha precipitado, pero sobre todo acusa a los vacilantes. El 8 de octubre, clandestino en Rusia, empieza a dar detalles acerca de cómo organizar la insurrección armada. El núcleo dirigente del partido se divide en el momento decisivo. Lenin multiplica las acusaciones contra Kámenev y Zinoviev que están dubitativos, exige su expulsión del partido el 19 de octubre, insiste en que se tome la medida el día 22. Y repite una y otra vez: la insurrección es un arte, demorar la acción es la muerte. El día 24 sigue insistiendo.

El día 25 de octubre de 1917, a las 10 de la mañana, Lenin escribía, en nombre del Comité Militar Revolucionario del Soviet de diputados obreros y soldados de Petrogrado, el siguiente comunicado dirigido A los ciudadanos de Rusia:

El gobierno provisional ha sido depuesto. El poder del estado ha pasado a manos del Comité Militar Revolucionario, que es un órgano del soviet de diputa­dos obreros y soldados de Petrogrado y se encuentra al frente del proletariado y de la guarnición de la capital.

Los objetivos por los que ha luchado el pueblo —la propuesta inmediata de una paz democrática, la supresión de la propiedad agraria de los terratenientes, el contro! obrero de la producción y la constitución de un gobierno soviético— están asegurados.



[1] Sigo aquí, en líneas generales, la argumentación desarrollada por V. I. Lenin en las cinco cartas enviadas desde Zurich para su publicación en Pravda entre los días 7 y 26 de marzo de 1917 (conocidas luego con el nombre de «Cartas desde lejos»).

[2] Véase la tercera carta enviada desde Zurich y publicada varios años más tarde con el título de «Acerca de la milicia pro­letaria», en Cartas desde lejos (Obras Completas, tomo 23). Refiriéndose a esta carta, N. Krupskaia subraya con razón que «todo aquel que quiera entender a fondo El estado y la revolu­ción debe leerla».

[3] Esa misma idea está formulada, con variantes, en «La dualidad de poderes» (9 de abril) y en «Las tareas del proletariado en nuestra revolución» (escrito también en esas fechas). Se recalca, de todas formas, con más fuerza en el informe cen­tral presentado a la VII Conferencia del POSDR(b), como se comprobará consultando Obras Escogidas, ed. cit., tomo 2, pá­ginas 40-142.

[4] Obras Escogidas, tomo 2, págs. 171-173.

[5] Una versión extensa y desapasionada de esa cuestión se puede ver en Gerard Walter, Lenin, ed. cit., págs. 297-302. Walter reproduce parcialmente el acta de la sesión de discusión de Lenin con el comité de Petrogrado a propósito de Trotski.

[6] Véase «Uno de los problemas fundamentales de la revo­lución» en Obras Escogidas, ed. cit., pág. 291.

[7] En «¿Se sostendrán los bolcheviques en el poder?», Obras Escogidas, ed. cit., pág. 429. Ésa es la opinión final y más ma­dura de Lenin sobre los soviets antes del 25 de octubre. El ar­tículo fue escrito a finales de septiembre.