Hay que soñar

 

Antes de entrar en la exposición de las formulaciones más detalladas de aquel programa así como de las dificultades con que había de topar el mismo hasta la revolución de 1905 parece conveniente detenerse todavía un momento para esbozar un juicio acerca del tipo de marxismo configurado en los escritos leninianos de San Petersburgo y de Shushénskoie. Pues en esa cuestión muy probablemente exageran algunos de los críticos actuales de Lenin cuando ven en sus obras económico-políticas del noventa y cuatro al noventa y nueve contra el populismo una parcial desviación respecto de las tesis de Marx con consecuencias negativas tanto para la articulación posterior del programa agrario de los bolcheviques como, sobre todo, en el modelo se­guido después de la revolución de octubre al tratar de resolver las contradicciones entre industrialización y atraso rural.

Una de esas críticas viene a decir que Lenin aplicó de manera inadecuada al caso ruso los esquemas contenidos en el segundo volumen del Capital sobre la realización de la plusvalía, hizo una equiparación errónea del desarrollo del capitalismo en la agricultura y en la industria e hinchó de manera desorbitada las cifras de población proletaria y semiproletaria, con todo lo cual tenía que llegar a una visión unilateral y, en suma, más ilusoria que real de la composición de las clases sociales en presencia y de la relación entre las mismas.

Una segunda interpretación de aquellos escritos de Vladímir Uliánov argumenta, de modo muy parecido, que en ellos hay una patente reducción de la categoría marxiana de fuerzas productivas a los nuevos adelantos técnicos, un olvido de la peculiaridad asiática de la acumulación de capital en Rusia y, en consecuencia, una aplicación abstracta de las supuestas leyes generales de desarrollo del capitalismo a una sociedad cuyo rasgo distintivo era por entonces el predominio en lo económico y en lo social de instituciones precapitalistas. La causa del error, según esa misma crítica, habría que buscarla en el hecho de que Lenin odiaba la versión asiática del capitalismo, se orientaba de manera apriorista hacia la necesidad de un desarrollo al modo europeo y, consecuentemente con ello, se inspiró desde el punto de vista teórico en los marxistas europeo-occidentales, señaladamente en Karl Kautsky, los cuales, sin embargo, por significativa paradoja, no creían precisamente en la posibilidad del socialismo en Rusia.

E incluso ha habido una tercera crítica aún más ra­dical que las anteriores, y ya con casi cuarenta años de existencia, la cual ve en los escritos de San Petersburgo y de Shushénkoie acerca del desarrollo del capitalismo en Rusia un simple recubrimiento ideológico con lenguaje marxista de las aspiraciones democrático-radicales de la intelectualidad rusa de la época, de modo que por encima de todas las controversias teóricas de entonces habría habido un sustancial acuerdo entre los populistas y Lenin favorecido por “las importantes concesiones” que Marx y Engels hicieron a estos últimos desde la década de los setenta del siglo pasado. De creer a los defensores de esta tesis, la rusificación nacionalista del marxismo característica de los tiempos de Stalin habría tenido su origen, aunque desde luego no directo, en aquellas lejanas fechas en que Marx y Engels se carteaban con los populistas acerca del porvenir de la comuna rural tradicional rusa[1].

En el fondo la mayoría de esas críticas no suelen expresar tanto la intención de comprender la particula­ridad y la originalidad del marxismo del joven Lenin como la preocupación de ciertos círculos comunistas occidentales por captar las razones del desigual e inesperado camino seguido por las revoluciones en el este y en el oeste de Europa. Pero en las consideraciones de ese tenor acostumbra a haber también un justo interés por romper el cliché instrumentalizador según el cual el “leninismo” habría sido una continuación lineal de las teorías expuestas por los fundadores del marxismo tanto en el plano del análisis económico-social como en lo que respecta a las orientaciones políticas más particularizadas. Recogiendo en parte esas preocupaciones y liberándolas, no obstante, de ciertas exageraciones evidentes como la conclusión de que sin los errores de Lenin en El desarrollo del capitalismo en Rusia tal vez la revolución habría triunfado allí ya en 1905, o, como, por ejemplo, la latente sobrevaloración de las consecuencias histórico-mundiales de lo que un hombre (además desterrado y en los inicios de la organización del partido) pudiera pensar y decir en aquel momento dado, sí que debe afirmarse de todas formas que el joven Lenin se aparta en algunos puntos bastante esenciales de las concepciones de Marx o, para ser más exactos, de las concepciones del viejo Marx cada vez más aterrado por la inhumanidad de la civilización capitalista, como ha escrito el historiador inglés Eric J. Hobsbawn.

Esa diferencia entre el viejo Marx y el joven Lenin afecta sobre todo a dos aspectos de la teoría muy próximos entre sí y además complementarios: la valora­ción global de la civilización capitalista occidental en su nivel de relativa madurez y la opinión acerca de la posibilidad de tránsito a la cooperación comunista desde sociedades caracterizadas por una economía en la que dominan las instituciones precapitalistas. Respecto del primer punto debe tenerse en cuenta que allá por 1875-1880 Karl Marx había perdido su matizado optimismo anterior sobre las grandes conquistas del capi­talismo y los progresos técnicos del mismo, mientras que el joven Lenin profesaba dos décadas más tarde un optimismo progresista bastante unilateral. Para comprender cabalmente esa diferencia basta con comparar los escritos de Lenin a que antes se ha hecho referencia con las durísimas críticas de Marx a la exportación del “progreso” capitalista inglés a la India, por ejemplo. Pero aun prescindiendo de esa compara­ción la unilateralidad del progresismo del joven Lenin se pone de manifiesto también si se contrastan las pá­ginas que él dedica a la industrialización y a la intro­ducción de maquinaria en la agricultura[2] con el apartado dedicado por Marx al mismo tema en el volumen primero del Capital.

En efecto, tanto en su folleto titulado Para una caracterización del romanticismo económico como en El desarrollo del capitalismo en Rusia Vladímir Uliánov no ve más que gigantescos progresos en la utilización generalizada de la técnica capitalista en el campo por­que esa es, desde su punto de vista, la garantía de ani­quilación de las conservadoras relaciones tradicionales existentes en las comunidades agrícolas. E incluso, ar­gumentando contra el “romanticismo reaccionario”, le parecen también progresivas las contradicciones de todo tipo que el uso capitalista de las máquinas gene­ra en ese ámbito. La unilateralidad de esos textos re­salta tanto más cuanto que Lenin conocía muy bien —y lo cita en varios lugares— el capítulo XIII del libro primero del Capital dedicado a la maquinaria y a la gran industria, en el que Karl Marx, además de utilizar términos tales como ruina física, innatural enajenación, atrofia moral, esterilización intelectual, desmedida prolongación de la jornada de trabajo para caracterizar algunos de los efectos de la gran industria en el capitalismo, dedicaba un apartado especial al tema gran industria y agricultura en el que están contenidas precisamente las palabras más duras contra una concepción progresista estrecha de la técnica:

En la esfera de la agricultura es donde la gran in­dustria actúa del modo más revolucionario, en la medida en que aniquila el baluarte de la vieja sociedad, el “campesino”, y desliza bajo él el trabajador asalariado, había escrito Marx con un lenguaje que, sin duda Lenin compartía. Pero a continuación añadía: Por otra parte, dificulta el intercambio entre el ser humano y la natu­raleza, esto es, el regreso a la tierra de los elementos del suelo gastados por el hombre en la forma de me­dios de alimentación y de vestido, o sea, perturba la eterna condición natural de una fecundidad duradera de la tierra. Con eso la producción capitalista destruye al mismo tiempo la salud física de los trabajadores urbanos y la vida mental de los trabajadores rurales. Y concluía con una consideración completamente olvidada por Lenin en su polémica con los populistas rusos asimilados a epígonos de Sismondi: Al igual que en la industria urbana, en la agricultura moderna el aumento de la fuerza productiva y la mayor fluidificación del trabajo se compra al precio de la devastación y la extenuación de la fuerza de trabajo misma. Y todo progreso de la agricultura capitalista es un progreso no sólo del arte de depredar al trabajador sino también y al mismo tiempo del arte de depredar el suelo; todo progreso en el aumento de su fecundidad para un plazo determinado es al mismo tiempo un progreso en la ruina de las fuentes duraderas de esa fecundidad. Cuanto más parte un país de la gran industria como transfondo de su evolución... tanto más rápido es ese proceso de destrucción. Por eso la producción capita­lista no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción más que minando al mismo tiempo las fuentes de las que mana toda riqueza: la tierra y el trabajador[3]. Algo bastante distinto, como se ve, de la ridiculización por el joven Lenin de los lloros populistas ante la acción destructora del capi­talismo en el campo.

Respecto del segundo punto, esto es, sobre la dife­rencia de opinión entre el viejo Marx y el joven Lenin acerca de la posibilidad de tránsito al comunismo desde las comunidades precapitalistas, habría que decir algo parecido. Hacia 1880 Marx había llegado a conclusio­nes muy radicales sobre este tema: sabía ya que la eliminación de la propiedad común de la tierra en las zonas llamadas “atrasadas” del planeta constituyó casi siempre un acto de vandalismo de los defensores del progreso capitalista y que ese acto, a su vez, no trajo consigo progreso sino atraso a los nuevos civilizados: sabía que precisamente por el desarrollo del capita­lismo en la época y por la inestabilidad misma que en esas condiciones caracterizaba a las comunas rurales éstas se hallaban en trance de desaparición; y como su idea de la evolución futura del capitalismo occidental era ya considerablemente pesimista, se inclinaba a pensar que el libre desarrollo de la comuna rural po­día representar tal vez el elemento regenerador de la sociedad rusa y también parcialmente un factor de su superioridad futura sobre los países sometidos al capitalismo. Pero para que esa evolución fuera posible Marx consideraba como conditio sine qua non la revo­lución social, la complementación de la revolución en Rusia con la revolución proletaria en Occidente. Algo bastante distinto también (aunque no en las conclusiones sobre la revolución en Oriente y Occidente) de lo que veinte años después pensaba el joven Lenin cuando, citando a Kautsky, afirmó que el mantenimiento de las comunidades rurales tradicionales constituía una utopía reaccionaria fomentada por los terratenientes.

Sería, sin embargo, un tanto precipitado extraer de ahí excesivas conclusiones sobre el futuro de la revo­lución en Rusia y, desde luego, además de precipitado, falso, instrumentalizar esas diferencias para oponer Lenin a Marx en el plano general de la concepción del mundo y de las ideas políticas. Primero porque en aquellas fechas Lenin no podía conocer todo el desarrollo de las últimas ideas de Marx sobre la comuna rural; segundo porque entre unos y otros textos habían transcurrido casi veinte años y, con ellos, se había producido una importante alteración tanto de las sociedades del occidente capitalista como de la misma industrialización en el país de los zares. Y tercero porque esas diferencias son sólo dos desacuerdos en el ámbito general de una comunidad de ideas sobre el desarrollo del capitalismo, sobre la lucha entre las clases y sobre el futuro de la revolución, comunidad de ideas que resulta innegable.

Más interesante es, en cambio, tratar de comprender el por qué de esas diferencias. Y en ese sentido se puede adelantar la hipótesis de que, al tratar sobre el progreso técnico en la agricultura y sobre la comuna rural, Marx y Lenin tenían presentes dos realidades distintas, tan alejadas como los observatorios desde los cuales escribían. Marx está observando las consecuencias del agudizarse del colonialismo hipócritamente deformadas en un sentido progresista por sus conciudadanos burgueses; está observando un desarrollo infinitamente superior y cualitativamente nuevo de la aplicación de los descubrimientos científicos (por ejemplo, de la industria química) a la agricultura sobre todo en Inglaterra y los Estados Unidos; está observando los esfuerzos de los populistas rusos, por entonces la úni­ca fuerza revolucionaria existente en aquel país, para salvar la comuna rural y reorientarla en un sentido socialista. Lo que Lenin, en cambio, tiene enfrente veinte años después es el deslizamiento del populismo hacia el compromiso y el oportunismo políticos, la desintegración mucho más avanzada ya de la comuna rural y —¿cómo no?— la esperanza de gran parte del campesinado ruso en el avance de la maquinización, así como —y este es un dato que conviene no olvidar— el renacer del optimismo progresista en la Europa occidental (especialmente en Alemania) al salir de la de­presión económica de las últimas décadas, un optimismo favorecido incluso por el más próximo de los compañeros de Karl Marx, Friedrich Engels.

Eso explica en buena parte, según pienso, la pecu­liaridad del marxismo del joven Lenin. Pero la comprensión de la dificultad que tenía en Rusia la aplicación del consejo de Liebknech —estudiar, hacer propaganda, organizarse— exige añadir algunos otros datos.

El partido obrero socialdemócrata ruso (POSDR), equivalente de otras organizaciones de orientación marxista ya existentes en la Europa occidental, no se constituyó formalmente hasta la primavera de 1898 en un congreso celebrado clandestinamente en Minsk mientras Vladímir Uliánov se hallaba en el destierro. De la precariedad de aquella organización, pese al avance que el congreso mismo suponía, da idea el hecho de que a la reunión asistieron solamente nueve delega­dos representando a la exigua cifra de seis organizaciones de toda Rusia, y que, además, los asistentes (el comité central elegido en el congreso, como suelen decir pomposamente las historias posteriores) fueron detenidos por la policía no mucho tiempo después. De manera que cuando, a principios del año 1900, Vladímir Uliánov se dirige nuevamente a San Petersburgo para reintegrarse a la vida política activa desde su recién recuperada libertad, el partido con el que tiene que ponerse en contacto era en realidad una pequeñí­sima organización formada por unos pocos círculos clandestinos en las zonas industriales, con su dirección en el extranjero y además dividida en varias tendencias constantemente contrapuestas.

Por esas fechas estaban llegando al país de los zares los primeros ecos de las disputas teóricas de fin de siglo entre algunos de los principales dirigentes y or­ganizadores del modelo de los revolucionarios marxistas de entonces, la socialdemocracia alemana, y muy especialmente los artículos de Eduard Bernstein que habían de constituir lo que se llamó la primera “revisión” del marxismo. Todavía en el destierro Vladímir Uliánov se había visto obligado a interrumpir por dos veces su trabajo sobre el desarrollo del capitalismo en Rusia para tratar de hacer frente a la influencia que las posiciones de Bernstein estaba cobrando en algunos círculos marxistas rusos. La primera vez para traducir con Krupskaia un artículo del marxista ortodoxo Kark Kautsky en el que se criticaban las desviaciones reformistas de aquél; la segunda para organizar una pro­testa contra las tesis defendidas en un manifiesto que circulaba con el título de Credo y en el cual se limitaban las tareas de la clase obrera rusa a la lucha económica en favor de la elevación de los salarios y el mejoramiento de las condiciones de trabajo en la fá­brica argumentando que en aquella fase no era misión del proletariado inmiscuirse en la lucha política por la democracia burguesa.

El Credo de aquella corriente “economista” de la socialdemocracia rusa tal vez no tuvo la repercusión política que Lenin calculaba entonces; pero su importancia se debía sobre todo a que en él se resumían actitudes de amplia circulación y se sintetizaba un estado de ánimo tan compartido como para que, como recuerda Krupskaia, en esas posiciones cayeran sin desearlo, espontáneamente, algunos de los obreros del círculo en que se movía el propio Lenin. La influencia y extensión de esa actitud programática según la cual la lucha de la clase obrera debe quedar reducida al ámbito de lo económico tenía, sin duda, su base teórica en las posiciones del ala reformista de la socialdemocracia alemana, como lo prueba el hecho de que la autora del Credo hiciera hincapié en que, en el Occidente, el “marxismo primitivo”, intransigente y negador de la sociedad estaba dejando paso a un “marxismo democrático”, abierto y crítico que “reconoce” a la sociedad en la cual actúa; pero era, en mayor medida, la consecuencia teórica puntual, históricamente determinada, de la dificultad con que los marxistas rusos habían de enfrentarse a la hora de conjugar de una manera articulada sus objetivos socialistas en un medio caracterizado por la falta de maduración de la base material y por el dominio absoluto de la autocracia, así como por una situación del movimiento obrero en la que éste no había hecho más que esbozar la necesidad de una organización independiente.

En un artículo escrito en 1897 y publicado durante el año siguiente en el extranjero, Las tareas de los socialdemócratas rusos, Vladímir Uliánov había tratado precisamente de establecer con cierto detalle la ar­ticulación de la lucha socialista contra la clase de los capitalistas y de la lucha democrática contra el absolutismo zarista que correspondía desarrollar a los marxistas revolucionarios en Rusia. El núcleo de la argu­mentación de aquel escrito era el supuesto de que existía una indivisible afinidad entre la propaganda y la agitación socialistas y las tareas democráticas; pero esa afinidad exigía tener presentes en todo caso varias con­diciones, la más importante de las cuales era poner en primer plano el trabajo en favor de la organización de los obreros fabriles, pues, en opinión de Lenin, no resultaba práctico «enviar agitadores a los obreros a domicilio y a los obreros agrícolas» mientras quedara por organizar una gran cantidad de trabajadores de los centros industriales.

Cierto es que en ese escrito Vladímir Uliánov había expuesto ya con claridad cuál debía ser la actitud concreta de la clase obrera ante las demás clases y grupos de oposición al absolutismo, señalando que el apoyo de los socialdemócratas a los otros grupos para acelerar la caída del zarismo había de ser siempre condicional, de manera que en las alianzas temporales para conseguir objetivos políticos parciales lo más impor­tante era subrayar siempre los intereses del proletariado y mantener su independencia respecto de los ele­mentos meramente democráticos, entre los que había que contar a los representantes de las nacionalidades oprimidas o de las organizaciones religiosas perseguidas. Ello no obstante, en esa argumentación hay todavía varias vacilaciones o equívocos que ponen de manifiesto la objetiva dificultad del problema que tan­to Lenin como los “economistas” trataban de resolver: la subvaloración de las tareas de propaganda y organización en el campo, entre el proletariado rural, lo cual —dada la composición de clases que el propio Lenin había analizado— equivalía a fomentar la consciencia de los trabajadores urbanos admitiendo sin más un desarrollo espontáneo en las zonas rurales o el pre­dominio en ellas a corto plazo de tendencias más conservadoras; o la relativa contradicción existente entre considerar, de un lado, al proletariado como el luchador de vanguardia, como el único destacamento consecuente en la lucha por la libertad política, y restringir, de otro lado, su papel político en las alianzas contra el absolutismo al mero apoyo, aunque condicional, a los partidos y grupos democráticos o minorías oprimidas; o, por último, una idea de la relación entre las tareas propiamente socialistas y las tareas democráticas que tampoco escapa del todo a la identificación parcial de la lucha económica con objetivos socialistas y de la lucha política con las alianzas por el vértice con los otros grupos políticos para alcanzar la democracia.

Ese esquema, directamente inspirado por las consideraciones de Marx sobre la revolución alemana en los años 1848-1850, sería modificado en parte, como se verá, en los años posteriores a 1905. Sirve aquí, en todo caso, para indicar bastante plásticamente cuál era la concepción estratégica de Vladímir Uliánov en el momento de gestación de ¿Qué hacer? y para explicar al mismo tiempo por qué tanto en los artículos anteriores a esa obra como en ella misma se dedica tanta atención a la cuestión de la relación entre lucha eco­nómica y lucha política.

La vida de Vladímir Uliánov, quien desde finales de 1901 adopta ya habitualmente el nombre conspirativo de Lenin, estuvo marcada durante estos años an­teriores a la revolución de 1905 por una idea fija: la organización del partido dentro y fuera de Rusia y el mantenimiento de un periódico entendido como organizador colectivo, como elemento homogeneizador de posiciones, como enlace centralizador de las actividades políticas. El objetivo del periódico aparece en la conferencia de Pskov (marzo-abril de 1900) a la que Lenin asiste antes de abandonar Rusia para, cumplien­do precisamente los acuerdos de la conferencia, buscar en el extranjero el lugar adecuado, la imprenta necesaria y los componentes indispensables con la finalidad de poner en marcha aquel instrumento considerado fundamental para el futuro de la socialdemocracia rusa: Iskra (La Chispa).

Con Iskra, ayudado por Krupskaia y un tan redu­cido como variable grupo de colaboradores, irá saltando fronteras, cambiando de nombre, de pasaporte, adoptando falsas nacionalidades para así evitar las in­filtraciones de las policías. Vive primero en Leipzig, luego en Munich, más tarde en Londres, finalmente (du­rante este período) en Ginebra; conoce el orgullo y las debilidades de Plejánov, el padre del marxismo ruso; recibe a los revolucionarios que traen noticias del in­terior de Rusia; discute hasta la extenuación con los exiliados las orientaciones del partido y del periódico; sigue en las calles, observando desde los suburbios, la evolución real de la socialdemocracia alemana, pero evita los contactos con sus dirigentes más notorios, salvo con Rosa Luxemburg, mientras lamenta la rápida difusión en Rusia (tres ediciones distintas y seguidas en un solo año, 1901) del libro de Bernstein que abría el camino al “revisionismo”, Socialismo teórico y socialdemocracia práctica; frecuenta con entusiasmo la biblioteca del Museo Británico, en Londres, al tiempo que contempla desde los tranvías y en los parques lon­dinenses la naturaleza del sindicalismo y del socialismo inglés o trata de arrancar a Vera Zassulich de la influencia del maestro todavía incontestado, Jorge Plejánov. Entretanto Vladímir Uliánov sigue escribiendo y recitando en voz alta, moviéndose por las habitaciones como un león enjaulado, los trabajos más conocidos de esa etapa, siempre en relación con los acontecimientos de Rusia: Por dónde empezar, Qué hacer, El programa agrario de la socialdemocracia rusa, A los campesinos pobres, Las tareas de la juventud revolucionaria...

Pese a esa actividad desbordante aún tiene tiempo para trasladarse desde Londres a París y dar allí una conferencia a los universitarios de la Escuela de Altos Estudios Sociales sobre los problemas de la agricul­tura en Rusia cumpliendo con los requisitos académi­cos de rigor en la época. Pero sobre todo durante esos años forja aquella enorme capacidad de resistencia en los debates y de convencimiento de los antagonistas que tanto admiraría a los opositores de entonces y del futuro, desde Mártov a Trotski, desde Bujárin a Alexandra Kollontai. Ya por aquellas fechas de las primeras controversias internas acerca de la organización de la socialdemocracia rusa uno de sus contrincantes lo definía así: No hay un solo hombre en el mundo que como él se ocupe de la revolución las veinticuatro horas del día, que no tenga más pensamientos que los relativos a la revolución y que, hasta cuando duerme, no vea más que la revolución en sus sueños. Y la propia Krupskaia, al tratar de resumir cómo era Lenin entonces, lo recuerda en el II Congreso del POSDR (julio-agosto de 1903), célebre por las agrias polémicas que en él se sucedieron, replicando a un camarada que se quejaba de la atmósfera deprimente y del tono sectario de las discusiones: «¡Esto es lo que a mí me gusta! ¡Esto es la vida!»[4].

Una vida, sin embargo, demasiado dura incluso para un hombre como Vladímir Ilich, el cual ya en 1903, a los treinta y tres años de edad, tuvo que afrontar la primera crisis nerviosa importante, como consecuencia del enorme desgaste al que estaba sometiendo su organismo aquel desenfrenado desvivirse.

¿Qué hacer? es en más de un sentido el resumen de aquel político desvivirse en la etapa de la redacción de Iskra. La gestación de ¿Qué hacer?, que fue la obra más importante de Lenin durante este período y una de las de mayor y más continuada influencia en­tre las suyas en el movimiento comunista posterior, comienza prácticamente con la llegada del exiliado a Munich, a finales de marzo de 1901, pero su redacción no estuvo terminada hasta febrero del año siguiente. En esos meses la idea que Lenin pensaba desarrollar ini­cialmente en un artículo fue tomando cuerpo, entrelazándose con otros escritos motivados por la extensión del “economismo” y el acontecer de las luchas socia­les en Rusia, mientras que su plasmación en el papel se interrumpía o se aplazaba en función de las varias conferencias del partido y de las tareas políticas que exigía la organización. Ese escribir a golpes, inspirado unas veces por la reflexión de tipo general sobre la consciencia de los trabajadores o acerca de la relación entre lucha sindical y lucha política, pero literalmente dominado en otros pasos por la inmediatez y la urgen­cia de las controversias tal cual se estaban viviendo, queda reflejado en gran medida en el resultado final del libro que se publicó en marzo de 1902.

Algunos críticos demasiado apresurados de ¿Qué hacer?, los cuales ven en ese texto la primera teori­zación del dogmatismo y del monolitismo en el seno de los partidos comunistas, suelen olvidar con dema­siada frecuencia que la reflexión de Lenin toma pie allí de una cita de Lassalle que revela justamente la intención contraria de Lenin: ...La lucha interna da al partido fuerza y vitalidad; la prueba más grande de la debilidad de un partido es el amorfismo y la ausencia de fronteras claramente delimitadas; el par­tido se fortalece depurándose... Respecto de ese punto de partida no cabe pensar en maquiavelismo alguno a corto plazo, puesto que precisamente la profundización de la batalla de ideas, la agudización de la lucha inter­na, no iba a beneficiar en los meses siguientes a Lenin sino más bien a sus adversarios de entonces en la or­ganización. Es sabido, por lo demás, que la utilización de una cita de otro al comenzar un libro suele ser un recurso polémico que indefectiblemente acaba exagerando la opinión que el citado tenía sobre el mismo tema.

Esto último es en gran parte lo que ocurre a lo largo de las páginas de ¿Qué hacer? En ellas no hay tanto dogmatismo, espíritu de homogeneización o monolitismo, como se cree a veces, cuanto lo contrario: exageración de las diferencias, acentuación de las delimita­ciones. Si se compara con otros trabajos de Lenin pue­de comprobarse con facilidad que el tono de ese escrito es en muchos momentos defensivo y su argumen­tación, dirigida contra la corriente entonces dominante, crispada por lo que Vladímir Ilich considera un deslizamiento de la socialdemocracia internacional y de los “economistas” rusos hacia el oportunismo político, hacia su reconversión como organización obrera en un partido “democrático” que abandona el objetivo de la revolución social para limitarse a exigir reformas graduales del capitalismo. Ese tono y el cultivo de la diferencia es consecuencia —como el propio Lenin señalaría en parte de manera autocrítica algunos años después— del espíritu de secta característico de una organización que está en su adolescencia y que busca el espacio político que la corresponde abriéndose paso a codazos a derecha e izquierda y depurándose interna­mente. Pero ese espíritu no es sólo el objetivo reflejo de una época cargada con la tradición de «las mil mezquindades que se fraguan en la cocina» de los círculos reducidos; es también la expresión de uno de los rasgos más constantes del hacer político de Vladímir Ilich, de su convicción, puesta en práctica una y otra vez hasta 1924, de que «primero hay que separar, dividir, para después juntar en mejores condiciones, en condiciones más favorables para la tendencia u opción que se representa».

Las tesis principales de ¿Qué hacer? suelen ser sufi­cientemente conocidas por lo que no parece necesaria una extensa exposición de las mismas aquí. Bastará con un breve resumen de la argumentación de Lenin y la consideración previa de que si ya en su época la lec­tura del libro en conjunto resultaba complicada (hay que estar directamente inmersos en aquel magma de las polémicas organizativas para apasionarse con esa discusión y comprender el hilo del discurso o el sen­tido de cada matiz, venía a decir Krupskaia en sus Re­cuerdos) hoy puede ser sumamente tediosa para quien no la inicie con el interés y la perspectiva del historia­dor. Desde este punto de vista, en cambio, no cabe dudar de que el conocimiento de la argumentación y de las afirmaciones polémicas de ¿Qué hacer? constituye un elemento indispensable no sólo para comprender la evolución del propio Lenin sino también para no perder una de las piezas esenciales de ese complejo rompecabezas que fue el dilatado proceso de la revolución rusa.

Tras un apunte inicial sobre la naturaleza interna­cional de la revisión deformadora de la teoría marxista y sobre la degradación de la práctica política socialdemocrática, cuyos ejemplos paradigmáticos eran Eduard Bernstein en Alemania, Millerand en Francia y la ten­dencia “economista” en el partido ruso, Lenin aborda uno de los dos temas básicos de su reflexión: el problema de la relación entre espontaneidad y consciencia en el movimiento obrero. Su concepción al respecto —liberada de todo el fárrago polémico— es la de que por sí solos, esto es, espontáneamente, autónomamente, los obreros no pueden rebasar el nivel de consciencia sindicalista o tradeunionista, no pueden ir más allá de «la convicción de que es necesario agruparse en sin­dicatos, luchar contra los patronos y reclamar del gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para ellos». Tal hecho estaría demostrado por toda la historia de la clase obrera en todos los países y de manera particular por la evolución de las luchas obreras en Rusia durante los últimos lustros del siglo. Para reforzar la validez de esa idea Lenin trae a colación la autoridad de Karl Kautsky (como había hecho ya en El desarrollo del capitalismo en Rusia) y algunas consideraciones de Engels acerca del movimiento obrero alemán. De todo lo cual concluye:

1.º Que la espontaneidad pudo haber sido valiosa en los primeros momentos del movimiento obrero, pero que seguir cultivándola equivale a negar la posibilidad del socialismo y a entregar a la clase obrera, sin defensas, a la influencia ideológica de su clase enemiga, de la burguesía.

2.º Que la consciencia socialdemocrática (comunis­ta) tiene que ser aportada a la clase obrera desde fuera de la misma clase por los verdaderos portado­res de la ciencia que son los intelectuales; de manera que la lucha de clases, el enfrentamiento con los miembros de la clase adversa, no imprime en la clase trabajadora verdadera consciencia sino que ésta es el resultado del conocimiento de las relaciones en­tre todas las clases. Algunos obreros podrán llegar por sí mismos a ese conocimiento, pero secundaria­mente, esto es, no como obreros sino convirtiéndose en intelectuales.

3.º De ahí que el modelo del socialdemócrata (comunista) no deba ser el dirigente sindical sino el tribuno popular que sabe sintetizar todos los hechos para trazar un cuadro de conjunto de la brutalidad policíaca y de la explotación capitalista... para explicar a todos y a cada uno la importancia histórico-mundial de la lucha emancipadora del proletariado.

4.º Esa separación entre espontaneidad sindicalista y consciencia socialdemocrática implica una diferen­ciación tajante entre la organización de los obreros y la organización de los revolucionarios. Mientras que la primera será sindical, lo más extensa y lo menos clandestina posible, la segunda, por el contrario, habrá de reunir los rasgos de la profesionalidad, una relativa extensión numérica y la mayor clandestinidad posible.

 

Partiendo de esas diferencias Lenin pasa a la caracterización del partido, esto es, de la organización de los revolucionarios que han de imprimir la consciencia socialdemocrática a los obreros. Las notas principales del mismo, en su opinión, deberían ser éstas:

1. ª Estabilidad y continuidad del núcleo dirigente en el que no habrá diferencias entre intelectuales y obreros.

2.ª Profesionalización de sus miembros o cuadros en las tareas revolucionarias para evitar los métodos “artesanales” y las vacilaciones del aficionado, así como las infiltraciones policíacas.

3.ª Discreción conspirativa, rigurosa selección de afiliados y preparación de los revolucionarios profesionales, de modo que este criterio asegure algo mucho más importante que la democracia interna, la plena y fraternal confianza mutua entre los revolucionarios.

4.ª Centralización de la dirección y rígida división técnica de las tareas varias de agitación, propaganda, etc., con la consideración de que un órgano de pren­sa único para todo el país, también centralizado, es la mejor concreción de un organizador colectivo.

Tal es lo esencial del razonamiento de ¿Qué hacer? Se podrían añadir ciertos matices introducidos por Lenin en notas para moderar el exceso polémico de algunas de esas afirmaciones, pero en ese caso tampoco se pueden olvidar algunas otras crispadas exageraciones del texto, que en sus últimas páginas da la impresión de ser el acta de una o de varias reuniones redac­tada en la precipitación del funcionario que tiene que escribir a medida que fluyen las palabras de los inter­locutores. «Hay que soñar», apunta Lenin casi al final de ¿Qué hacer? Y en seguida añade: «He escrito estas palabras y me he asustado». Sigue luego el sarcasmo contra los opositores. Y la conclusión: «Pues bien, los sueños de esta naturaleza, por desgracia, son sobrada­mente raros en nuestro movimiento. Y la culpa la tienen sobre todo los representantes de la crítica legal y del seguidismo ilegal que presumen de su ponderación, de su proximidad a lo concreto».

El propio Lenin reconocería cinco años más tarde que en esa caracterización de la consciencia de clase y de la organización de los revolucionarios se le había ido la mano en el furor polémico. Lo cual, sin ninguna duda, es cierto. No lo es tanto, en cambio, tratar de explicar las exageraciones antiespontaneístas de ¿Qué hacer? por la influencia kautskiana en su autor. Kautsky era entonces para Lenin, evidentemente, una autoridad; pero una “autoridad” no tan influyente en este caso como la situación real del movimiento obrero ruso, escuálido, incipiente, dividido, minado una y otra vez por la represión y al cual se atribuía ya —“hay que soñar”— nada menos que la función de vanguardia en la revolución en Rusia, esto es, en un país enorme de gran predominio campesino y con una clase obrera concentrada en muy pocas ciudades. Como preveyó muy bien por entonces Rosa Luxemburg el propio Le­nin quedaría cogido por el prurito organizativista y centralizador de su concepción de la consciencia de clase y del partido. Y desde que eso ocurrió, allá por los años veinte, ¿Qué hacer? ha sido objeto de inaca­bables polémicas sobre el centralismo y la democracia, sobre la idea de un partido calcada de la organización militar, sobre la adecuación o inadecuación de esas ideas para el occidente capitalista, sobre el espíritu de “vigilante nocturno” y la eficacia de las organizaciones rígidamente centralizadas.

Polémica que todavía sigue, pese a ser en gran parte absurda, pues un partido de esas características no existe ya en lugar alguno, suponiendo que en la Europa occidental haya existido algo así alguna vez. Muy pro­bablemente, por tanto, la universalidad y la continui­dad del debate acerca de ¿Qué hacer? no se debe tanto a las ideas de Lenin allí vertidas como a la falta de ideas de quienes vuelven una y otra vez sobre ese texto acríticamente. Con su fárrago polémico ¿Qué hacer? es hoy de difícil lectura; liberado de su fárrago polémico, es un esquema demasiado simple y, como todos los esquemas simples, facilitador de las más burdas tergiver­saciones. Por eso con ¿Qué hacer? ha ocurrido algo parecido a lo que, en otro momento y en otro plano, su­cedió con el Anti-Dühring de Friedrich Engels. A saber, que leído con las largas citas de Dühring (o en este caso con las largas tiradas de los colaboradores rusos de La causa obrera y de La gaceta obrera) es casi trabajo de historiadores del marxismo; y leídos sin ellas presentan el riesgo de ser convertidos en una enciclopedia o en un catecismo para uso de candidatos, esto es, en lo contrario de lo que tanto una obra como otra pretendían ser.

Pero en el sencillo esquema de aquel libro de Lenin hay también la formulación o el planteamiento de algunos problemas que no por elementales son menos com­plicados. Elementales porque son problemas de todos aquellos que se plantean con sinceridad la transformación radical de la sociedad en la cual se les explota; complicados porque, como muestra la dilatada historia de la lucha por la emancipación, son problemas de todas las épocas y de todos los revolucionarios. Por ejem­plo, y sin ir más lejos, esa sencilla pero constantemen­te repetida y siempre irresuelta contraposición entre “democracia” y “confianza plena y fraternal entre los revolucionarios”, entre la necesidad de operar con la disciplina de un cuerpo militar, dado que se trata de lucha de clases, y la necesidad de evitar la burocracia para que la confianza plena y fraternal no se convierta (como ocurrió más de una vez en vida del propio Le­nin) en compadreo sectario. Una contraposición ésta que ha operado y sigue operando en todo movimiento emancipatorio de verdad, no literario. Aunque no fue­ra más que por eso convendría ser también un poco historiadores antes de echar alegremente por la borda ¿Qué hacer?.




[1] Para un estudio más detallado de esas críticas puede verse: A. Pannekoek, K. Korsch, P. Mattick, Crítica del bolchevismo, Barcelona, Anagrama, 1976; R. Dutschke, Lenin (Tentativas de po­ner a Lenin sobre los pies), Barcelona, Icaria, 1977; Alessandro Simonica, «Su alcuni aspetti teorici del dibattito su Lenin nella RFT (Acerca de ciertos aspectos teóricos del debate sobre Lenin en la República Federal Alemana), Problemi del socialismo, n.° 3 de 1976.

[2] Principalmente en «Para una caracterización del romanti­cismo económico», apartado IX titulado Las máquinas en la so­ciedad capitalista, y en El desarrollo del capitalismo en Rusia, capítulos V, VI y VII.

[3] Esa larga cita está tomada de Karl Marx, El Capital (traducción castellana de M. Sacristán), OME-41, Barcelona, Grijalbo, 1976, págs, 139-142.

[4] En N. Krupskaia, Mi vida con Lenin, ed. cit., pág. 83.