Sobre La cuestión judía

Ensayo de 1843 en el que Karl Marx critica el pensamiento del filósofo hegeliano Bruno Bauer y reflexiona sobre las condiciones necesarias para la emancipación de los judíos alemanes. Uno de los primeros textos en que se muestra su evolución hacia posiciones materialistas en el análisis histórico y su separación de las posiciones de los hegelianos de izquierdas.

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I

 

Bruno Bauer,

La cuestión judia.

Braunschweig, 1843

 

Los judíos alemanes aspiran a la emancipación. ¿A qué emancipación aspiran? A la emancipación cívica, a la emancipación política.

Bruno Bauer les contesta: En Alemania, nadie está políticamente emancipado. Nosotros mismos carecemos de Libertad. ¿Cómo vamos a liberaros a vosotros? Vosotros, judíos, sois unos egoístas cuando exigís una emancipación especial para vosotros, como judíos. Como alemanes, debierais laborar por la emancipación política de Alemania y, como hombres, por la emancipación humana, y no sentir el tipo especial de vuestra opresión y de vuestra ignominia como una excepción a la regla, sino, por el contrario, como la confirmación de ésta.

¿O lo que exigen los judíos es, acaso que se les equipare a los súbditos cristianos? Entonces, reconocen la legitimidad del Estado cristiano, reconocen el régimen del sojuzgamiento general. ¿Por qué les desagrada su yugo especial, si les agrada el yugo general? ¿Por qué ha de interesarse el alemán por la liberación del judío, si el judío no se interesa por la liberación del alemán?

El Estado cristiano sólo conoce privilegios. El judío posee, en él, el privilegio de ser judío. Tiene, como judío, derechos de que carecen los cristianos. ¿Por qué aspira a derechos que no tiene y que los cristianos disfrutan?

Cuando el judío pretende que se le emancipe del Estado cristiano, exige que el Estado cristiano abandone su prejuicio religioso. ¿Acaso él, el judío, abandona el suyo? ¿Tiene, entonces, derecho a exigir de otros que abdiquen de su religión?

El Estado cristiano no puede, con arreglo a su esencia, emancipar a los judíos; pero, además, añade Bauer, el judío no puede, con arreglo a su esencia, ser emancipado. Mientras el Estado siga siendo cristiano y el judío judío, ambos serán igualmente incapaces de otorgar la emancipación, el uno, y de recibirla, el otro.

El Estado cristiano sólo puede comportarse con respecto al judío a la manera del Estado cristiano, es decir, a la manera del privilegio, consintiendo que se segregue al judío de entre los demás súbditos, pero haciendo que sienta la presión de las otras esferas mantenidas aparte, y que la sienta con tanta mayor fuerza cuanto mayor sea el antagonismo religioso del judío frente a la religión dominante. Pero tampoco el judío, por su parte, puede comportarse con respeto al Estado más que a la manera judía, es decir, como un extraño al Estado, oponiendo a la nacionalidad real su nacionalidad quimérica y a la ley real su ley ilusoria, creyéndose con derecho a mantenerse al margen de la humanidad, a no participar, por principio, del movimiento histórico, a aferrarse a la esperanza en un futuro que nada tiene que ver con  el futuro general del hombre, considerándose como miembro del pueblo judío y reputando al pueblo judío por el pueblo elegido.

¿A título de qué aspiráis, pues, los judíos a la emancipación? ¿En virtud de vuestra religión? Esta es la enemiga mortal de la religión del Estado. ¿Como ciudadanos? En Alemania no se conoce la ciudadanía. ¿Como hombres? No sois tales hombres, como no lo son tampoco aquellos a quienes apeláis.

Bauer plantea en términos nuevos el problema de la emancipación de los judíos, después de ofrecernos una crítica de los planteamientos y soluciones anteriores del problema. ¿Cuál es, se pregunta, la naturaleza del judío a quien sé trata de emancipar y la del Estado que ha de emanciparlo? Y contesta con una crítica de la religión judaica, analiza la antítesis religiosa entre el judaísmo y el cristianismo y esclarece la esencia del Estado cristiano, todo ello con audacia, agudeza, espíritu y profundidad y con un estilo tan preciso como jugoso y enérgico.

¿Cómo, pues, resuelve Bauer la cuestión judía? ¿Cuál es el resultado? El formular un problema es resolverlo. La crítica de la cuestión judía es la respuesta a esta cuestión. Y el resultado, resumido, el siguiente:

Antes de poder emancipar a otros, tenemos que empezar Por emanciparnos a nosotros mismos.

La forma más rígida de la antítesis entre el judío y el cristiano es la antítesis religiosa. ¿Cómo se resuelve una antítesis? Haciéndola imposible. ¿Y cómo se hace imposible una antítesis religiosa? Aboliendo la religión. Tan pronto como el judío y el cristiano reconozcan que sus respectivas religiones no son más que diferentes fases de desarrollo del espíritu humano, diferentes pieles de serpiente que ha cambiado la historia, y el hombre la serpiente que muda en ellas de piel, no se enfrentarán ya en un plano religioso, sino solamente en un plano critico, científico, en un plano humano. La ciencia será, entonces, su unidad. Y las antítesis en el plano de la ciencia se encarga de resolverlas la ciencia misma.

El judío alemán se enfrenta, en efecto, con la carencia de emancipación política en general y con la acusada cristianidad del Estado. Para Bauer, la cuestión judía tiene, sin embargo, un alcance general, independiente de las condiciones alemanas especificas. Se trata del problema de las relaciones de la religión con el Estado, de la contradicción entre las ataduras religiosas y la emancipación política. La emancipación de la religión es planteada como condición, tanto para el judío que quiere emanciparse políticamente como para el Estado que ha de emancipar y que debe, al mismo tiempo, ser emancipado.

 

“Bien, se dice, y lo dice el mismo judío, el judío debe ser emancipado, pero no como judío, no por ser judío, no porque profese un principio general humano de moral tan excelente; el judío pasará más bien, como tal, a segundo plano detrás del ciudadano, y será ciudadano, a pesar de ser judío y de permanecer judío; es decir, será y permanecerá judío, a pesar de ser ciudadano y de vivir dentro de relaciones generales humanas: su ser judío y limitado seguirá triunfando siempre y a la postre sobre sus deberes humanos y políticos. Se mantendrá en pie el prejuicio, a pesar de dominar sobre él los principios generales. Pero, si queda en pie, dominará, por el contrario, a todo lo demás.”

 

“Sólo de un modo sofistico, en apariencia, podría el judío seguir siendo judío en la vida del Estado; la mera apariencia sería, por tanto, si quisiera seguir siendo judío, lo esencial y lo que triunfaría; es decir, su vida en el Estado sería una mera apariencia o una excepción momentánea frente a la esencia y la regla.” (“Die Fähigkreit der heutigen Juden und Christen, frei zu werden”, “Veintiún pliegos”, pág. 57.)

 

Veamos, de otra parte, cómo plantea Bauer la función del Estado:

 

“Francia, dice, nos ha ofrecido recientemente (debates sostenidos en la cámara de Diputados el 26 de diciembre de 1840), con relación a la cuestión judía - como, constantemente, en todas las demás cuestiones políticas [desde la revolución de Julio] - el espectáculo de una vida libre, pero revocando su libertad en la ley, es decir, declarándola una simple apariencia y, de otra parte, refutando sus leyes libres con los hechos.” (“Judenfrage”, pág. 64.)

 

“En Francia, la libertad general no es todavía ley, la cuestión judía aun no ha sido resuelta tampoco, porque la libertad legal - la norma de que todos los ciudadanos son iguales - se ve coartada en la realidad, todavía dominada y escindida por los privilegios religiosos, y esta falta de libertad de la vida repercute sobre la ley y obliga a ésta a sancionar la división de les ciudadanos de por sí libres en oprimidos y opresores.” (Pág. 65.)

                                   

¿Cuándo, entonces, se resolvería para Francia la cuestión judía?

 

“El judío, por ejemplo, dejaría de ser necesariamente judío si su ley no le impidiera cumplir con sus deberes para con el Estado y sus conciudadanos, ir por ejemplo en sábado a la Cámara de Diputados y tomar parte en las deliberaciones públicas. Habría que abolir todo privilegio religioso en general, incluyendo por tanto el monopolio de una iglesia privilegiada, y cuando uno o varios o incluso la gran mayoría se creyeran obligados a cumplir con sus deberes religiosos, el cumplimiento de estos deberes debería dejarse a su propio arbitrio como asunto puramente privado.” (Pág. 65.)

 

“Cuando ya no haya religiones privilegiadas, la religión habrá dejado de existir. Quitadle a la religión su fuerza excluyente. y ya no habrá religión.” (Pág. 66.)

 

“Del mismo modo que el señor Martin du Nord considera la propuesta encaminada a suprimir la mención del domingo en la ley como una propuesta dirigida a declarar que el cristianismo ha dejado de existir, con el mismo derecho (derecho perfectamente fundado) la declaración de que la ley sabática no tiene ya fuerza de obligar para el judío equivaldría a proclamar la abolición del judaísmo.” (Pág. 71.)

 

Bauer exige, pues, de una parte, que el judío abandone el judaísmo y que el hombre en general abandone la religión, para ser emancipado como ciudadano. Y, de otra parte, considera, consecuentemente, la abolición política de la religión como abolición de la religión en general. El Estado que presupone la religión no es todavía un verdadero Estado, un Estado real.

 

“Cierto es que la creencia religiosa ofrece al Estado garantías. Pero ¿a qué Estado? ¿A qué tipo de Estado?” (Pág. 97).

 

En este punto, se pone de manifiesto la formulación unilateral de la cuestión judía.

No basta, ni mucho menos, con detenerse a investigar quién ha de emancipar y quién debe ser emancipado. La crítica tiene que preguntarse, además, otra cosa, a saber: de qué clase de emancipación se trata; qué condiciones van implícitas en la naturaleza de la emancipación que se postula. La crítica de la emancipación política misma era, en rigor, la crítica final de la cuestión judía y su verdadera disolución en el “problema general de la época”.

Bauer incurre en contradicciones, por no elevar el problema a esta altura. Pone condiciones que no tienen su fundamento en la esencia de la emancipación política misma. Formula preguntas que su problema no contiene y resuelve problemas que dejan su pregunta sin contestar. Cuando Bauer dice, refiriéndose a los adversarios de la emancipación de los judíos: “Su error consistía solamente en partir el supuesto del Estado cristiano como el único verdadero y en no someterlo a la misma crítica con que enfocaban el judaísmo” (pág. 3), encontramos que el error de Bauer reside en que somete a crítica solamente el “Estado cristiano” y no el “Estado en general”, en que no investiga la relación entre la emancipación política y la emancipación humana, lo que le lleva a poner condiciones que sólo pueden explicarse por la confusión exenta de espíritu crítico de ¡a emancipación política con la emancipación humana general. Y si Bauer pregunta a los judíos: ¿tenéis, desde vuestro punto de vista, derecho a aspirar a la emancipación política, nosotros preguntamos, a la inversa: ¿tiene el punto de vista de la emancipación política derecho a exigir del judío la abolición del judaísmo y del hombre en general la abolición de la religión?

La cuestión judía presenta una fisonomía diferente, según el Estado en que el judío vive. En Alemania, donde no existe un Estado político, un Estado como tal Estado, la cuestión judía es una cuestión puramente teológica. El judío se halla en contraposición religiosa con el Estado que profesa como su fundamento el cristianismo. Este Estado es un teólogo ex professo. La crítica es, aquí, crítica de la teología, una crítica de doble filo, crítica de la teología cristiana y crítica de la teología judía Pero aquí, seguimos moviéndonos dentro de los marcos de la teología, por mucho que creamos movernos críticamente dentro de ellos.

En Francia, en el Estado constitucional, la cuestión judía es el problema del constitucionalismo, el problema de la emancipación política a medias. Al conservarse aquí la apariencia de una religión de Estado, aunque sea bajo una fórmula fútil y contradictoria consigo misma, la fórmula de una religión de la mayoría, la actitud de los judíos ante el Estado conserva la apariencia de una contraposición religiosa, teológica.

Sólo en los Estados libres de Norteamérica - o, por lo menos, en parte de ellos - pierde la cuestión judía su significación teológica, para convertirse en una verdadera cuestión secular. Solamente allí donde existe el Estado político plenamente desarrollado puede manifestarse en su peculiaridad, en su pureza, el problema de la actitud del judío, y en general del hombre religioso, ante el Estado político. La crítica de esta actitud deja de ser una crítica teológica tan pronto como el Estado deja de comportarse de un modo teológico hacia la religión, tan pronto se comporta hacia la religión como Estado, es decir, políticamente. Y en este punto, allí donde la cuestión deja de ser teológica, deja la crítica de Bauer de ser crítica.

 

“Il n'existe aux Êtats. Unis ni religión de l'Êtat, ni religion déclarée celle de la majorité, ni préeminence d'un culte sur un autre. L'Êtat est étranger à tous les cultes,”[1] (“Marie ou L'esclavage aux Êtats-Unis”, etc., par G. de Beaumont, Paris, 1835, pág. 214.)

 

Más aún, existen algunos Estados norteamericanos en los que “la constitution n'impose pas les croyances religieuses et la pratique a un culte comme condition des privilèges potitìques”[2] (1. c.,página 225).

 

Sin embargo, “on ne croit pas aux Êtats-Unis qu'un homme Sans religion puisse être un honnéte homme”[3] (1. c., pág. 224).

 

Norteamérica es, sin embargo, el país de la religiosidad, como unánimemente nos aseguran Beaumont, Tocqueville y el inglés Hamilton. Los Estados norteamericanos nos sirven, a pesar de esto, solamente de ejemplo. El problema está en saber cómo se comporta la emancipación política acabada ante la religión. Si hasta en un país de emancipación política acabada nos encontramos, no sólo con la existencia de la religión, sino con su existencia lozana Y vital, tenemos en ello la prueba de que la existencia de la religión no contradice a la perfección del Estado. Pero, como la existencia de la religión es la existencia de un defecto, no podemos seguir buscando la fuente de este defecto solamente en la esencia del Estado mismo. La religión no constituye ya, para nosotros, el fundamento, sino simplemente el fenómeno de la limitación secular. Nos explicarnos, por tanto, las ataduras religiosas de los ciudadanos libres por sus ataduras seculares. No afirmamos que deban acabar con su limitación religiosa, para poder destruir sus barreras seculares. Afirmarnos que acaban con su limitación religiosa tan pronto como destruyen sus barreras temporales. No convertimos los problemas seculares en problemas teológicos. Después que la historia se ha visto disuelta durante bastantes siglos en la superstición, disolvemos la superstición en la historia. El problema de las relaciones de la emancipación política con la religión se convierte, para nosotros, en el problema de las relaciones de la emancipación política con la emancipación humana. Criticamos la debilidad religiosa del Estado político, al criticar al Estado político, prescindiendo de las debilidades religiosas, en su estructura, secular. Humanizamos la contradicción del Estado con una determinada religión, por ejemplo con el Judaísmo, viendo en ella la contradicción del Estado con determinados elementos seculares, humanizarnos la contradicción del Estado con la religión general viendo en ella la contradicción del Estado con sus premisas en general.

La emancipación política del judío, del cristiano y del hombre religioso en general es la emancipación del Estado del judaísmo, del cristianismo, y en general de la religión. Bajo su forma, a la manera que es peculiar a su esencia, como Estado, el Estado se emancipa de la religión al emanciparse de la religión de Estado, es decir, cuando el Estado como tal Estado no profesa ninguna religión, cuando el Estado se profesa más bien como tal Estado. La emancipación política de la religión no es la emancipación de la religión llevada a fondo y exenta de contradicciones, porque la emancipación política no es el modo llevado a fondo y exento de contradicciones de la emancipación humana.

El límite de la emancipación política se manifiesta inmediatamente en el hecho de que el Estado pueda liberarse de un límite sin que el hombre se libere realmente de él, en que el Estado pueda ser un Estado libre sin que el hombre sea un hombre libre. Y el propio Bauer reconoce tácitamente esto cuando establece la siguiente condición de la emancipación política:

 

“Todo privilegio religioso en general, incluyendo por tanto el monopolio de una iglesia privilegiada, debería abolirse, y si algunos o varios o incluso la gran mayoría se creyeran obligados a cumplir con sus deberes religiosos, el cumplimiento de estos deberes debería dejarse a su propio arbitrio como asunto puramente privado”.

 

Por tanto, el Estado puede haberse emancipado de la religión incluso aun cuando la gran mayoría siga siendo religiosa. Y la gran mayoría no dejará de ser religiosa por el hecho de que su religiosidad sea algo puramente privado.

Pero la actitud del Estado ante la religión, refiriéndonos al decir esto al Estado libre, sólo es la actitud ante la religión de los hombres que forman el Estado. De donde se sigue que el hombre se libera por medio del Estado, se libera políticamente, de una barrera, al ponerse en contradicción consigo mismo, al sobreponerse a esta barrera de un modo abstracto y limitado, de un modo parcial. Se sigue, además, de aquí, que el hombre, al liberarse políticamente, se libera dando un rodeo, a través de un medio, siquiera sea un medio necesario. Y se sigue, finalmente, que el hombre, aun cuando se proclame ateo por mediación del Estado, es decir, proclamando al Estado ateo, sigue sujeto a las ataduras religiosas, precisamente porque sólo se reconoce a si mismo mediante un rodeo, a través de un medio. La religión es, cabalmente, el reconocimiento del hombre dando un rodeo. A través de un mediador. El Estado es el mediador entre el hombre y la libertad del hombre. Así como Cristo es el mediador sobre quien el hombre descarga toda su divinidad, toda su servidumbre religiosa, así también el Estado es el mediador al que desplaza toda su no-divinidad, toda su no-servidumbre humana.

La elevación política del hombre por encima de la religión comparte todos los inconvenientes y todas las ventajas de la elevación política, en general. El Estado como Estado anula, por ejemplo, la propiedad privada, el hombre declara la propiedad privada como abolida de un modo político cuando suprime el censo de fortuna para el derecho de sufragio activo y pasivo, como se ha hecho ya en muchos Estados norteamericanos. Hamilton, interpreta con toda exactitud este hecho, desde el punto de vista político, cuando dice: “La gran masa ha triunfado sobre los propietarios y la riqueza del dinero.” ¿Acaso no se suprime idealmente la propiedad privada, cuando el desposeído se convierte en legislador de los que poseen? El censo de fortuna es la última forma política de reconocimiento de la propiedad privada.

Sin embargo, la anulación política de la propiedad privada, no sólo no destruye la propiedad privada, sino que, lejos de ello, la presupone. El Estado anula a su modo las diferencias de nacimiento, de estado social, de cultura y de ocupación al declarar el nacimiento, el estado social, la cultura y la ocupación del hombre como diferencias no políticas, al proclamar a todo miembro del pueblo, sin atender a estas diferencias, como copartícipe por igual de la soberanía popular, al tratar a todos los elementos de la vida real del pueblo desde el punto de vista del Estado. No obstante, el Estado deja que la propiedad privada, la cultura y la ocupación actúen a su modo, es decir, como propiedad privada, como cultura y como ocupación, y hagan valer su naturaleza especial. Muy lejos de acabar con estas diferencias de hecho, el Estado sólo existe sobre estas premisas, sólo se siente como Estado político y sólo hace valer su generalidad en contraposición a estos elementos suyos. Por eso Hegel determina con toda exactitud la actitud del Estado político ante la religión, cuando dice:

 

“Para que el Estado cobre existencia como la realidad moral del espíritu que se sabe a si misma, es necesario que se distinga de la forma de la autoridad y de la fe; y esta distinción sólo se manifiesta en la medida en que el lado eclesiástico llega a separarse en si mismo; sólo así, por sobre las iglesias especiales, adquiere y lleva a la existencia el Estado la generalidad del pensamiento, el principio de su forma” (Hegel, “Rechtsphilosophie”, 1ª edición pág. 346).

 

En efecto, sólo así, por encima de los elementos especiales, se constituye el Estado como generalidad.

El Estado político acabado es, por su esencia, la vida genérica del hombre por oposición a su vida material. Todas las premisas de esta vida egoísta permanecen en pie al margen de la esfera del Estado, en la sociedad civil, pero como cualidades de ésta. Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadero desarrollo, lleva el hombre, no sólo en el pensamiento, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida, una doble vida, una celestial y otra terrenal, la vida en la comunidad política, en la que se considera como ser colectivo, y la vida en la sociedad civil, en la que actúa cómo particular; considera a los otros hombres como medios, se degrada a sí mismo como medio y se convierte en juguete de poderes extraños. El Estado político se comporta con respecto a la sociedad civil de un modo tan espiritualista como el cielo con respecto a la tierra. Se halla con respecto a ella en la misma contraposición y la supera del mismo modo que la religión la limitación del mundo profano, es decir, reconociéndola también de nuevo, restaurándola y dejándose necesariamente dominar por ella. El hombre en su inmediata realidad, en la sociedad civil, es un ser profano. Aquí, donde pasa ante sí mismo y ante los otros por un individuo real, es una manifestación carente de verdad. Por el contrario, en el Estado, donde el hombre es considerado como un ser genérico, es el miembro imaginario de una imaginaria soberanía, se halla despojado de su vida individual real y dotado de una generalidad irreal.

El conflicto entre el hombre, como fiel de una religión especial, y su ciudadanía, y los demás hombres en cuanto miembros de la comunidad, se reduce al divorcio secular entre el Estado político y la sociedad civil. Para el hombre como bourgeois, “la vida dentro del Estado es sólo apariencia o una excepción momentánea de la esencia y de la regla”. Cierto que el bourgeois, como el judío, sólo se mantiene sofísticamente dentro de la vida del Estado, del mismo modo que el citoyen sólo sofísticamente sigue siendo judío o bourgeois; pero esta sofística no es personal. Es la sofística del Estado político mismo. La diferencia entre el hombre religioso y el ciudadano es la diferencia entre el comerciante y el ciudadano, entre el jornalero y el ciudadano, entre el terrateniente y el ciudadano, entre el individuo viviente y el ciudadano. La contradicción entre el hombre religioso y el hombre político es la misma contradicción que existe entre el bourgeois y el citoyen, entre el miembro de la sociedad burguesa y su piel de león política.

Bauer deja en pie esta pugna secular a que se reduce, en fin de cuentas, la cuestión judía, la relación entre el Estado político y sus premisas, ya sean éstas elementos materiales, como la propiedad privada, etc., o elementos espirituales, como la cultura y la religión, la pugna entre el interésgeneral y el interés privado, el divorcio entre el Estado político y la sociedad burguesa; deja en pie estas antítesis seculares, limitándose a polemizar contra su expresión religiosa. “Precisamente su fundamento, la necesidad que asegura a la sociedad burguesa su existencia y garantiza su necesidad, expone su existencia a constantes peligros, nutre en ella un elemento inseguro y provoca aquella mezcla, sujeta a constantes cambios, de pobreza y riqueza, de penuria y prosperidad, provocan el cambio en general”. (Pág. 8)

Confróntese todo el capitulo titulado “La sociedad civil” (páginas 8-9), escrito con arreglo a los lineamientos generales de la Filosofía del Derecho de Hegel. La sociedad civil, en su contraposición al Estado político, se reconoce como necesaria porque el Estado político se reconoce como necesario.

No cabe duda de que la emancipación política representa un gran progreso, y aunque no sea la forma última de la emancipación humana en general, sí es la forma última de la emancipación humana dentro del orden del mundo actual. Y claro está que aquí nos referimos a la emancipación real, a la emancipación práctica.

El hombre se emancipa políticamente de la religión, al desterrarla del derecho público al derecho privado. La religión ya no es el espíritu del Estado, donde el hombre - aunque sea de un modo limitado, bajo una forma especial y en una esfera especial - se comporta como ser genérico, en comunidad con otros hombres; se ha convertido, ahora, en el espíritu de la sociedad burguesa, de la esfera del egoísmo, del bellum omnium contra omnes.[4] No es ya la esencia de la comunidad, sino la esencia de la diferencia. Se ha convertido en expresión de la separación del hombre de su comunidad, de sí mismo y de los otros hombres, lo que originariamente era. No es más que la confesión abstracta de la especial inversión, del capricho privado, de la arbitrariedad. La dispersión infinita de la religión en Norteamérica, por ejemplo, le da ya al exterior la forma de una incumbencia individual. La religión se ha visto derrocada para descender al número de los intereses privados y ha sido desterrada de la comunidad como tal comunidad. Pero no nos engañemos acerca de las limitaciones de la emancipación política. La escisión del hombre en el hombre público y el hombre privado, la dislocación de la religión con respecto al Estado, para desplazarla a la sociedad burguesa, no constituye una fase, sino la coronación de la emancipación política, la cual, por lo tanto, ni suprime ni aspira a suprimir la religiosidad real del hombre.

La desintegración del hombre en el judío y en el ciudadano, en el protestante y en el ciudadano, en el hombre religioso y en el ciudadano, esta desintegración, no es una mentira contra la ciudadanía, no es una evasión de la emancipación política, sino que es la emancipación política misma, es el modo político de emancipación de la religión. Es cierto que, en las épocas en que el Estado político brota violentamente, como Estado político, del seno de la sociedad burguesa, en que la autoliberación humana aspira a llevarse a cabo bajo la forma de autoliberación política, el Estado puede y debe avanzar hasta la abolición de la religión, hasta su destrucción, pero sólo como avanza hasta la abolición de la propiedad privada, hasta las tasas máximas, hasta la confiscación, hasta el impuesto progresivo, como avanza hasta la abolición de la vida, hasta la guillotina. En los momentos de su amor propio especial, la vida política trata de aplastar a lo que es su premisa, la sociedad burguesa, y sus elementos, y a constituirse en la vida genérica real del hombre, exenta de contradicciones. Sólo puede conseguirlo, sin embargo, mediante las contradicciones violentas con sus propias condiciones de vida, declarando la revolución como permanente, y el drama político termina, por tanto, no menos necesariamente, con la restauración de la religión, de la propiedad privada, de todos los elementos de la sociedad burguesa, del mismo modo que la guerra termina con la paz.

No es, en efecto, el llamado Estado cristiano, que profesa el cristianismo como su fundamento, como religión de Estado y adopta, por tanto, una actitud excluyente ante otras religiones, el Estado cristiano acabado, sino más bien el Estado ateo, el Estado democrático, el Estado que relega a la religión entre los demás elementos de la sociedad burguesa. Al Estado que es todavía teólogo, que mantiene todavía de un modo oficial la profesión de fe del cristianismo, que aún no se atreve a proclamarse como Estado, no logra todavía expresar en forma secular, humana, en su realidad como Estado, el fundamento humano cuya expresión superabundante es el cristianismo. El llamado Estado cristiano sólo es, sencillamente, el no-Estado porque no es posible realizar en creaciones verdaderamente humanas el cristianismo como religión, sino sólo el fondo humano de la religión cristiana.

El llamado Estado cristiano es la negación cristiana del Estado, pero en modo alguno la realización estatal del cristianismo. El Estado que sigue profesando el cristianismo en forma de religión no lo profesa en forma de Estado, pues se comporta todavía religiosamente ante la religión; es decir, no es la ejecución real del fundamento humano de la religión, porque apela todavía a la irrealidad, a la forma imaginaria de este meollo humano. El llamado Estado cristiano es el Estado imperfecto, y la religión cristiana le sirve de complemento y para santificar su imperfección. La religión se convierte para él, por tanto y necesariamente, en un medio, y ese Estado es el Estado de la hipocresía. Hay una gran diferencia entre que el Estado acabado cuente la religión entre sus premisas por razón de la deficiencia que va implícita en la esencia general del Estado o que el Estadoimperfecto declare la religión como su fundamento por razón de la deficiencia que su existencia especial lleva consigo, como Estado defectuoso. En el segundo caso, la religión se convierte en política imperfecta. En el primer caso, se acusa en la religión la imperfección misma de la política acabada. El llamado Estado cristiano necesita de la religión cristiana para perfeccionarse como Estado. El Estado democrático, el Estado real, no necesita de la religión para su perfeccionamiento político. Puede, por el contrario prescindir de la religión, ya que en él el fundamento humano de la religión se realiza de un modo secular. El llamado Estado cristiano, en cambio, se comporta políticamente hacia la religión y religiosamente hacia la política. Y, al degradar a mera apariencia las formas de Estado, degrada igualmente la religión a mera apariencia.

Para aclarar esta antítesis, examinemos la construcción baueriana del Estado cristiano, construcción nacida de la contemplación; del Estado  cristiano-germánico.

 

“Últimamente - dice Bauer - suelen invocarse para demostrar la imposibilidad o la inexistencia de un Estado cristiano aquellas sentencias de los Evangelios que el Estado [actual] no sólo no acata, sino que no puede tampoco acatar, si no quiere disolverse totalmente” [como Estado]. “Pero la cosa no se resuelve tan fácilmente. ¿Qué postulan, en efecto, esas sentencias evangélicas? La negación sobrenatural de sí mismo, la sumisión a la autoridad de la revelación, la repulsa del Estado, la abolición de las relaciones seculares. Pues bien, todo esto es lo que postula y lleva a cabo el Estado cristiano. Este Estado se ha asimilado el espíritu del Evangelio, y si no lo predica con las mismas palabras con que el Evangelio se expresa es, sencillamente, porque manifiesta este espíritu bajo formas estatales, es decir; bajo formas que, aunque estén tomadas de la naturaleza del Estado y de este mundo, quedan reducidas a una mera apariencia, en el renacimiento religioso que se ven obligadas a experimentar. Este Estado es la repulsa del Estado, que se lleva a cabo bajo las formas estatales.” (Pág. 55.)

 

Y, a continuación, Bauer desarrolla el criterio de que el pueblo del Estado cristiano no es más que un no-pueblo, carente ya de voluntad propia, cuya verdadera existencia reside en el caudillo al que se halla sometido, el cuál, sin embargo, por su origen y naturaleza, le es ajeno, es decir, ha sido instituido por Dios y se ha puesto al frente de él sin intervención suya, del mismo modo que las leyes de este pueblo no son obra de él, sino revelaciones positivas, que su jefe necesita de mediadores privilegiados para entenderse con el verdadero pueblo, con la masa, y que esta misma masa se escinde en multitud de círculos especiales formados y determinados por el azar, que se distinguen entre sí por sus intereses, pasiones especiales y prejuicios y que reciben como privilegio la autorización de deslindarse los unos de los otros, etc. (pág. 56).

Pero el mismo Bauer dice lo siguiente:

 

“La política, cuando no quiere ser más que religión, no puede ser política, lo mismo que no podemos considerar como asunto doméstico el acto de lavar las cacerolas, si se lo considera como un rito religioso.” (Pág. 108.)

 

Pues bien, en el Estado cristiano-germánico la religión es “asunto doméstico”, lo mismo que los “asuntos domésticos” son religión. En el Estado cristiano-germánico, el poder de la religión es la religión del poder.

Separar el “espíritu del Evangelio” de la “letra del Evangelio” es un acto irreligioso. El Estado que hace que el Evangelio se predique en la letra de la política, en otra letra que la del Espíritu Santo, comete un sacrilegio, si no a los ojos de los hombres, a los ojos de su propia religión. Al Estado que profesa el cristianismo como su norma suprema, que profesa la Biblia como su Carta, se le deben oponer las palabras de la Sagrada Escritura, que es sagrada, como Escritura, hasta en la letra. Este Estado, lo mismo que la basura humana sobre que descansa, cae en una dolorosa contradicción, insuperable desde el punto de vista de la conciencia religiosa, cuando se le remite a aquellas sentencias del Evangelio que “no sólo no acata, sino que no puede tampoco acatar, si no quiere disolverse totalmente”. ¿Y por qué no quiere disolverse totalmente? El mismo no puede contestarse ni contestar a otros a esta pregunta. Ante su propia conciencia, el Estado cristiano oficial es un deber ser, cuya realización resulta inasequible, que sólo acierta a comprobar la realidad de su existencia mintiéndose a sí mismo y que, por tanto, sigue siendo constantemente ante si mismo un objeto de duda, un objeto inseguro, problemático. Por eso la crítica está en su pleno derecho al obligar a reconocer lo torcido de su conciencia al Estado que apela a la Biblia, ya que ni él mismo sabe si es una figuración o una realidad, desde el momento en que la infamia de sus fines seculares, a las que la religión sirve solamente de tapadera, se hallan en insoluble contradicción con la honorabilidad de su conciencia religiosa, que ve en la religión la finalidad del mundo. Este Estado sólo puede redimirse de su tormento interior convirtiéndose en alguacil de la iglesia católica. Frente a ella, frente a una iglesia que considera al poder secular como su brazo armado, el Estado es impotente, impotente el poder secular que afirma ser el imperio del espíritu religioso.

En el llamado Estado cristiano rige, ciertamente, la enajenación, pero no el hombre. El único hombre que aquí significa algo, el rey, es un ser específicamente distinto de los demás hombres, y es, además, un ser de por sí religioso, que se halla en relación directa con el cielo, con Dios. Los vínculos que aquí imperan siguen siendo vínculos basados en la fe. Por tanto, el espíritu religioso no se ha secularizado todavía realmente.

Pero el espíritu religioso no puede tampoco llegar a secularizarse realmente, pues ¿qué es ese espíritu sino la forma no secular de un grado de desarrollo del espíritu humano? El espíritu religioso sólo puede llegar a realizarse en la medida en que el grado de desarrollo del espíritu humano, del que es expresión religiosa, se destaca y se constituye en su forma secular. El fundamento de este Estado no es el cristianismo, sino elfundamento humano del cristianismo. La religión sigue siendo la conciencia ideal, no secular, de sus miembros, porque es la forma del grado humano de desarrollo que en él se lleva a cabo.

Los miembros del Estado político son religiosos por el dualismo entre la vida individual y la vida genérica, entre la vida de la sociedad burguesa y la vida política; son religiosos, en cuanto que el hombre se comporta hacia la vida del Estado, que se halla en el más allá de su real  individualidad, como hacia su verdadera vida; religiosos, en cuanto que la religión es, aquí, el espíritu de la sociedad burguesa, la expresión  del divorcio y del alejamiento del hombre con respecto al hombre. La democracia política es cristiana en cuanto en ella el hombre, no sólo un hombre, sino todo hombre, vale como ser soberano, como ser supremo, pero el hombre en su manifestación no cultivada y no social, el hombre en su existencia fortuita, el hombre tal y como anda y se yergue, el hombre tal y como se halla corrompido por toda la organización de nuestra sociedad, perdido a sí mismo, enajenado, entregado al imperio de relaciones y elementos inhumanos; en una palabra, el hombre que aún no es un ser genérico real. La imagen fantástica, el sueño, el postulado del cristianismo, la soberanía del hombre, pero como un ser extraño, distinto del hombre real, es, en la democracia, realidad sensible, presente, máxima secular.

La misma conciencia religiosa y teológica considerase en la democracia acabada tanto más religiosa, tanto más teológica, cuanto más carece, aparentemente, de significación política, de fines terrenales, cuanto más es, aparentemente, incumbencia del espíritu retraído del mundo, expresión de la limitación del entendimiento, producto de la arbitrariedad y la fantasía, cuanto más es una real vida en el más allá. El cristianismo cobra aquí la expresión práctica de su significación religiosa-universal, en cuanto que las más dispares concepciones del mundo se agrupan unas junto a otras en la forma del cristianismo, y más todavía por el hecho de que no se les plantea a otros ni siquiera la exigencia del cristianismo, sino solamente la de la religión en general, de cualquier religión (cfr. la citada obra de Beaumont). La conciencia religiosa se recrea en la riqueza de la antítesis religiosa y de la diversidad religiosa.

Hemos puesto, pues, de manifiesto cómo la emancipación política con respecto a la religión deja en pie la religión, aunque no una religión privilegiada. La contradicción en que el fiel de una religión especial se halla con su ciudadanía no es más que una parte de la general contradicción secular entre el Estado político y la sociedad burguesa. La coronación del Estado cristiano es el Estado que, profesando ser un Estado, se abstrae de la religión de sus miembros. La emancipación del Estado con respecto a la religión no es la emancipación del hombre real con respecto a ella.

Por eso nosotros no decimos a los judíos, con Bauer: no podéis emanciparos políticamente si no os emancipáis radicalmente del judaísmo. Les decimos, más bien: porque podéis emanciparos políticamente sin llegar a desentenderos radical y absolutamente del judaísmo, es por lo que la misma emancipación política no es la emancipación humana. Cuando vosotros, judíos, queréis emanciparos políticamente sin emanciparos humanamente a vosotros mismos, la solución a medias y la contradicción no radica en vosotros, sino en la esencia y en la categoría de la emancipación política. Y, al veros apresados en esta categoría, le comunicáis un apresamiento general. Así como el Estado evangeliza cuando, a pesar de ser ya Estado, se comporta cristianamente hacia los judíos, así también el judío politifica cuando, a pesar de ser ya judío, adquiere derechos de ciudadanía dentro del Estado.

Pero, si el hombre, aunque judío, puede emanciparse políticamente, adquirir derechos de ciudadanía dentro del Estado, ¿puede reclamar y obtener los llamados derechos humanos? Bauer niega esto.

 

“El problema está en saber si el judío como tal, es decir, el judío que confiesa por sí mismo verse obligado por su verdadera esencia a vivir eternamente aislado de otros, es capaz de obtener y conceder a otros los derechos generales del hombre

 

“La idea de los derechos humanos no fue descubierta para el mundo cristiano sino hasta el siglo pasado. No es una idea innata al hombre, sino que éste la conquista en lucha contra las tradiciones históricas en las que el hombre había sido educado antes. Los derechos humanos no son, pues, un don de la naturaleza, un regalo de la historia anterior, sino el fruto de la lucha contra el azar del nacimiento y contra los privilegios, que la historia, hasta ahora, venía transmitiendo hereditariamente de generación en generación. Son el resultado de la cultura, y sólo puede poseerlos quien haya sabido adquirirlos y merecerlos.”

 

“Ahora bien, ¿puede realmente el judío llegar a poseer estos derechos? Mientras siga siendo judío, la esencia limitada que hace de el un judío tiene necesariamente que triunfar sobre la esencia humana que, en cuanto hombre, debe unirle a los demás hombres y disociarlo de los que son judíos. Y, a través de esta disociación, declara que la esencia especial que hace de él un judío es su verdadera esencia suprema, ante la que tiene que pasar a segundo plano la esencia humana.

 

“Y del mismo modo, no puede el cristiano, como tal cristiano, conceder ninguna clase de derechos humanos.” (Págs. 19-20.)

 

Según Bauer, el hombre tiene que sacrificar el “privilegio de la fe”, si quiere poder obtener los derechos generales del hombre. Detengámonos un momento a examinar los llamados derechos humanos, y en verdad, los derechos humanos bajo su forma auténtica, bajo la forma que les dieron sus descubridores, los norteamericanos y franceses. En parte, estos derechos humanos son derechos políticos, derechos que sólo pueden ejercerse en comunidad con otros hombres. Su contenido es la participación en la comunidad, y concretamente, en la comunidad política, en el Estado. Estos derechos humanos entran en la categoría de la libertad política, en la categoría de los derechos cívicos, que no presuponen, ni mucho menos, como hemos visto, la abolición absoluta y positiva de la religión, ni tampoco, por tanto, por ejemplo, del judaísmo. Queda por considerar la otra parte de los derechos humanos, los droits de l'homme,[5] en cuanto se distinguen de los droits du citoyen.[6]

Figura entre ellos la libertad de conciencia, el derecho de practicar cualquier culto. El privilegio de la fe es expresamente reconocido, ya sea como un derecho humano, ya como consecuencia de un derecho humano, de la libertad.

 

Déclaration des droits de l´homme et du citoyen,[7] 1791, art. 10:

Nul ne droit être inquieté pour ses opinions mêrne religieuses.”[8] Y en el título I de la Constitución de 1791 se garantiza como derecho humano: “La liberté á tout homme d'exercer le culte religieux auquel il est attaché”.[9]

 

La déclaration des droites de l'homme etc., 1795, incluye entre los derechos humanos, art. 7: “Le libre exercice des cultes.”[10] Más aún, en lo que atañe al derecho de hacer públicos sus pensamientos y opiniones, se dice, incluso: “La nécessité d'énóncer ces droits suppose ou la présence ou le souvenir récent du despotisme.”[11] Consúltese, en relación con esto, la Constitución de 1795, título XIV, art. 354.

 

Constitution de Pennsylvanie, art. 9, § 3: “Teus les hommes ont recu de la  nature le droit imprescriptible d'adorer le Tout Puissant selon les inspirat¡ons de leur conscience, et nul ne peut légalment être en train de suivre, instituer ou soutenir contre Son gré aucun culte ou ministérereligieux. Nulle autorité hurnaine ne peut, dans aucun cas, intervenir dans les questions de conscience et contrôler les pouvoirs de l'âme”.[12]

 

Constitution de New-Hampshire, arts. 5 y 6: “Au nombre des droits naturels, quelques-uns sont inaliénables de leur nature, parce que rien n´enpeut être l´équivalent. De ce nombre sont les droits de conscience”.[13] (Beaumont, 1.c., págs. 213, 214.)

 

Y tan ajena es al concepto de los derechos humanos la incompatibilidad con la religión, que, lejos de ello, se incluye expresamente entre los derechos humanos el derecho a ser religioso, a serlo del modo que se crea mejor y a practicar el culto de su especial religión. El privilegio de la fe es un derecho humano general.

Los droits de l'homme, los derechos humanos, se distinguen como tales de los droits du citoyen, de los derechos cívicos. ¿Cuál es el homme a quien aquí se distingue del citoyen? Sencillamente, el miembro de la sociedad burguesa. ¿Y por qué se llama al miembro de la sociedad burguesa “hombre”, el hombre por antonomasia, y se da a sus derechos el nombre de derechos humanos? ¿Cómo explicar este hecho? Por las relaciones entre el Estado político y la sociedad burguesa, por la esencia de la emancipación política.

Registremos, ante todo, el hecho de que los llamados derechos humanos, los droits de l'homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad. La más radical de las Constituciones, La Constitución de 1793, puede proclamar:

Déclaration des droits de l´omme et du citoyen

 

Art. 2. Ces droits, etc. (Les droits naturels et imprescriptibles), sont: l´égalité, la liberté, la sûreté, la propriété.[14]

 

¿En qué consiste la liberté?

 

Art. 6. “La liberté est le pouvoir qui appartient á l'homme de faire tout ce qui ne nuit pas aux droits d'autrui”[15], o, según la Declaración de los Derechos del Hombre de 1791: “La liberté consiste á pouvoir faire tout ce qui ne nuit pas á autrui.”[16]

 

La libertad es, por tanto, el derecho de hacer y emprender todo lo que no dañe a otro. El límite dentro del cual puede moverse todo hombre inocuamente para el otro lo determina la ley, como la empalizada marca el límite o la divisoria entre dos tierras. Se trata de la libertad del hombre como una mónada aislada, replegada sobre sí misma. ¿Por qué, entonces, es el judío, según Bauer, incapaz de obtener los derechos humanos? “Mientras siga siendo judío, la esencia limitada que hace de él un judío tiene necesariamente que triunfar sobre la esencia humana que, en cuanto hombre, debe unirle a los demás hombres y disociarlo de los que no son judíos.” Pero el derecho humano de la libertad no se basa en la unión del hombre con el hombre, sino, por el contrario, en la separación del hombre con respecto al hombre. Es el derecho a esta disociación, el derecho del individuo delimitado, limitado a sí mismo.

La aplicación práctica del derecho humano de la libertad es el derecho humano de la propiedad privada.

¿En qué consiste el derecho humano de la propiedad privada?

 

Art. 16 (Contitution de 1793): “Le droit de propriété est celui qui appartient á tout citoyen de jouir et de disposer á son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie.”[17]

 

El derecho humano de la propiedad privada es, por tanto, el derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él arbitrariamente (á son gré), sin atender a los demás hombres, independientemente de la sociedad, el derecho del interés personal. Aquella libertad individual y esta aplicación suya constityen el fundamento de la sociedad burguesa. Sociedad que hace que todo hombre encuentre en otros hombres, no la realización, sino, por el contrario, la limitación de su libertad. Y proclama por encima de todo el derecho humano “de jouir et de disposer á son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie”.

Quedan todavía por examinar los otros derechos humanos, la égalité y la sûreté.

La égalité, considerada aquí en su sentido no politíco, no es otra cosa que la igualdad de la liberté más arriba descrita, a saber: que todo hombre se considere por igual como una mónada atenida a sí misma. La Constitución de 1795 define del siguiente modo el concepto de esta igualdad, conforme a su significación:

 

Art. 3 (Constitution de 1795): “L´égalité consiste en ce que la loi est la même por tous, soit qu'elle Protége, soit qu'elle punisse”.[18]

 

¿Y la sûreté?

 

Art. 8 (Constitution de 1795): “La sûreté consiste dans la protection accordé par la société á chacun de ses membres pour la corservation de sa personne, de ses droits et de ses propriétés”.[19]

 

La seguridad es el supremo concepto social de la sociedad burguesa, el concepto de la policía, según el cual toda la sociedad existe solamente para garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad. En este sentido, llama Hegel a la sociedad burguesa “el Estado de necesidad y de entendimiento”.

El concepto de la seguridad no hace que la sociedad burguesa se sobreponga a su egoísmo. La seguridad es, por el contrario, el aseguramiento de ese egoísmo.

Ninguno de los llamaos derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y disociado de la comunidad. Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en cohesión es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta.
 

Ya es algo misterioso el que un pueblo que comienza precisamente a liberarse, que comienza a derribar todas las barreras entre los distintos miembros que lo componen y a crearse una conciencia política, que este pueblo proclame solemnemente la legitimidad del hombre egoísta, disociado de sus semejantes y de la comunidad (Déclaration de 1791); y más aún, que repita esta misma proclamación en un momento en que sólo la más heroica abnegación puede salvar a la nación y viene, por tanto, imperiosamente exigida, en un momento en que se pone a la orden del día el sacrificio de todos los intereses en aras de la sociedad burguesa y en que el egoísmo debe ser castigado como un crimen (Déclaration des droits de l'homme, etc, de 1795). Pero este hecho resulta todavía más misterioso cuando vemos que los emancipadores políticos rebajan incluso la ciudadanía, la comunidad política,al papel de simple medio para la conservación de estos llamados derechos humanos; que, por tanto, se declara al citoyen servidor del homme egoísta, se degrada la esfera en que el hombre se comporta como comunidad por debajo de la esfera en que se comporta como un ser parcial; que, por último, no se considera como verdadero y auténtico hombre al hombre en cuanto ciudadano, sino al hombre en cuanto burgués.

 

Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles de l'homme.”[20] (Déclaration des droits, etc., de 1791, art. 2).

 

“Le gouvernement est institué pouir garantir á l'homme la jouissance de ses droits naturels et imprescriptibles,”[21] (Déclaration, etc., de 1793, art. 1.)

 

Por tanto, incluso en los momentos de su entusiasmo juvenil, exaltado por la fuerza de las circunstancias, la vida política se declara como un simple medio cuyo fin es la vida de la sociedad burguesa. Cierto que su práctica revolucionaria se halla en flagrante contradicción con su teoría. Así, por ejemplo, proclamándose la seguridad como un derecho humano, se pone públicamente a la orden del día la violación del secreto de la correspondencia. Se garantiza la “liberté indéfinie de la presse”[22] (Constitution de 1795, art. 122), como una consecuencia del derecho humano, de la libertad individual, pero ello no es óbice para que se anule totalmente la libertad de prensa, pues “la liberté de la presse nedoit pas être permise lorsqu'elle compromet la liberté politique”[23] (Robespierre jeune, “Histoire parlamentaire de la Révolution francaise”, par Buchez et Roux, t. 28, pág. 159); es decir, que el derecho humano de la libertad deja de ser un derecho cuando entra en colisión con la vida política, mientras que; con arreglo a la teoría, la vida política sólo es la garantía de los derechos humanos, de los derechos del hombre individual, debiendo, por tanto, abandonarse tan pronto como contradice a su fin, a estos derechos humanos. Pero la práctica es sólo la excepción, y la teoría la regla. Ahora bien, si nos empeñáramos en considerar la misma práctica revolucionaria como el planteamiento certero de la relación, quedaría por resolver el misterio de por qué en la conciencia de los emancipadores políticos se invierten los términos de la relación, presentando al fin como medio y al medio como fin. Ilusión óptica de su conciencia que no dejaría de ser un misterio, aunque fuese un misterio psicológico, teórico.

El misterio se resuelve de un modo sencillo.

La emancipación política es, al mismo tiempo, la disolución de la vieja sociedad, sobre la que descansa el Estado que se ha enajenado al pueblo, el poder señorial. La revolución política es la revolución de la sociedad civil. ¿Cuál era el carácter de la vieja sociedad? Una palabra la caracteriza. El feudalismo. La vieja sociedad civil tenía directamente un carácter político, es decir, los elementos de la vida burguesa, como por ejemplo la posesión, o la familia, o el tipo y el modo del trabajo, se habían elevado al plano de elementos de la vida estatal, bajo la forma de la propiedad territorial, el estamento o la corporación. Determinaban, bajo esta forma, las relaciones entre el individuo y el conjunto del Estado, es decir, sus relaciones políticas o, lo que es lo mismo, sus relaciones de separación y exclusión de las otras partes integrantes de la sociedad. En efecto, aquella organización de la vida del pueblo no elevaba la posesión o el trabajo al plano de elementos sociales, sino que, por el contrario, llevaba a término su separación del conjunto del Estado y los constituía en sociedades especiales dentro de la sociedad. No obstante, las funciones y condiciones de vida de la sociedad civil seguían siendo políticas, aunque políticas en el sentido del feudalismo; es decir, excluían al individuo del conjunto del Estado, y convertían la relación especial de su corporación con el conjunto del Estado en su propia relación general con la vida del pueblo, del mismo modo que convertían sus determinadas actividad y situación burguesas en su actividad y situación generales. Y, como consecuencia de esta organización, se revela necesariamente la unidad del Estado en cuanto la conciencia, la voluntad y la actividad de la unidad del Estado, y el poder general del Estado también como incumbencia especial de un señor disociado del pueblo, y de sus servidores.

La revolución política, que derrocó este poder señorial y elevó los asuntos del Estado a asuntos del pueblo y que constituyó el Estado político como incumbencia general, es decir, como Estado real, destruyó necesariamente todos los estamentos, corporaciones, gremios y privilegios, que eran otras tantas expresiones de la separación entre el pueblo y su comunidad. La revolución política suprimió, con ello, el carácter político de la sociedad civil. Rompió la sociedad civil en sus partes integrantes más simples, de una parte los individuos y de otra parte los elementos materiales y espirituales, que forman el contenido, de vida, la situación civil de estos individuos. Soltó de sus ataduras el espíritu político, que se hallaba como escindido, dividido y estancado en los diversos callejones de la sociedad feudal; lo aglutinó sacándolo de esta dispersión, lo liberó de su confusión con la vida civil y lo constituyó, como la esfera de la comunidad, de la incumbencia general del pueblo, en la independencia ideal con respecto a aquellos elementos especiales de la vida civil. La determinada actividad de vida y la situación de vida determinada descendieron hasta una significación puramente individual. Dejaron de representar la relación general entre el individuo y el conjunto del Estado. Lejos de ello, la incumbencia pública como tal se convirtió ahora en incumbencia general de todo individuo, y la función política en su función general.

Sin embargo, la coronación del idealismo del Estado era, al mismo tiempo, la coronación del materialismo de la sociedad civil. Al sacudirse el yugo político se sacudieron, al mismo tiempo, las ataduras que apresaban el espíritu egoísta de la sociedad civil. La emancipación política fue, a la par, la emancipación de la sociedad civil con respecto a la política, su emancipación hasta de la misma apariencia de un contenido general.

La sociedad feudal se hallaba disuelta en su fundamento, en el hombre. Pero en el hombre tal y como realmente era su fundamento, en el hombre egoísta. Este hombre, el miembro de la sociedad burguesa, es ahora la base, la premisa del Estado político. Y como tal es reconocido por él en los derechos humanos.

La libertad del egoísta y el reconocimiento de esta libertad son más bien el reconocimiento del movimiento desenfrenado de los elementos espirituales y materiales, que forman su contenido de vida.

Por tanto, el hombre no se vio liberado de la religión, sino que obtuvo la libertad religiosa. No se vio liberado de la propiedad. Obtuvo la libertad de la propiedad. No se vio liberado del egoísmo de la industria, sino que obtuvo la libertad industrial.

La constitución del Estado político y la disolución de la sociedad burguesa en los individuos independientes- cuya relación es el derecho, mientras que la relación entre los hombres de los estamentos y los gremios era el privilegio - se lleva a cabo en uno y el mismo acto. Ahora bien, el hombre, en cuanto miembro de la sociedad civil, el hombre no político, aparece necesariamente como el hombre natural. Los droits de l'homme aparecen cómo droits naturels, pues la actividad consciente de sí misma se concentra en el acto político. El hombre egoísta es el resultado pasivo, simplemente encontrado, de la sociedad disuelta, objeto de la certeza inmediata y, por tanto, objeto natural. La revolución política disuelve la vida burguesa en sus partes integrantes, sin revolucionar estas partes mismas ni someterlas a crítica. Se comporta hacia la sociedad burguesa, hacia el mundo de las necesidades, del trabajo, de los intereses particulares, del derecho privado, como hacia la base de su existencia, como hacia una premisa que ya no es posible seguir razonando y, por tanto, como ante su base natural. Finalmente, el hombre, en cuanto miembro de la sociedad burguesa, es considerado como el verdadero hombre, como el homme a diferencia del citoyen, por ser el hombre en su inmediata existencia sensible e individual, mientras que el hombre político sólo es el hombre abstracto, artificial, el hombre como una persona alegórica, moral. El hombre real sólo es reconocido bajo la forma del individuo egoísta; el verdadero hombre. Sólo bajo la forma del citoyen abstracto.

Rousseau describe, pues, certeramente la abstracción del hombre político, cuando dice:

 

“Celui qui ose entreprendre d'instituer un peuple doit se sentir en état de changer pour ainsi dire la nature humaine, de transformer chaque individu, qui par lui-meme est un tout parfait et solitaire, en partie d'un plus grand tout dont cet individu recoive en quelque sorte sa vie et son être, de substituer une existence partielle et morale á l'existence physique et indépendante. Il faut qu'il ôte á l'homme ses forces propres pour lui en donner qui lui soient étrangéres et dont il ne puisse faire usage sans le secours d'autri.”[24] (“Contrat social” lib. II, Londres, 1782, pág. 67.)

 

Toda emancipación es la reducción del mundo humano, de las relaciones, al hombre mismo.

La emancipación política es la reducción del hombre, de una parte, a miembro de la sociedad burguesa, al individuo egoísta independiente, y, de otra parte, al ciudadano del Estado, a la persona moral.

Sólo cuando el hombre individual real recobra en sí al ciudadano abstracto y se convierte, como hombre individual, en ser genérico, en su trabajo individual y en sus relaciones individuales; sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado sus “forces propres”[25] como fuerzas sociales y cuando, por tanto, no desglosa ya de sí la fuerza social bajo la forma de fuerza política, sólo entonces se lleva a cabo la emancipación humana.

 

 

II

Bruno Bauer,

Capacidad de los actuales judíos y cristianos para ser libres

 (Veintiún pliegos, págs. 56-71.)
 

Bajo esta forma trata Bauer la actitud de la religión judía y la cristiana, como su actitud ante la crítica. Su actitud ante la crítica es su comportamiento hacia “la capacidad para ser libres”.

De donde se desprende:

 

“El cristiano sólo necesita remontarse sobre una fase, a saber, su religión, para superar la religión en general”

 

es decir, para llegar a ser libre.

 

”el judío, por el contrario, tiene que romper, no sólo con su esencia judaica, sino también con el desarrollo, con el acabamiento de su religión, con un desarrollo que permanece extraño a él”. (Pág. 71.)

 

Como vemos, Bauer convierte aquí el problema de la emancipación de los judíos en una cuestión puramente religiosa. El escrúpulo teológico de quién tiene mejores perspectivas de alcanzar la bienaventuranza, si el judío o el cristiano, se repite ahora bajo una forma más esclarecida: ¿cuál de los dos es más capaz de llegar a emanciparse? La pregunta ya no es, ciertamente: ¿hace el judaísmo o el cristianismo libre al hombre?, sino más bien la contraria: ¿qué es lo que hace más libre al hombre, la negación del judaísmo o la negación del cristianismo?

 

“Si quieren llegar a ser libres, los judíos no deben abrazar el cristianismo, sino la disolución del cristianismo y de la religión en general, es decir, la ilustración, la crítica y su resultado, la libre humanidad.” (Pág. 70.)

 

Sigue tratándose, para el judío, de una profesión de fe, que no es ya, ahora, la del cristianismo, sino la de la disolución del cristianismo.

Bauer pide a los judíos que rompan con la esencia de la religión cristiana, exigencia que, como él mismo dice, no brota del desarrollo de la esencia judía.

Después que Bauer, al final de la “Cuestión judía”, había concebido el judaísmo simplemente como la tosca crítica religiosa del cristianismo, concediéndole, por tanto, “solamente” una significación religiosa, era de prever que también la emancipación de los judíos se convertiría, para él, en un acto filosófico, teológico.

Bauer concibe la esencia abstracta ideal del judío, su religión, como toda su esencia. De aquí que concluya, con razón:

 

“El judío no aporta nada a la humanidad cuando desprecia de por si su ley limitada”, cuando        supera todo su judaísmo (pág. 65).

 

La actitud de los judíos y los cristianos es, por tanto, la siguiente: el único interés del cristiano en la emancipación del judío es un interés general humano, un interés teórico. El judaísmo es un hecho injurioso para la mirada religiosa del cristiano. Tan pronto como su mirada deja de ser religiosa, deja de ser injurioso este hecho. La emancipación del judío no es, de por sí, una tarea para el cristiano.

Por el contrario, el judío, para liberarse, no sólo tiene que llevar a cabo su propia tarea, sino además y al mismo tiempo la tarea del cristiano, la Crítica de los Sinópticos y la Vida de Jesús, etc.

 

“Ellos mismos deben abrir los ojos: su destino está en sus propias manos; pero la historia no deja que nadie se burle de ella.” (Pág. 71.)

 

Nosotros intentamos romper la formulación teológica del problema. El problema de la capacidad del judío para emanciparse se convierte, para nosotros, en el problema de cuál es el elemento social especifico que hay que vencer para superar el judaísmo. La capacidad de emancipación del judío actual es la actitud del judaísmo ante la emancipación del mundo de hoy. Actitud que se desprende necesariamente de la posición especial que ocupa el judaísmo en el mundo esclavizado de nuestros días.

Fijémonos en el judío real que anda por el mundo; no en el judío sabático, como hace Bauer, sino en el judío cotidiano.

No busquemos el misterio del judío en su religión, sino busquemos el misterio de la religión en el judío real.

¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta.

¿Cuál es el culto secular practicado por el judío? La usura. ¿Cuál su dios secular? El dinero.

Pues bien, la emancipación de la usura y del dinero, es decir, del judaísmo práctico, real, sería la autoemancipación de nuestra época.

Una organización de la sociedad que acabase con las premisas de la usura y, por tanto, con la posibilidad de ésta, haría imposible el judío. Su conciencia religiosa se despejaría como un vapor turbio que flotara en la atmósfera real de la sociedad. Y, de otra parte, cuando el judío reconoce como nula esta su esencia práctica y labora por su anulación, labora, al amparo de su desarrollo anterior, por la emancipación humana pura y simple y se manifiesta en contra de la expresión práctica suprema de la autoenajenación humana.

Nosotros reconocemos, pues, en el judaísmo un elemento antisocial presente de carácter general, que el desarrollo histórico en que los judíos colaboran celosamente en este aspecto malo se ha encargado de exaltar hasta su apogeo actual, llegado al cual tiene que llegar a disolverse necesariamente.

La emancipación de los judíos es, en última instancia, la emancipación de la humanidad del judaísmo.

El judío se ha emancipado ya, a la manera judía.

 

“El judío que en Viena, por ejemplo, sólo es tolerado, determina con su poder monetario la suerte de todo el imperio.” Un judío que tal vez carece de derechos en el más pequeño de los Estados alemanes, decide de la suerte de Europa. Mientras que las corporaciones y los gremios cierran sus puertas al judío o no se inclinan todavía lo suficiente a él, la intrepidez de la industria se ríe de la tozudez de las instituciones medievales.” (B. Bauer, “Judenfrage”, pág. 114.)

 

No es éste un hecho aislado. El judío se ha emancipado a la manera judaica, no sólo al apropiarse del poder del dinero, sino por cuanto que el dinero se ha convertido, a través de él y sin él, en una potencia universal, y el espíritu práctico de los judíos en el espíritu práctico de los pueblos cristianos. Los judíos se han emancipado en la medida en que los cristianos se han hecho judíos.

El devoto habitante de Nueva Inglaterra, políticamente libre, informa por ejemplo el coronel Hamilton,

 

“es una especie de Laocoonte, que no hace ni el menor esfuerzo para librarse de las serpientes que lo atenazan. Su ídolo es Mammón, al que no adora solamente con sus labios, sino con todas las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu. La tierra no es, a sus ojos, más que una inmensa bolsa, y estas gentes están convencidas de que no tienen, en este mundo, otra misión que el llegar a ser más ricas que sus vecinos. La usura se ha apoderado de todos sus pensamientos, y su única diversión es ver cómo cambian los objetos sobre los que se ejerce. Cuando viajan, llevan a la espalda de un lado para otro, por decirlo así, su tienda o su escritorio y sólo hablan de intereses y beneficios. Y cuando apartan la mirada por un momento de sus negocios, lo hacen para olfatear los de otros”.

 

Más aún, el señorío práctico del judaísmo sobre el mundo cristiano ha alcanzado en Norteamérica la expresión inequívoca y normal de que lapredicación del evangelio mismo, de que la enseñanza de la doctrina cristiana, se ha convertido en un artículo comercial, y el mercader quebrado que comerciaba con el evangelio se dedica a sus negocitos, como el evangelista enriquecido:

 

Tel que vous voyez á la tête d'une congrégation respectable a commencé par être marchand; son commerce êtant tombé, it s'est fait ministre; cet autre a débuté par le sacerdoce, mais dés qu'il a eu quelque somme d'argent á sa disposition, il a laissé la chaire pour le négoce. Aux yeux d'un grand nombre, le ministére religieux est une véritable carriére industrielle.”[26] (Beaumont, 1. c., págs. 185, 186.)

 

Según Bauer, constituye

 

“un estado mentiroso el hecho de que, en teoría, se le nieguen al judío los derechos políticos, mientras que, en la práctica, posee un inmenso poder y ejerce una influencia política al por mayor, aunque le sea menoscabada al detall (“Judenfrage”, pág. 114).

 

La contradicción existente entre el poder político práctico del judío y sus derechos políticos, es la contradicción entre la política y el poder del dinero, en general. Mientras que la primera predomina idealmente sobre la segunda, en la práctica se convierte en sierva suya.

El judaísmo se ha mantenido al lado del cristianismo, no sólo como la crítica religiosa de éste, no sólo como la duda incorporada en el origen religioso del cristianismo, sino también porque el espíritu práctico judío, porque el judaísmo, se ha mantenido en la misma sociedad cristiana y ha cobrado en ella, incluso, su máximo desarrollo. El judío, que aparece en la sociedad burguesa como un miembro especial, no es sino la manifestación específica del judaísmo de la sociedad burguesa.

El judaísmo no se ha conservado a pesar de la historia, sino por medio de la historia.

La sociedad burguesa engendra constantemente al judío en su propia entraña.

¿Cuál era, de por sí, el fundamento de la religión judía? La necesidad práctica, el egoísmo.

 El monoteísmo del judío es, por tanto, en realidad, el politeísmo de las muchas necesidades, un politeísmo que convierte incluso el retrete en objeto de la ley divina. La necesidad práctica, el egoísmo, es el principio de la sociedad burguesa y se manifiesta como tal en toda su pureza tan pronto como la sociedad burguesa alumbra totalmente de su seno el Estado político. El Dios de la necesidad práctica y del egoísmo es el dinero.

El dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede legítimamente prevalecer ningún otro Dios. El dinero humilla a todos los dioses del hombre y los convierte en una mercancía. El dinero es el valor general de todas las cosas, constituido en sí mismo. Ha despojado, por tanto, de su valor peculiar al mundo entero, tanto al mundo de los hombres como a la naturaleza. El dinero es la esencia del trabajo y de la existencia del hombre, enajenada de éste, y esta esencia extraña lo domina y es adorada por él.

El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en Dios universal. La letra de cambio es el Dios real del judío. Su Dios es solamente la letra de cambio ilusoria.

La concepción que se tiene de la naturaleza bajo el imperio de la propiedad y el dinero es el desprecio real, la degradación práctica de la naturaleza, que en la religión judía existe, ciertamente, pero sólo en la imaginación.

En este sentido, declara Thomas Münzer que es intolerable “que se haya convertido en propiedad a todas las criaturas, a los peces en el agua, a los pájaros en el aire y a las plantas en la tierra, pues también la criatura debe ser libre”.

Lo que de un modo abstracto se halla implícito en la religión judía, el desprecio de la teoría, del arte, de la historia y del hombre como fin en sí, es el punto de vista consciente real, la virtud del hombre de dinero. Los mismos nexos de la especie, las relaciones entre hombre y mujer, etc., se convierten en objeto de comercio, la mujer es negociada.

La quimérica nacionalidad del judío es la nacionalidad del mercader, del hombre de dinero en general.

La ley insondable y carente de fundamento del judío no es sino la caricatura religiosa de la moralidad y el derecho en general, carentes de fundamento e insondables, de los ritos puramente formales de que se rodea el mundo del egoísmo. También aquí vemos que la suprema actitud del hombre es la actitud legal, la actitud ante leyes que no rigen para él porque sean las leyes de su propia voluntad y de su propia esencia, sino porque imperan y porque su infracción es vengada.

El jesuitismo judaico, ese mismo jesuitismo que Bauer pone de relieve en el Talmud, es la actitud del mundo del egoísmo ante las leyes que lo dominan y cuya astuta elusión constituye el arte fundamental de este mundo.

Más aún, el movimiento de este mundo dentro de sus leyes es, necesariamente, la abolición constante de la ley.

El judaísmo no pudo seguirse desarrollando como religión, no pudo seguirse desarrollando teóricamente, porque la concepción del mundo de la necesidad práctica es, por su naturaleza, limitada y se reduce a unos cuantos rasgos.

La religión de la necesidad práctica no podía, por su propia esencia, encontrar su coronación en la teoría, sino solamente en la práctica, precisamente porque la práctica es su verdad.

El judaísmo no podía crear un mundo nuevo; sólo podía atraer las nuevas creaciones y las nuevas relaciones del mundo a la órbita de su industriosidad, porque la necesidad práctica, cuya inteligencia es el egoísmo, se comporta pasivamente y no se amplía a voluntad, sino que se encuentra ampliada con el sucesivo desarrollo de los estados de cosas sociales.

El judaísmo llega a su apogeo con la coronación de la sociedad burguesa; pero la sociedad burguesa sólo se corona en el mundo cristiano. Sólo bajo la égida del cristianismo, que convierte en relaciones puramente externas para el hombre todas las relaciones nacionales, naturales, morales y teóricas, podía la sociedad civil llegar a separarse totalmente de la vida del Estado, desgarrar todos los vínculos genéricos del hombre, suplantar estos vínculos genéricos por el egoísmo, por la necesidad egoísta, disolver el mundo de los hombres en un mundo de individuos que se enfrentan los unos a los otros atomística, hostilmente.

El cristianismo ha brotado del judaísmo. Y ha vuelto a disolverse en él. El cristiano fue desde el primer momento el judío teorizante; el judío es, por tanto, el cristiano práctico, y el cristiano práctico se ha vuelto de nuevo judío.

El cristianismo sólo en apariencia había llegado a superar el judaísmo real. Era demasiado noble, demasiado espiritualista, para eliminar la rudeza de las necesidades prácticas más que elevándolas al reino de las nubes.

El cristianismo es el pensamiento sublime del judaísmo, el judaísmo la aplicación práctica vulgar del cristianismo, pero esta aplicación sólo podía llegar a ser general una vez que el cristianismo, como la religión ya terminada, llevase a términos teóricamente la autoenajenación del hombre de sí mismo y de la naturaleza.

Sólo entonces pudo el judaísmo imponer su imperio general y enajenar al hombre enajenado y a la naturaleza enajenada, convertirlos en cosas venales, en objetos entregados a la servidumbre de la necesidad egoísta, al tráfico y la usura.

La venta es la práctica de la enajenación. Así como el hombre, mientras permanece sujeto a las ataduras religiosas, sólo sabe objetivar su esencia convirtiéndola en un ser fantástico ajeno a él, así también sólo puede comportarse prácticamente bajo el imperio de la necesidad egoísta, sólo puede producir prácticamente objetos, poniendo sus productos y su actividad bajo el imperio de un ser ajeno y confiriéndoles la significación de una esencia ajena, del dinero.

El egoísmo cristiano de la bienaventuranza se trueca necesariamente, en su práctica ya acabada, en el egoísmo corpóreo del judío, la necesidad celestial en la terrenal, el subjetivismo en la utilidad propia. Nosotros no explicamos la tenacidad del judío partiendo de su religión, sino más bien arrancando del fundamento humano de su religión, de la necesidad práctica, del egoísmo.

Por realizarse y haberse realizado de un modo general en la sociedad burguesa la esencia real del judío, es por lo que la sociedad burguesa no ha podido convencer al judío de la irrealidad de su esencia religiosa, que no es, cabalmente, sino la concepción ideal de la necesidad práctica. No es, por tanto, en el Pentateuco o en el Talmud, sino en la sociedad actual, donde encontramos la esencia del judío de hoy, no como un ser abstracto, sino como un ser altamente empírico, no sólo como la limitación del judío, sino como la limitación judaica de la sociedad.

Tan pronto logre la sociedad acabar con la esencia empírica del judaísmo, con la usura y con sus premisas, será imposible el judío, porque su conciencia carecerá ya de objeto, porque la base subjetiva del judaísmo, la necesidad práctica, se habrá humanizado, porque se habrá superado el conflicto entre ¡a existencia individual-sensible y la existencia genérica del hombre.

La emancipación social del judío es la emancipación de la sociedad del judaísmo.
 



[1] En los Estados Unidos no existe religión del Estado, ni religión declarada     como de la mayoría, ni preeminencia de un culto sobre otro. El Estado es ajeno   a todos los cultos. [N. del E.]

[2] La constitución no impone las creencias religiosas ni la práctica de un culto como condición de privilegios políticos. [N. del E.]

[3] En los Estados Unidos no se cree que un hombre sin religión pueda ser un hombre honesto. [N. del E.]

[4] Guerra de todos contra todos. [N. del E.]

[5] Derechos del hombre. [N. del E.]

[6] Derechos del ciudadano. [N. del E.]

[7] Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. [N. del E.]

[8] No debe perseguirse a nadie por sus opiniones, incluso las religiosas. [N. del E.]

[9] A todos la libertad de practicar el culto religioso a que se halle adscrito. [N. del E.]

[10] El libre ejercicio de los cultos. [N. del E.]

[11] La necesidad de enunciar estos derechos presupone o la presencia o el recuerdo reciente del despotismo. [N. del E.]

[12] Constitución de Pensilvania, art. 9, & 3: Todos los hombres han recibido de la naturaleza el derecho imprescriptible de adorar al Todopoderoso con arreglo a las inspiraciones de su conciencia, y nadie puede, legalmente ser obligado a practicar, instituir o sostener en contra de su voluntad ningún culto o ministerio religioso. Ninguna autoridad humana puede, en ningún caso, intervenir en materias de conciencia ni fiscalizar las potencias del alma. [N. del E.]

[13] Constitución de New-Hampshire, arts. 5 y 6: Entre los derechos naturales, algunos son inalienables por naturaleza, ya que no pueden ser sustituidos por otros. Y entre ellos figuran los derechos de conciencia. [N. del E.]

[14] Estos derechos, etc. (los derechos naturales e imprescriptibles) son: la igualdad. la libertad, la seguridad y la propiedad. [N. del E.]

[15] La libertad es el poder del propio hombre de hacer todo lo que no lesione los derechos de otro.[N. del E.]

[16] La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro. [N. del E.]

[17] El derecho de propiedad es el derecho de todo ciudadano a gozar y disponer a su antojo de sus bienes, de sus rentas, de los frutos de su trabajo y de su industria. [N. del E.]

[18] La igualdad consiste en que la aplicación de la misma ley a todos, tanto cuando protege como cuando castiga. [N. del E.]

[19] La seguridad consiste en la protección conferida por la sociedad a cada uno de sus miembros para la conservación de su persona, de sus derechos y de sus propiedades. [N. del E.]

[20] El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. [N. del E.]

[21] El gobierno ha sido instituido para garantizar al hombre el disfrute de sus derechos naturales e imprescriptibles.[N. del E.]

[22] Libertad indefinida de la prensa. [N. del E.]

[23] La libertad de prensa no debe permitirse cuando compromete la libertad política. [N. del E.]

[24] Quien ose acometer la empresa de instituir un pueblo debe sentirse capaz de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar a  cada individuo, que es por sí mismo un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor del que este individuo reciba, hasta cierto punto, su vida y su ser, de sustituir la existencia física e independiente por una existencia parcial y moral. Debe despojar al hombre de sus fuerzas propias, para entregarle otras que le sean extrañas y de las que sólo pueda hacer uso con la ayuda de otros. [N. del E.]

[25] Fuerzas propias. [N. del E.]

[26] Ese que veis a la cabeza de una respetable corporación empezó siendo comerciante; como su comercio quebró, se hizo sacerdote; este otro comenzó por el sacerdocio, pero en cuanto dispuso de cierta cantidad de dinero, dejó el púlpito por los negocios. A los ojos de muchos, el ministerio religioso es una verdadera carrera industrial.[N. del E.]