Sobre la cuestión del Estado

 

En un texto de cuatro decenas de páginas, publicado en 1967 en el Militante (*), Álvaro Cunhal define la Cuestión del Estado como la Cuestión Central de Cada Revolución.

En ese ensayo retoma una tesis leninista fundamental. 


Al final del siglo XIX, el socialdemócrata alemán Edward Bernstein sustentó que era posible derrotar a la burguesía y transformar radicalmente la sociedad en un marco institucional (el bismarkiano) sin necesidad de una revolución. Para Bernstein «el movimiento (lease reformas) es casi todo». Esa posición, denunciada como oportunista y capituladora por Rosa Luxemburgo y Lenin, señaló el inicio de una ruptura con el marxismo de partidos y organizaciones que hasta ese momento defendían la toma del poder por la clase obrera por la vía revolucionaria.

La destrucción del capitalismo en Rusia tras la Revolución de Octubre, concebida y dirigida por el Partido Bolchevique, no puso fin a la polémica en torno de una cuestión central: ¿es posible construir el socialismo en un país utilizando las instituciones creadas por la burguesía para lograr sus objetivos? 

El golpe de estado de Pinochet (ideado en los EUA) como desenlace sangriento de los Mil Días de la Unidad Popular chilena fue una respuesta de la Historia a aquellos que insistían en defender la «vía pacífica» para la construcción del socialismo utilizando el estado burgués.

Transcurrido un cuarto de siglo, las sucesivas victorias electorales de Hugo Chávez en Venezuela reactualizaron el debate sobre el tema. El fallecimiento prematuro del líder de la Revolución Bolivariana, no solamente confirmó que su evolución estuvo desde el inicio decisivamente condicionada por el factor subjetivo, sino que abre interrogantes acerca del rumbo del proceso.

Álvaro Cunhal recuerda en su trabajo que Lenin insistía que, conquistado el poder, el proletariado no se puede limitar a gestionar el aparato del estado burgués; tiene que destruirlo y sustituirlo por un nuevo Estado.

Es útil recordar que al regresar a Rusia tras la Revolución de Febrero, Lenin se pronunció contra cualquier forma de colaboración con el gobierno del príncipe Lvov. Al exigir en las Tesis de Abril “Todo el Poder para los Soviets”, el gran revolucionario, en un marco de dualidad de poderes, imprimió una alteración súbita en la estrategia del Partido. Meses después, al escribir El Estado y la Revolución, profundizó la crítica a las ilusiones de cooperación con la burguesía (el gobierno de Kerenski), retomando enseñanzas de Marx.

Obviamente que la situación en Europa en este inicio del segundo milenio es muy diferente de la existente en la Rusia de 1917. Pero hay lecciones de la Historia que permanecen vigentes. Álvaro Cunhal pone énfasis en una de ellas en 1967 al recordar que siendo el Estado burgués «un instrumento de dominación de una clase sobre otras clase», será preciso destruirlo y sustituirlo por un Estado diferente, cuando el pueblo conquiste el poder.

No perdió actualidad el lúcido ensayo del añorado secretario general del PCP.

Transcurrido casi medio siglo, en una Europa dominada por el gran capital, cuando muchos partidos comunistas se han socialdemocratizado, persisten en fuerzas y organizaciones progresistas ilusiones sobre la llamada democracia representativa. 

Condenan el imperialismo y el capitalismo, pero, ante la inexistencia a medio plazo de condiciones subjetivas para el surgimiento de situaciones prerevolucionarias, adoptan estrategias reformistas, integradas en el sistema. Actúan como si a través de las instituciones pudiesen un día llegar al gobierno. El Partido de la Izquierda Europea y partidos como la Syriza griega son en la práctica inofensivos para el Estado burgués y sirven a sus objetivos. Practican una forma de oportunismo que se manifiesta inclusive en el lenguaje político de los dirigentes. Admitir por ejemplo que las dictaduras de la burguesía europeas de fachada democrática son formas de democracia política es un grave error.

Obviamente que los partidos que combaten por el socialismo deben participar en los parlamentos y luchar en ellos por reformas revolucionarias. Ya Lenin atribuía importancia a ese tipo de intervención. Pero sin ilusiones. Su función debe ser el combate al sistema, sin la perspectiva de eventual cooperación con partidos burgueses, ni en el parlamento, ni fuera de él. Las reformas de contenido revolucionario son, hay que subrayarlo, inviables en el ámbito de instituciones controladas por el capital.

MARX Y LA CUESTIÓN DEL ESTADO

En una entrevista reciente a una web vasca, Boltxe (en La Haine,18.5.14), comentando la crisis estructural del capitalismo, destaqué el explosivo renacimiento del marxismo. Contrariando profecías de los intelectuales anticomunistas, se multiplican hoy en Europa y en América, los congresos y seminarios sobre la obra y el pensamiento de Karl Marx. En Francia -un ejemplo- el curso sobre Marx en la Sorbonne, promovido por el filósofo e historiador Jean Salem, es un éxito, acompañado en Internet por más de 30.000 personas.

Ese interés de las nuevas generaciones por el marxismo confirma su vitalidad como ideología creadora y dinámica, tal como la concibió Marx -un instrumento revolucionario indispensable a la comprensión del mundo actual y a su transformación a través de luchas contra el capitalismo del siglo XXI. Éste es hoy diferente de aquel que inspiró al autor de El Capital, pero hoy como ayer, la explotación del hombre es condición de su supervivencia. Siendo el capitalismo por su esencia inhumano, no veo para él otra alternativa que no sea el socialismo. 

Como comunista soy consciente de que la palabra socialismo es susceptible de muchas interpretaciones. Las lecciones de la derrota de la Unión Soviética y la transformación de Rusia en un país capitalista nos traen, además, la certeza de que la desaparición del capitalismo no dará origen a un modelo único de socialismo.

En los últimos años surgieron obras muy importantes de filósofos marxistas revolucionarios. Citaré entre otros cuyos trabajos merecen estudio atento, el italiano Doménico Losurdo y el francés Georges Labica.

Ambos, destaco, coinciden con  Álvaro Cunhal en la conclusión de que es indispensable, cuando un partido marxista-leninista toma el poder, destruir por la raíz el Estado burgués. El resultado de la experiencia chilena -nunca está de más recordar esa evidencia– demostró con claridad meridiana la imposibilidad de utilizar con éxito el aparato de Estado creado por la burguesía para imponer un sistema incompatible con los objetivos de ésta. El rumbo de los acontecimientos en la Venezuela Bolivariana y en Bolivia también están confirmando que la denominada «vía pacífica al socialismo» es una tesis romántica.

MARX Y LA EXTINCIÓN DEL ESTADO 

Es sin embargo ilusorio e ingenuo creer que por si sola la destrucción del aparato del Estado burgués resuelve el problema de la construcción, función y naturaleza del Estado socialista. Lenin, tras la victoria de la Revolución de Octubre, alertó al Partido sobre los tremendos desafíos de la transición en el futuro inmediato. 

Losurdo plantea concretamente una cuestión teórica fundamental sobre la transición del capitalismo a una sociedad socialista humanizada, sin explotadores ni explotados. En Marx no se encuentra respuesta a esa cuestión crucial.

Losurdo no critica directamente la tesis marxista de la extinción gradual del Estado. Pero recuerda, con alguna frustración, las respuestas que la Historia dio al tema en sociedades en las cuales partidos comunistas, tomado el poder, iniciaron la construcción del socialismo. El Estado burgués, destruido, fue en ellos sustituido, en un contexto de lucha de clases exacerbada, por un Estado de transición. La meta, distante, era el comunismo tras la construcción del socialismo.

Pero en ninguna de esas experiencias revolucionarias el nuevo Estado edificado por el Partido sobre las ruinas del Estado burgués preexistente se encaminó con el tiempo para la extinción, como preveía Marx. Ocurrió lo contrario. El Estado, por motivos muy diversos, en circunstancias históricas diferentes, se fortaleció continuamente. Eso ocurrió concretamente en La Unión Soviética, en Cuba, en Vietnam. No creo que los errores y desviaciones cometidos por los partidos comunistas de eses tres países -y fueron muchos y graves- puedan haber sido la causa determinante de la no reducción del papel y de la dimensión del Estado socialista. Se asistió, al contrario, a una hipertrofia del Estado.

La explicación de ese fenómeno político, social y económico, algo no previsto por Marx, la encontramos –admito- en el hombre, en la resistencia del ser humano a transformarse a sí mismo en beneficio propio.

La humanidad realizó conquistas prodigiosas en el dominio de la ciencia y de la técnica. La vida es hoy totalmente diferente de lo que era en la Atenas de Pericles. Pero el hombre del Siglo XXI no es mejor ni más inteligente de lo que eran Platón y Aristóteles. El homo sapiens contemporáneo, con sus virtudes, vicios y aspiraciones, no difiere mucho en su capacidad de amar, sentir y luchar del ateniense del siglo V a.C., o del ciudadano de Jerusalén de la época de Jesús.

El hombre nuevo, por ahora, continua siendo una aspiración, un ser mítico, utópico. La aparición rapidísima en la Rusia de Yeltsin de millones de hombres antiguos, con todos los estigmas del capitalismo, requiere reflexión.

La transición del capitalismo al socialismo será mucho más lenta de lo que Karl Marx pronosticó.

En el monstruoso engranaje al servicio del capital que es hoy la Unión Europea, la probabilidad de rupturas revolucionarias en los países periféricos, sometidos al imperialismo europeo,  es mínima en la actual coyuntura incluso en aquellos en los que existen condiciones objetivas favorables.

Esa convicción no implica que los comunistas bajen los brazos en la lucha contra el capitalismo.

La opción comunista exige una disponibilidad permanente para el combate contra el capitalismo como enemigo de la humanidad.

La advertencia de Rosa Luxemburgo sobre la antinomia socialismo o barbarie no perdió actualidad. Está en las manos de la Humanidad optar por su continuidad o extinción.

Las revoluciones no son prefijadas. Tuve el privilegio de ser testigo de algunas y participé modestamente en la luminosa y breve saga del 25 de Abril y en la  lucha por la defensa de sus conquistas.

Sé que mi vida útil se aproxima al final. Pero mi compromiso como comunista no es con el calendario y sí con los principios y valores por los cuales combatí –el ideario que otorgó sentido a mi existencia. 

Veo como ingenua la esperanza de que las revoluciones futuras sean obra de los movimientos sociales. El espontaneismo no hace historia profunda. La lucha de clases continúa siendo el motor de la Historia. Es al partido revolucionario marxista-leninista de nuevo tipo a quien cabe liderarla como vanguardia.

De momento no están creadas las condiciones subjetivas para revoluciones socialistas en el futuro inmediato. Pero el capitalismo no tiene soluciones para salvar de la destrucción su monstruoso proyecto de dominación universal. Está condenado a desaparecer. Entró ya en un lento proceso de implosión.

La marea de la lucha de clases sube. Y la convergencia de muchas luchas en muchos países será fatal para el capitalismo. 

Nota:

(*) Reeditado en 2007, con un prefacio de José Casanova.