IV. La guerra nacional-revolucionaria y el movimiento obrero sindical

Durante un largo período el movimiento obrero arrastra en nuestro país su pecado original, en parte debido a las condiciones sociales y económicas, en las que estaba inserto. El ultra izquierdismo y el apoliticismo, por un lado, y el reformismo y oportunismo, por otro, llevaban unido a ellos la no comprensión del pa­pel dirigente que la clase obrera debía ejercer en el proceso de la revolución democrática, practicando de hecho la vía de ir detrás de los acontecimientos polí­ticos o de inhibirse ante ellos. Asimismo esto se corres­pondía con la política de «correa de transmisión» prac­ticada primero por la FRE con respecto a la «Alianza», después por la CNT con respecto a la FAI y por último por la UGT con respecto al PSOE. Sin embargo, la his­toria del movimiento obrero en nuestro país está reple­ta de enseñanzas y de luchas heroicas que hay que reco­ger como patrimonio valiosísimo de cara al futuro.

Entre todas esas experiencias y ese heroísmo desta­can, por encima de todo, las luchas heroicas y las im­portantes experiencias habidas en el período de la Gue­rra Civil.

En las dos centrales fundamentales hubo siempre grandes dirigentes obreros que comprendieron la importancia de la unidad y de los principios básicos del movimiento sindical desde una perspectiva revolucio­naria. La insurrección de octubre de 1934 en Asturias supuso la iniciación de un proceso unitario y de postu­ras consecuentes con él, que sólo la pérdida de la gue­rra había de paralizar. La lucha de nuestra clase y de las dos centrales sindicales aceleró en la guerra ese proceso unitario. Los cuatro millones de afiliados a las dos centrales sindicales fueron, junto con los partidos obreros y demás organizaciones del Frente Popular, la base fundamental que sostuvo los frentes de guerra y de la producción.

Precisamente el desarrollo de la guerra y de la lu­cha de masas, al margen del apoliticismo, del antimili­tarismo, o de cierto ultra izquierdismo, fue lo que ayu­dó a ir superando estos o aquellos errores, haciendo que el proletariado llegase a ser la fuerza dirigente de la organización político social más amplia que jamás tuvo el pueblo español.

«En España —como señaló el Secretario del Parti­do Comunista, Santiago Carrillo— el Frente Popular encarnó en una Revolución popular, en un Estado nue­vo —con un Ejército y una Administración populares:— en la Reforma Agraria, que entregó la tierra a los que la trabajaban; en la nacionalización —bajo el control popular y obrero de la UGT y la CNT— de la banca y la gran industria. El Frente Popular sentó las bases po­lítico-sociales para la lucha armada contra el fascismo. De hecho, la España republicana fue una democracia antifeudal y antioligárquica, un régimen de transición que si no era todavía el socialismo, tampoco era ya el capitalismo.»

Pero aparte de esta formidable experiencia política y social, una de las enseñanzas más importantes para el movimiento obrero es el proceso unitario que se fue verificando entre las diferentes centrales sindicales y en el que la guerra actuó como crisol, acercando posi­ciones que en otro tiempo parecían irreductibles. En efecto, en una reunión celebrada en agosto de 1938 en­tre las direcciones del PCE y de la CNT, se llegó a es­tablecer el siguiente comunicado: «Después de aclara­ciones mutuas, los reunidos estuvieron de acuerdo en establecer las condiciones para una acción común en­tre el PCE, la CNT y todas las organizaciones antifascistas.»

El dirigente socialista Araquistáin formulaba estos problemas de la siguiente manera en aquella época: «Se ha radicalizado el Partido Socialista, como lo prue­ba el proyecto de reforma que aprobó en marzo de 1936 la Agrupación Socialista Madrileña. Se han radicalizado también la UGT en lo político y en lo sindical, adscribiéndose en la mayoría de los sindicatos al socialis­mo revolucionario ya, aceptando la misión revoluciona­ria que, a juicio de Marx y Lenin, corresponde a los sindicatos en el período de transición del capitalismo al socialismo. Se ha socializado la CNT, en el sentido de reconocer la necesidad del Estado como instrumento de lucha y consolidación de las conquistas revoluciona­rias en el interior y el exterior del país.»

Partiendo de que un año de revolución enseña más que cien de teoría, nunca aprenderemos bastante de esos treinta y dos meses de lucha con un contenido y una riqueza de formas que constituyen una de las prin­cipales fuentes de estudio en lo que al movimiento sin­dical se refiere.

La presión de los acontecimientos demostró que los principios mantenidos por el anarquismo no se adaptaban a la realidad revolucionaria española y a las ne­cesidades de las masas. Precisamente esto fue lo que hizo que los llamamientos de la AIT anarquista, pidien­do a la CNT, en junio de 1937, que «abandonara toda participación en los Gobiernos, central y autónomos» no tuvieran éxito. En la CNT se crearon dos corrientes principales. Una de ellas mayoritaria, con el Comité Nacional y su secretario Mariano R. Vázquez —que llegó a decir que «precisamos arrojar nuestros bagajes literarios y filosóficos que son un lastre...»— a la ca­beza, aceptaba las tesis del mando único en el Ejército y en el Estado en el que participaban, así como que la tierra se diera al que la trabajaba, para que decidiera cómo había de trabajarla, si colectiva o individualmente; a la vez consideraban necesario exigir disciplina y rendimiento en el trabajo.

Pero un punto decisivo en el camino de la Unidad Sindical —que hubiera culminado en la creación de una Central Sindical Única de haber durado más la gue­rra o haber triunfado la República— fue el Pacto de Alianza Sindical, entre la UGT y la CNT, del 18 de mar­zo de 1938. Ese acuerdo hacía que las relaciones entre las dos centrales sindicales se estrecharan mucho más, creándose además entre las dos un Comité de Enlace y Vigilancia del Pacto. Se acordó sostener la política de guerra del Gobierno y del Frente Popular, ingresan­do la CNT en aquél, al igual que la UGT tenía su re­presentante en el Gobierno. Aproximándose todos a posiciones de principio más justas y adaptadas a la realidad, las condiciones para la fusión de ambas orga­nizaciones sindicales maduraban con rapidez.

Peiró, que fue ministro de la CNT, escribió al res­pecto: «Es difícil reconocer en los textos —del Pacto UGT-CNT— algo del espíritu confederal anterior a la guerra», pero podríamos añadir que en eso textos, sí es posible reconocer las mejores tradiciones de lucha de los militantes heroicos del anarcosindicalismo y del ugetismo, junto a la experiencia y madurez del movi­miento revolucionario que caminaba firmemente hacia adelante, después de despojarse de los «lastres» de la «literatura y filosofía» de que hablaba Mariano R. Vázquez.

A través de un proceso complejo y largo, los traba­jadores del campo y la ciudad, los heroicos obreros y campesinos de los pueblos del Estado español, estaban a punto de crear un movimiento obrero sindical de ma­sas, unitario y revolucionario. Un siglo de heroicos combates de la clase obrera española estuvieron a pun­to de culminar, a través del crisol de la guerra y de la lucha de masas revolucionaria. Estos son hechos que quedan para la historia del movimiento obrero y para la historia de nuestros pueblos. Reanudando con ellos, recogiendo las mejores tradiciones del pasado y par­tiendo de presupuestos unitarios y de lucha de masas para conseguir la libertad y acabar con la explotación del hombre por el hombre, las Comisiones Obreras, en condiciones distintas y como movimiento obrero orga­nizado, socio-político, están jugando un papel funda­mental en la historia de España, por acabar hoy con los residuos de la dictadura y por alcanzar mañana objetivos más amplios y correspondientes a los intere­ses de la clase obrera.