Las cosas han salido de un modo muy distinto a como lo esperaban Marx y Engels

 

El mismo 26 de octubre de 1917 Vladímir Uliánov, al parecer presionado por los miembros del CC del partido bolchevique, aceptó cargar con la responsabilidad de la presidencia del Congreso de los Comisarios del Pueblo, cargo en el que fue ratificado por el Congreso panruso de los soviets reunido en esa misma fecha. Cuando pronunció sus dos primeros discursos en aquel Congreso, uno sobre la paz y otro sobre la tierra, las previsiones hechas a finales de septiembre acerca de las posibilidades de la insurrección se habían cumplido: soldados y obreros habían ocupado el Palacio de Invierno de Pe­trogrado con gran facilidad, encontrando una resistencia incluso menor que la esperada; el gobierno de Kerenski caía como desplomado sin otra fuerza que la que le daban algunos núcleos del ejército en puntos aislados del inmenso país. De hecho hasta algunos meses des­pués esas fuerzas del antiguo régimen, paralizadas por la sorpresa y por la propia debilidad, no lograrían reorganizarse contra el poder de los soviets provocando la guerra civil. El momento, la oportunidad para la toma del poder había sido, pues, bien elegido de acuerdo con una de aquellas reglas que Lenin consideraba elementales en el arte de la insurrección. Para Rusia empieza una historia nueva marcada, sin duda, por la emulación pero también erizada de enormes dificultades. En la vida de Lenin se abre otra etapa, la del estadista.

Tanto el Lenin estadista como los otros principales dirigentes bolcheviques volverían luego muchas veces su memoria, en ocasiones deformada por las luchas del momento, sobre los acontecimientos de aquellos días decisivos de octubre. En la hora de la discusión del nuevo programa del PC (b) hubo incluso quien pro­puso discutir qué fecha había que tomar como comienzo de la revolución proletaria rusa. Lenin —y ese es un rasgo muy característico suyo ante la historia— se negó sistemáticamente a que los dirigentes bolcheviques se convirtieran en historiadores de su propia revolución y en 1922, con ocasión del XI Congreso del partido, dedicó una buena parte de sus sarcasmos precisamente a los historiadores. En su opinión, la tarea de los bolcheviques no era mirar hacia atrás sino siempre hacia adelante reservando los esfuerzos esenciales a resolver los problemas pendientes. Pese a lo cual, también él mismo se ocupó de aquellos acontecimientos, aunque siempre con la óptica del político revolucionario que busca en el pasado las lecciones de la historia para el futuro in­mediato. Por lo general su versión más repetida al respecto fue ésta: la revolución proletaria rusa sólo fue po­sible por la feliz coincidencia de toda una serie de hechos favorables, como la evolución de la guerra mun­dial, el estallido de la protesta campesina contra el gobierno de Kerenski, la desarticulación del ejército ruso, la implantación de los bolcheviques en los soviets y en los principales centros urbanos industriales, las divisiones internas de social-revolucionarios y menchevi­ques... Esto es, un cúmulo de circunstancias difícil­mente repetibles en otra coyuntura y, desde luego, de mucha más difícil realización en cualquiera de los países europeo-occidentales minados entonces por la crisis revolucionaria.

Pero si no se quiere idealizar la concepción de Lenin en este punto conviene añadir que no de todos sus textos hasta 1921 se desprende una visión tan equilibrada de la propia historia. Hay en sus discursos e informes de 1918, por ejemplo, excelentes apreciaciones retros­pectivas, sobre la consciencia política de las mayorías y sobre la enorme importancia que tuvo para el proceso revolucionario la capacidad de organización autónoma de éstas. Así en un paso de su informe al VII Congreso urgente del PC (b): «La República Soviética de Rusia surgió de golpe y con tanta facilidad porque en febrero de 1917 las masas crearon los soviets, antes incluso de que ningún partido hubiera tenido siquiera tiempo de lanzar esta consigna. Ha sido el mismo genio creador del pueblo el que ha creado esta forma de poder pro­letario». Apreciación ésta que en esa oportunidad le lle­va a ser muy cauto acerca de organizaciones aparente­mente idénticas a los soviets surgidas de la lucha de clases en la Europa occidental, por lo que contestando a Bujárin, que se había referido a la experiencia de los comités de delegados de fábrica ingleses, quiere dejar constancia de que éstos no son lo mismo que los soviets y añade significativamente: «Crecen, pero aún están en desarrollo intrauterino. Cuando salgan a la luz, ya veremos. No obstante, decir que nosotros regalamos los soviets rusos a los obreros ingleses no soporta si la som­bra de la crítica». Nada de exportación de las experiencias rusas, por tanto.

Pero junto a esas muestras de sensibilidad ante la particularidad histórica de la revolución rusa o junto a apreciables destellos de una buena “sociología electoral”, como la contenida en su artículo acerca de “Las elecciones a la Asamblea Constituyente y la dictadura del proletariado”, no es difícil descubrir en el Lenin estadista una cierta glorificación de las excelencias del poder en sí, del poder sin más. En ese mismo artículo citado, sin ir más lejos, después de dar una interpre­tación plausible de ese hecho a primera vista sorpren­dente como es el que los bolcheviques se hicieran con el poder desde la situación minoritaria que indica su porcentaje del 25% de los votos emitidos en las elecciones de octubre (frente al 48 % de los socialistas revolucionarios que sumados al 6% de los votos mencheviques constituían la mayoría absoluta), en ese mismo artículo, digo, se puede encontrar a continuación un tratamiento de la relación masas/poder ciertamente inquietante. En efecto, el análisis pormenorizado de la realidad existente por debajo de aquel 25% (mayoría real de los bolcheviques en las dos ciudades más importantes, mayoría en el ejército y, sobre todo, hegemonía absoluta en los cuerpos armados de las capitales o en los frentes próximos a ellas) explica el aparente milagro de la toma del poder. Pero eso —argumenta Lenin— sería insuficiente para comprender por qué razón se mantuvieron los bolcheviques en el poder. He aquí la razón: arrebatar, inmediatamente después de la toma del poder, «unas horas después de la toma del poder», y utilizando el instrumento que ese mismo poder representa, la masa mayoritaria de partidarios que hasta entonces seguían a las otras formaciones pequeño-burguesas (en especial los campesinos)[1].

¡Como si la opinión política, la consciencia, la psicología de masas enormes trabajadas durante lustros por sus propios intereses de clase pudiera cambiar de golpe por el mero hecho del traspaso del poder de unas manos a otras! No era ésa, desde luego, la concepción del poder estatal defendida por Lenin en El estado y la revolución. Pero así fue, en parte, la realidad, o al menos ése fue el intento de Lenin en su primer acto como estadista: ganarse desde el poder, antes incluso de que el nuevo estado hubiera empezado a ser construido, a las masas campesinas proponiendo un decreto sobre la tierra literalmente tomado del programa agrario del gobierno derrotado, es decir, de los socialistas revolu­cionarios. A quienes en aquella histórica sesión del II Congreso panruso de los Soviets le llamaron la atención sobre la contradicción o el oportunismo existente entre, de un lado, derrocar a un gobierno pequeñoburgués y, de otro, aceptar sin más su programa en una cuestión tan esencial como la reforma agraria, Vladímir Uliánov les contesta inmediatamente que «no podemos dar de lado la decisión de las masas populares, aunque no estemos de acuerdo con ella» y que «la vida nos obligará a acercarnos en el terreno común de la iniciativa revolucionaria, en la elaboración de las nuevas formas estatales». ¿Aceptar los mandatos de los gobernados o elevar la consciencia de éstos a los objetivos de la clase gobernante?

Ahí estaba ya la contradicción básica de la revolución de octubre, el problema de una revolución proletaria en un país de campesinos. ¿Puede ser socialista una revolución en esas circunstancias? Es posible el socialismo en ese mar de campesinos, de nacionalidades y culturas tan diversas, de abigarrado entremezclarse de formas de producir y de pensar tan diferentes como las de los kirguizes, uzbekos, tadzhikos y turkmenos, por un lado, y la del proletariado industrial ruso, extremadamente concentrado en unos cuantos núcleos fabriles, por otro? O más difícil aún: ¿Es posible construir el socialismo en esa abigarrada mezcla de formas de producir, nacio­nalidades, culturas, religiones y clases diferentes partiendo encima de la ruina económica? Se comprende que ante una pregunta como ésa un revolucionario como Bujárin, que había estudiado economía marxista, que buscaba en todo la coherencia lógica del sistema y para quien la realidad tenía que adaptarse a los princi­pios de la teoría, perdiera los nervios y suscribiera aquello de en interés de la revolución internacional con­sideramos conveniente aceptar la posibilidad de la pérdida del poder soviético. Pues ¿no era mejor desistir en Rusia, pasar a engrosar los ejércitos internacionales del proletariado y esperar a que la revolución se hubiera realizado canónicamente en los países avanzados del occidente capitalista?

«Peregrino y monstruoso», contesta Lenin. Pero por segunda vez desde abril de 1917 la izquierda bolchevique le había tomado la palabra. ¿No había dicho él mismo que una vez conquistado el poder los bolcheviques desencadenarían una guerra revolucionaria contra el imperialismo? En efecto, algo así había dicho en los días de preparación de la insurrección al dar respuesta precisamente a la pregunta de si los bolcheviques podrían mantenerse en el poder:

Por último, nuestro partido es el único que, si triunfa en la insurrección, puede salvar a Petrogrado, pues si nuestra oferta de paz es rechazada y no se concede ni siquiera un armisticio, nos convertiremos en “defensistas”, nos pondremos a la cabeza de los partidos de la guerra, nos convertiremos en el partido de guerra más encarnizado de todos los partidos, y libraremos una guerra verdaderamente revolucionaria. Despojaremos a los capitalistas de todo el pan y de todas las botas. No les dejaremos más que migajas, no les daremos más que alpargatas. Y envia­remos al frente todo el calzado y todo el pan...[2].

 

Optimismo de la voluntad. Luego, en 1918, 1919, se impone el pesimismo de la inteligencia. Pero, ¿es posi­ble el socialismo en esas condiciones?

De la misma manera que en abril de 1917, ante la mayoría socialdemócrata de los soviets que comentaba la inexistencia de un partido de gobierno alternativo, Lenin había lanzado el desafío —«¡ese partido existe, es el partido bolchevique!»— entonces recibido con sonrisas autosuficientes por sus adversarios; de la misma manera que en septiembre se había adelantado a sus camaradas proclamando la posibilidad de la insurrec­ción y amenazando con la renuncia a su cargo en el CC si no se cumplían sus orientaciones, así también en 1918, en 1919, no duda en afirmar que, pese a todas las dificultades, pese a la contradicción existente entre la coherencia formal de la teoría y la ruina económica de Rusia, es posible construir el socialismo. Con varias condiciones, sin embargo. Primera: el triunfo de la revolución socialista en occidente y particularmente en Alemania. Pero ésta no puede ser, para Lenin, una con­dición absoluta. Si la revolución socialista no llega a cuajar en la Europa occidental «estamos perdidos» —argumenta—, pero si se condiciona todo a esa victoria ni siquiera cabe discutir sobre el socialismo porque antes se habrá perdido hasta la posibilidad misma. Por tanto, mientras el peligro principal sea la ocupación de Rusia por los ejércitos alemanes, sólo hay una salida: la retirada para ganar tiempo, «defender la pa­tria socialista» no mediante una guerra revolucionaria para la que no que existen condiciones, sino mediante una retirada estratégica.

El lenguaje del Lenin estadista empieza a cambiar. “La patria socialista”, subrayan con ironía los comunistas de izquierda; “la patria”, en un marxista que ha estado repitiendo durante años, contra reformistas y nacionalistas de la II Internacional, que los obreros no tienen patria. “La patria socialista” en un país —objeta la izquierda— en el que hasta el poder de los soviets es ya una pura formalidad, decretos-ley inaplicables en la práctica. “La patria socialista”, comentan irónicamente la derecha y el centro de la socialdemocracia alemana para añadir, otra vez citando a Marx, sus ar­gumentos de siempre: la revolución rusa no puede ser sino burguesa, los bolcheviques se han precipitado y ahora pagan las consecuencias volviendo al redil del marxismo ortodoxo; lanzaban acusaciones contra los “socialpatriotas” y ahora ha resultado que los socialpatriotas son ellos mismos. Lenin prefiere subrayar el adjetivo: la patria socialista. Socialista, sí. Pero para ello hay que coger el toro por los cuernos, decir la verdad y revisar una vez más la teoría, razonar como el campesino, esto es, con el realismo del estadista, y no “como los hidalgos cervantinos que confunden molinos de viento con castillos”.

De ahí la segunda condición: atenerse a los hechos, no soñar, no creer en cuentos. Eso implica para Lenin reconocer de entrada que la historia ha seguido un camino no previsto en la teoría. Al contrario de lo que se pensaba, la revolución socialista ha resultado más difícil precisamente en aquellos países en los que más habían madurado las condiciones económicas para ello: «las cosas resultaron de modo muy distinto a cómo lo esperaban Marx y Engels. La revolución en Europa aca­bará estallando, pero habrá que esperar». Plausiblemente —argumenta— el movimiento empezará con más facilidad en los países “que no figuran entre los explo­tadores”, no en los países imperialistas, por tanto. La actualidad de la revolución proletaria es un hecho, pero un hecho solamente aceptable si no se entiende esto como una consigna para su aplicación inmediata sino como la caracterización de toda una época histórica que puede ser más o menos larga y sobre cuyas fechas no se pueden hacer previsiones. La guerra mundial, concluye Lenin, ha cambiado el curso de la historia.

Es muy notable, por la finura de la percepción, lo tempranamente que llegó Lenin a captar la importancia del giro histórico que los años de la guerra imperialista iban a representar. En esa finura de percepción hay, sin duda, el desesperado bracear del hombre que está a punto de ahogarse y trata de salvar la vida, pero también la reflexión teórica del estratega que ha hecho un mal cálculo sobre las fuerzas del enemigo y sabe co­rregir a tiempo, en la retirada, la evaluación de las propias fuerzas y las del adversario. Ya a principios de marzo de 1918 se encuentran en su obra muestras de ambas cosas cuando analiza el problema central de la revolución rusa, su relación con las revoluciones socia­listas en la Europa del capitalismo maduro. Muestra del braceo desesperado: la exageración de la facilidad con que se puede iniciar una revolución socialista en países atrasados (idealizando el proceso mismo de la revolución rusa). «Tan fácil como levantar una pluma», afirma Lenin polémicamente. Pero muestras también del grado de reflexión sobre la situación en el campo adversario: «En un país donde el capitalismo se ha desarrollado y ha dado una cultura democrática y una organización que alcanzaba hasta el último hombre, co­menzar la revolución sin la debida preparación es un desacierto, es un absurdo»[3].

Eso significa que «la historia nos ha pegado muy fuerte en nuestras esperanzas» y que, al retrasarse la revolución europea, «nos esperan las derrotas más du­ras». ¿Qué tipo de socialismo, pues, cabe en las ruinas rusas si no triunfa la revolución en Alemania? Al res­ponder a ese interrogante, pasado ya el peligro de la ocupación por los ejércitos imperialistas, pero todavía con la espada de Damocles de la intervención interna­cional, y las consecuencias de la guerra civil sobre la cabeza, Lenin piensa que tampoco en este caso son los bolcheviques quienes revisan a Marx sino la historia, la cual, al refutar esperanzas elementales basadas en principios centrales de la teoría, obliga a los hombres que construyen algo nuevo a reflexionar a la vez más acá de Marx y más allá de Marx, por así decirlo. Más allá de Marx porque éste nada pudo decir acerca de las tareas concretas de la construcción del socialismo en un país pobre, atrasado económicamente y culturalmen­te, como era la Rusia de entonces. Y más acá de Marx porque, precisamente debido a esos condicionamientos de partida, ni siquiera puede llegarse a la altura de los principios generales, de las máximas jurídicas mediante las cuales aquél caracterizaba la fase de transición des­de el capitalismo al comunismo. Y en este sentido po­dría decirse también que más acá del propio Lenin teórico de la revolución y del estado en septiembre de 1917. Ésa sería a partir de entonces la contradicción central de la construcción del socialismo en Rusia y, por paradójica extensión —consecuencia ella también del desenlace de la guerra mundial— la contradicción central igualmente de la lucha revolucionaria en el oc­cidente europeo. Lucha, esta última, encerrada desde entonces entre los dos fuegos simbolizados por el más acá de Marx que eran las realidades rusas y el más allá de Marx como esperanza derrotada. De un lado, la “re­volución contra El Capital”; de otro, El Capital contra la revolución.

Fruto de esa contrictoria situación ruso-internacio­nal son las dos versiones dadas por Lenin del estado, de la política y de la economía del sistema soviético. La primera ampliamente argumentada en sus años de esta­dista (1918-1921) y la segunda apenas esbozada desde que en el invierno de 1921 la enfermedad le obligó a retirarse parcialmente de las tareas de estadista y, con ello, a ver con un cierto distanciamiento el tipo de estado que se estaba construyendo en Rusia, la situación del movimiento comunista internacional y las “pequeñas cosas” cotidianas de la administración y del partido.

En la primera de esas fases el pensamiento de Lenin se caracteriza parcialmente por hacer de necesidad virtud. En su opinión, si bien el poder de los soviets no cumplía canónicamente con la idea de la dictadura pro­letaria como fase de transición al comunismo se acercaba a ella. Incluso en el reconocimiento de aquellas medidas, instituciones o situaciones concretas que evi­dentemente se apartaban del modelo esbozado por la Comuna de París en 1871. Este reconocimiento explícito de la desviación temporal respecto de los principios, al hacer de necesidad virtud, es lo que diferencia sustancialmente el talante intelectual y político de Lenin de lo que luego sería norma bajo el poder de Stalin: la glo­rificación de todas las necesidades como virtudes. Por ejemplo, Lenin no dice —como se hará luego— que ten­ga que haber varias fases o etapas previas a la cons­trucción del socialismo porque los rusos las estén pa­sando, sino que argumenta más sencillamente y con más verdad: los rusos se encuentran forzadamente en la primera etapa de la construcción del socialismo y probablemente tendrán que pasar por otras en las que no puede hablarse todavía de socialismo propiamente dicho.

Con esa importante salvedad hay que reconocer, sin embargo, que el concepto de “dictadura del proletaria­do” utilizado en 1918-1919 por Lenin se aparta conside­rablemente de la versión sugerida por Marx y desarro­llada por el propio Lenin en El estado y la revolución. Cierto es que para justificar esa desviación o, mejor dicho, para ocultar esa desviación emplea argumentos fuertes: no se puede estar a favor de la dictadura del proletariado en la teoría y asustarse ante lo que la dic­tadura significa de hecho, en la práctica; esa constante división del alma es, para el Lenin estadista, propia de los intelectuales pequeñoburgueses siempre vacilantes y blandos, aunque éstos hayan dado en otros casos pruebas de innegable valentía revolucionaria como Nicolai Bujárin. Pero ese argumento es un adorno polémico. En efecto, cuando a mediados de 1918 se publica El Estado y la revolución, Bujárin, entonces principal figu­ra de la corriente de izquierda en el partido bolchevique, comenta la obra muy favorablemente. Lenin, polé­micamente, le contesta con un exabrupto, le acusa de quedarse mirando el pasado (a los aspectos libertarios de El Estado y la revolución), de no ver el futuro y de olvidar que en aquella obra suya cuando se habla de dictadura del proletariado se hacía referencia también a la “dictadura sobre los obreros corrompidos por el capitalismo”[4]. Bujárin y la izquierda olvidaban, efectivamente, ese “también”, pero el Lenin estadista parece olvidar que ese “también” no era la sustancia de El estado y la revolución, sino que, por el contrario, la sustancia del tipo de poder allí propugnado era la exten­sión y la ampliación máxima de las libertades para el proletariado como clase.

Esta desviación o deformación es más patente aún en el informe de Vladímir Uliánov titulado Las tareas inmediatas del poder soviético, el cual constituye preci­samente uno de los trabajos suyos más meditados de este período y en el que intenta definir con mayor con­creción el tipo de economía y el tipo de estado existen­tes en el país. Allí recoge Lenin la formulación de Marx acerca de la dictadura del proletariado, argumenta las razones por las cuales ésta es imprescindible en toda transición del capitalismo al socialismo, y añade: «Pero la palabra dictadura es una gran palabra. Y las grandes palabras no deben ser lanzadas a voleo». Hay que ver, por tanto, qué quiere significarse con la palabra. A con­tinuación recuerda la naturaleza dictatorial de todo po­der, de todo estado desde el punto de vista de clase, pasando luego a argumentar, en otro plano, por qué no existe absolutamente ninguna contradicción de principio “entre la democracia soviética (es decir, socialista) y el ejercicio del poder dictatorial por determinadas personas”. Todo el resto de su razonamiento es una identificación de dos cosas, obviamente, distintas: la dictadura del proletariado como forma política, estatal, de la transición de un modo de producir a otro (del capitalismo al socialismo o, dicho con más propiedad, al comunismo) y la dictadura unipersonal de los dirigentes sobre los dirigidos dentro y fuera del proceso mismo de producción. En este último sentido, presentado por Lenin como una concreción práctica del primero (pero que es en realidad una deformación eviden­te del mismo) tienen que entenderse frases del tenor siguiente: “subordinar la voluntad de miles de hombres a la de uno solo”, “subordinación incondicional de las masas a la voluntad única de los dirigentes del proceso de trabajo”, “subordinación incondicional a las órdenes personales de los representantes del Poder soviético en las horas de trabajo”, etc.

Hacer de la necesidad virtud, pues. Pero esa necesidad es lo contrario del autogobierno de los trabajado­res, esa necesidad es ya la dictadura sobre el proletariado, nada que tenga mucho que ver, por tanto, con el socialismo. Y, efectivamente, en ese mismo texto se revela el origen de una dictadura así entendida, la base material de la deformación de la democracia obrera: el capitalismo de estado, una fase del modo capitalista de producir al que en Rusia no se ha llegado todavía pero al que, según Lenin, hay que tender, puesto que ese capitalismo de estado es “la antesala del socialismo” y conlleva ya elementos propios de la nueva formación social. Modelos del mismo son para Lenin la alta capacidad técnica, el sometimiento del obrero alemán a la disciplina del trabajo, y el sistema Taylor puesto en funcionamiento en las empresas punta norteamericanas.

La forma conservadora y explotadora, causa directa de numerosas alienaciones, que es propia de ese modo de producir y de ese tipo de organización del trabajo, se salvarían en Rusia, tomando un contenido presuntamente revolucionario, gracias al poder de los soviets, gracias a la sobrestructura política. En esa perspectiva, la superación del atraso secular, de la “incultura y de la falta de disciplina del ruso como productor” sólo podría superarse aprendiendo de los alemanes y de los norteamericanos, de la misma manera que el vínculo entre la revolución rusa y la revolución mundial estaría en la enseñanza mutua: los rusos enseñan a los obreros alemanes y norteamericanos el ejemplo del soviet y re­ciben como enseñanza la disciplina en la producción, la cultura técnica, la organización científica del trabajo. De ahí la fórmula “socialismo = soviets + electrificación”[5].

El hecho de que aparezcan juntas, en un mismo texto, la teorización degradada de la dictadura del proletariado y la justificación acrítica del capitalismo de estado no puede ser una casualidad. Es la consecuencia directa del intento de construcción del socialismo en la miseria, en la ruina económica. En ello puede verse una muestra más de la valoración unilateral por Lenin de la civilización técnica característica de los países en los que, según la teoría, el socialismo “está maduro”. Pero hay que ver también en esa coincidencia el esfuerzo del estadista, del político práctico, por encontrar la forma de sacar del hambre y de la miseria a miles de campesinos. En cualquier caso, sería erróneo sacar de ahí la impresión de que éste fue el modelo de transición al socialismo en que Lenin pensó siempre. Para disipar esa impresión conviene hacer un par de precisiones. En primer lugar, que ya antes de la revolución, antes de la toma del poder, Lenin había escrito sobre el capitalismo de estado como antesala del socialismo, aunque entonces confiando una misión, un papel más directamente creador y liberador a los soviets, un papel, por tanto, distinto de ese rígido sometimiento de las voluntades de las masas a la dictadura de los dirigentes que se teoriza en 1918. Además, antes de la revolución, con­cretamente en “la catástrofe que nos amenaza”, relacionaba el tipo de economía característico del capitalismo de estado con la democracia revolucionaria (bur­guesa todavía). En segundo lugar, que junto al disciplinado sometimiento de las voluntades a la dictadura unipersonal en la fábrica, Lenin habla en 1918 del debate de masas garantizado por las leyes soviéticas, esto es, de la corrección jurídica de los excesos despóticos sobre el proletariado.

Unos meses después Lenin añadiría a ese esquema, como tantas otras veces, la consciencia de la paradoja: hay que atreverse a pensar la aparente contradicción de un capitalismo de estado distinto de los capitalismos de estado hasta entonces conocidos, un capitalismo de estado que, por así decirlo, se desarrolla bajo la domi­nación del proletariado en un régimen que ha abolido ya en buena parte la propiedad privada de los medios de producción y en el que los capitalistas y los técnicos o especialistas burgueses ocupan un lugar subordinado, dependiente. La sociedad rusa es, pues, para Lenin un principio de capitalismo de estado que es, a su vez, el principio del socialismo. En cierto modo, ésa es, otra vez, la paradoja de 1905, la paradoja de Dos Tácticas. Ratificada también en este caso por la comparación con las revoluciones del occidente de Europa: «Si tomamos como punto de comparación las revoluciones de la Europa occidental —escribe Lenin— nosotros nos encontramos aproximadamente en el nivel alcanzado en 1783 y en 1871». Desde el punto de vista político, jacobinismo que aspira, luchando contra la realidad socio- cultural, a realizar los principios de la Comuna de Pa­rís; desde el punto de vista económico, un plan que ponga a Rusia a la altura de las conquistas alemanas y norteamericanas, para lo cual no hay más remedio que hacer concesiones a los técnicos y especialistas burgueses rusos.

Pero vista con un poco más de distanciamiento la realidad resulta menos virtuosa. En el invierno de 1921 Lenin se siente enfermo. Esta vez no es una simple depresión pasajera como las de 1908 o 1910, sino algo más serio. No logra recuperarse de las heridas sufridas por las balas que le disparara Fanny Kaplan en el atentado de 1918; se toma unas vacaciones que se van prolongando durante algunas semanas; se entusiasma con la idea de ir a Génova para participar en la conferencia de jefes de estado sobre los problemas económicos de Europa. No pudo ir, aunque siguió de cerca la actividad de los representantes soviéticos. En cambio sí pudo redactar y leer el informe político del CC al XI Congreso del PC (b), el día 27 de marzo de 1922. Entre tanto la nueva política económica, presentada como otra reti­rada estratégica por las numerosas concesiones que en ella se hacían tanto al capitalismo ruso como al capital internacional, seguía su marcha ya con un año de existencia.

Se ha dicho muchas veces que aquel discurso de Lenin en el XI Congreso señalaba el comienzo de una nueva fase en su vida política, la cual quedó inconclusa. Y es cierto. Incluso desde el punto de vista formal, por la construcción del mismo, ese discurso se parece poco a las piezas oratorias del Lenin estadista en otras oportunidades. El hombre que siempre evitaba la anécdota para ir recto a lo esencial, que evitaba las divagaciones pro­pias y cortaba con aspereza las divagaciones de los demás, insiste ahora una y otra vez precisamente en aquel tipo de hechos que en otros momentos le hubieran pare­cido anecdóticos secundarios. Empieza hablando sobre Génova pero enseguida dice que, pese a ser la cuestión más palpitante del momento, eso no es lo esencial ni va a ser el centro de su discurso. Y ya en el segundo párrafo empiezan los sarcasmos sobre la situación del país, sobre la política que se está haciendo, sobre el estado que se está construyendo. Más que un informe ese discurso parece, por su tono coloquial y por su contenido, una confesión. Y, efectivamente, la palabra “confesión” es la que Lenin utilizó aquel día.

Una confesión en la que a lo largo de las casi cua­renta páginas que ocupa el texto escrito se repite cinco o seis veces esta frase: “Hay que volver a empezar desde el principio”. Y otras tantas esta otra: “Hay que ponerse a estudiar”. Una desagradable confesión —dijo Lenin en aquella oportunidad— necesaria para salir de una situación de estancamiento. La crítica, o la autocrítica, tiene como objeto directo el funcionamiento de la administración en el plano de la economía, la aplicación de la nueva política económica, pero alcanza al conjunto del aparato estatal y en primer lugar a los propios funcionarios del partido. Ninguna concesión, en cambio, a los socialdemócratas de la II Internacional que se jactaban de haber predicho las catástrofes que se avecinaban en Rusia. Para ésos, que traicionaron la revolución en sus países y dedicaron sus principales es­fuerzos a criticar a la república de los soviets acusán­dola de “dictadura omnímoda”, tiene Lenin las palabras de desprecio de otras veces. Pero al mismo tiempo no deja de subrayar la importancia que adquiere el escu­char las críticas de los enemigos de siempre, porque, efectivamente, “la historia da muchas vueltas” y no puede descartarse el que poder de los soviets “acabe convirtiéndose en un vulgar poder burgués”.

Esa autocrítica enlaza, desde luego, con anteriores alusiones de Lenin al peligro de burocratización del aparato estatal. Pero en 1922 no se trata de alusiones: la sociedad rusa se halla en una texitura sin precedentes en la historia, «ha saltado de los raíles del capitalismo y no ha entrado aún en los nuevos raíles» porque no puede existir todavía una base socialista. El capitalismo de estado y su concreción en la nueva política económica constituye ahora para Lenin solamente “una exploración” a la que el gobierno de los soviets se ve obligado por el hecho de que los clásicos del socialismo no pudieron decir nada sobre eso. Y, sin embargo, el obstáculo para llegar al socialismo no está únicamente en la base material de la sociedad, entendida ésta en un sentido económico estrecho, sino que hay que buscarlo también en las bases espirituales, en la formación de los hombres. De ahí brota la pregunta central del informe: “¿Qué es lo que falta?” A juicio de Lenin, falta cultura, capacitación, instrucción.

Tampoco es la primera vez que dice esto. Pero a diferencia de otras ocasiones, al hablar de la falta de cultura e instrucción, no se refiere al pueblo en general, a las masas, sino a los dirigentes, a los miembros del partido comunista, a los principales funcionarios: «No toda la clave está,en el poder político, sino en saber dirigir... en los hombres, en la selección de los hom­bres». De donde concluye: «Sólo podremos gobernar si sabemos expresar con acierto lo que el pueblo piensa. Sin esto toda la máquina se desmoronará». Una impor­tante rectificación, como se ve, de su idea sobre la relación entre masas y dirigentes expresada en el Congreso de 1918. Ya no se trata del “sometimiento incondicional de las masas a la dictadura unipersonal de los dirigentes”; al contrario, se trata de que los dirigentes sean capaces de captar e interpretar el pensamiento de los ciudadanos, esto es, del campesinado y de los obreros.

La cultura y la instrucción: ésas serían las banderas bajo las cuales libraría Lenin en los meses siguientes el último combate de su vida[6] en el partido. No es fácil decir con precisión hacia dónde se orientaba ese com­bate que el progreso de la enfermedad y el intento de desplazar a Stalin (ya secretario general del partido), conspirando a espaldas de los médicos y del comité central con la colaboración de familiares y secretarias, acabarían convirtiendo en tragedia. Pero sí es posible señalar, en cambio, algunos de los puntos necesitados de rectificación según el último Lenin.

En primer lugar, acentuación de la particularidad histórica de la revolución rusa respecto de todas las revoluciones europeas anteriores. Esa acentuación no implica la aceptación de la crítica según la cual “Rusia no estaba madura para el socialismo”, sino la confirma­ción de que es posible llegar al socialismo por un camino distinto del previsto, “con ciertas correcciones abso­lutamente insignificantes desde el punto de vista de la historia universal”. Implica, en cambio, una rectifica­ción de la estructura orgánica de los partidos comunis­tas de la Europa occidental, de los métodos de actua­ción y del contenido de la labor de los mismos, todo lo cual —según palabras de Lenin en el IV Congreso de la Internacional Comunista— “ha estado supersaturado de espíritu ruso”.

En segundo lugar, cambio del centro de gravedad de las tareas de la revolución rusa. Ese centro de gravedad se situaría en la lucha por superar la “incultura semiasiática”, dominante en el país, a través de una “revolución cultural” que Lenin entiende como toda una fase histórica nueva. Elementos de esta segunda rectificación serían: el reconocimiento autocrítico de que la necesidad de utilizar a los especialistas burgueses, pagándoles sueldos muy superiores al medio de un obrero, ha sido una de las causas esenciales de la persistencia en lo fundamental del viejo aparato estatal; la propuesta de modificación de la composición de los órganos centrales del poder; la exigencia de introducir un cambio en las relaciones entre el partido y el aparato estatal; y, finalmente, la búsqueda de un nuevo tipo de relaciones entre ciudad y campo[7].

Lenin tuvo a lo largo de su vida tres obsesiones: el partido, la insurrección y la revolución cultural. Para esta última obsesión suya sólo le quedó tiempo de en­contrar una vieja consigna, repetida constantemente a lo largo de las páginas que pudo escribir en los últimos meses de su vida: estudiar. En el sentido siguiente:

«Estoy convencido de que debemos decir no sólo a los camaradas rusos sino también a los extranjeros que lo más importante del período en que estamos entrando es estudiar. Nosotros estudiamos en sentido general. En cambio, los estudios de ellos deben tener un carácter especial para que lleguen a comprender realmente la organización, la estructura, el método y el contenido de la labor revolucionaria. Si se logra esto, entonces, estoy convencido de ello, las perspectivas de la revolución mundial serán no solamente buenas sino incluso magníficas».



[1] En «Las elecciones a la Asamblea Constituyente y la dictadura del proletariado», trad. castellana, Moscú, Progreso, 1966.

[2] Tal era la opinión manifestada por Lenin en la carta ni CC del 13 de septiembre de 1917, conocida luego con el título tic «El marxismo y la insurrección» (Obras Escogidas, tomo 2, pág. 400). Parece claro que en ese momento Lenin tenía una excesiva esperanza en el desarrollo revolucionario en Alemania o que exageraba esa hipotética evolución positiva para forzar a organizar la insurrección en Rusia a los miembros vacilantes del CC bolchevique.

[3] Véase el informe político presentado en nombre del CC al VII Congreso (urgente) del PC(b), en Obras Escogidas, ed. cit., tomo 2, pág. 624.

[4] La mera comparación de El estado y la revolución y «El infantilismo izquierdista y el espíritu pequeño burgués» (publi­cado en mayo de 1918) prueba el cambio de orientación de Lenin, forzado sin duda por las nuevas circunstancias, sobre la relación entre los obreros y su estado.

[5] «Las tareas inmediatas del poder soviético» (artículo escrito en abril de 1918) apareció en el contexto de una situación internacional muy difícil para el gobierno de los soviets en Rusia. Eso explica seguramente el tono desabrido de algunas expresiones.

[6] Sobre este punto, aquí sólo esbozado, puede verse: Moshé Lewin, El último combate de Lenin, Barcelona, Lumen, 1970 (para la reconstrucción histórica de los últimos meses de vida de Lenin) y Carmen Claudin, Lénine et la révolution culturelle, Mouton, Archontes, 1975 (para la noción de cultura en el último Lenin).

[7] Tales son los temas de los cuatro últimos artículos de Lenin escritos entre enero y marzo de 1923.