La formación del marxismo de Gramsci

Manuel Sacristán, "La formación del marxismo de Gramsci"

Texto corregido de una conferencia en el Ateneo de Pontevedra en 1967. Extraído de la edición elaborada por Joves Comunistes.

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La formación del marxismo de Gramsci

 

 

Hace 30 años daba Radio Barcelona la noticia de la muerte de Antonio Gramsci el (día 27 de abril de 1937, a los 46 años de edad y a los seis días de haber cumpli­do condena bajo el primero de los fascismos europeos). La obra de Gramsci es el origen del interesante marxis­mo italiano contemporáneo, y sigue presente en él in­cluso cuando éste se hace crítico y polémico respecto de su verdadero fundador. Gramsci es un clásico marxista de los mejor leídos, de los menos embalsamados. Eso explica la varia complejidad de la literatura gramscia-na. De los numerosos temas propuestos y mejor o peor resueltos por esa abundante literatura (a la que sigue faltando, sin embargo, la base de una verdadera edición crítica, todavía en preparación), se va a discutir en estas líneas uno muy limitado, que no rebasa en mucho la ju­ventud del pensador político: la formación del marxis­mo de Gramsci puede, en efecto, considerarse ultimada en lo esencial en la época de L'Ordine Nuovo (1919-1920), seis años antes de la detención (8-XI-1926) que no aca­baría prácticamente sino con su muerte.1

Pero no es forzoso que esa limitación arrebate todo interés al asunto. Hay más bien dos razones para admi­tir que éste merece consideración: primera, que seguir la formación del marxismo de Gramsci obliga a descri­bir un caso realmente difícil de recuperación y reelabo­ración de la inspiración marxiana en un marco de ideas y creencias sumamente desfavorables a ella; segunda, que, como balance de la descripción de esa experiencia, puede tal vez señalarse algún importante problema pen­diente en el pensamiento socialista contemporáneo, pro­blema identificado y abierto en la obra de Gramsci, y no resuelto en ella, probablemente porque todo auténtico pensador descubre problemas más allá de sus soluciones.

Ya en 1910, apenas bachiller y todavía en Cerdeña, Gramsci ha leído algo de Marx —«por curiosidad inte­lectual»—. La puntualización —del propio Gramsci— es de interés, porque el joven está ya entonces interesado por el movimiento social de la época y empieza a inser­tarse en él. Lo hará plenamente muy poco después de em­pezar sus estudios superiores —interrumpidos luego por la dedicación política—, en la universidad de Turín. Y desde el año siguiente será un socialista activo ya con cierta  responsabilidad  de  dirigente,  sobre  todo   en  la prensa.

Pero si se recuerda el ambiente cultural italiano de esos años, no tiene nada de paradójico el que un joven socialista, revolucionario por su primera inspiración po­lítica, no lea a Marx por consolidar su pensamiento re­volucionario, sino por cumplir intelectualmente, «por curiosidad intelectual»: la formación de Gramsci es la del idealismo italiano dominante en la época. Su autor principal, especialmente cuando, pasada la adolescencia, el pensamiento de Gramsci busca rigor, es Croce; tam­bién Gentile, en menor medida.2 De estos autores conser­vará Gramsci durante mucho tiempo algunos unilatera­les modos de leer a Marx. De Croce es, por ejemplo, la idea de que el materialismo histórico de Marx no es ni ciencia ni doctrina práctica revolucionaria, sino un con­junto de «cánones» para la interpretación del pasado. Por curiosa que pueda parecer esa interpretación de Marx a un lector posterior a Lenin, ella es muy compren­sible en el ambiente cultural de la Italia de principios de siglo. Por un lado, el trivial positivismo de autores con una considerable vigencia, como Loria3 —que explicaba la historia en clave de determinismo fisiológico para aca­bar, obviamente, en la clásica glorificación positivista de lo dado—, movía por reacción al joven revolucionario a buscar el camino de su pensamiento en el sentido más opuesto imaginable: el idealismo. Por otro lado, el mar­xismo oficial de la socialdemocracia de la época era pura y simplemente un positivismo más: mero mecanicismo economicista en la teoría y colaboracionismo reformis­ta en la práctica. Era natural que, si eso se tomaba por exposición correcta del pensamiento de Marx, un joven pensador y político de tendencia revolucionaria apela­ra entusiásticamente a algún idealismo. Unas pocas lí­neas del primer artículo importante de Gramsci en Tu­rín (IGP 31-X-1914, SG 3-7) pueden ilustrar el resultado de esa situación. En esas líneas habla Gramsci de «los revolucionarios que conciben la historia como creación de su propio espíritu, hecha por una serie ininterrum­pida de tirones aplicados a las demás fuerzas activas y pasivas de la sociedad, y preparan el máximo de con­diciones favorables para el tirón definitivo». La descrip­ción de esos revolucionarios es sin duda autodescrip-ción; y no hay siquiera necesidad de comentar el idea­lismo de esa histórica creación del espíritu de los revo­lucionarios. Con incoherencia nada nueva en el socia­lismo moralista, se añaden a esa historia espiritual las «condiciones» (materiales), el resto marxista que le ha comunicado la tradición del movimiento obrero y del que el responsable periodista militante no puede des­prenderse porque se lo impone la experiencia  directa de las luchas sociales. Y ya en esta época tiene Gramsci bastantes experiencias  directas  de esa naturaleza.

No es que falte al Gramsci de los años 14-17 todo conocimiento serio de Marx y de su real inspiración re­volucionaria. A las lecturas primerizas «por curiosidad intelectual» se han sumado sin duda muchas otras, des­de el Manifiesto hasta —sorprendentemente— algunos escritos juveniles del creador del socialismo crítico o, como suele decirse, «científico». En esa época Gramsci presta también atención a problemas sociológicos, y su percepción de la lucha de clases es aguda (cfr. IGP 9-XII-1916, SG 48-53). Pero su dominio del pensamiento de Marx es escaso. En los textos gramscianos de la épo­ca abundan las malas interpretaciones (hasta del con­cepto de plusvalía: A 16-1-1916, SG 58), y de vez en cuan­do se encuentra en ellos alguna extraña combinación de palabras que, de no ser erratas,4 son crasos sinsen-tidos (ejemplo «acumulación de modos de producción»). Es claro que en Turín, bajo la influencia de socialistas revolucionarios con más tradición marxista y bajo la del movimiento obrero mismo, con su sindicato y su gran cooperativa, Gramsci se esfuerza por asimilar ele­mentos marxianos a su juvenil esquema revolucionario. En algún momento se acerca incluso a la solución me­jor y más profunda de lo que será su largo forcejeo con la obra de Marx, como ocurre en el artículo «Sofis­ma curialeschi» (A 3-IV-1916, SG 101-102). En ese artícu­lo da cuenta Gramsci de una carta recibida (de un com­pañero) en la que se dice que no hay por qué preocuparse por los enormes beneficios de la Fiat, pues esa concen­tración propia del capitalismo hará posible la gran in­dustria y el paso al socialismo. Gramsci contesta que ése es un viejo sofisma reformista del que «se sabe dón­de empieza y no dónde termina». Es verdad que el proletariado está interesado en la gran industria, porque ésta favorece la delimitación antagónica de las clases. Pero el incremento del capitalismo está condicionado por la explotación de los obreros, y, por tanto, hay que oponerse a sus consecuencias inmediatas. «En resolu­ción», concluye Gramsci, el remitente de la carta «se queda con Ricardo (...) y con su fatalismo. Nosotros, en cambio, estamos con Marx y estamos dispuestos a contribuir al desarrollo del capitalismo, a la concentra­ción económica, a la gran industria, a la ampliación de las antítesis de clase, luchando contra los capitalistas, denunciando sus delitos, las formas de explotación in­noble, la acumulación de riquezas individuales...» Es claro que esas líneas implican una plausible interpreta­ción de Marx desde el punto de vista del problema que la obra de éste plantea a Gramsci: la integración del análisis histórico-económico con la acción revoluciona­ria. El Capital —dicen implícitamente esas líneas— no es sólo análisis teórico, sino también praxeología, doc­trina de acción revolucionaria.

Pero momentos como el recordado son del todo ex­cepcionales en el pensamiento del Gramsci joven. Acaso por la urgencia periodística con que escribe, y también sin duda por la influencia de aquellos «burgueses autén­ticos como Garofalo y Croce» que han «impreso huellas imborrables» en el «desarrollo doctrinal del marxismo» (A 20-VII-1916, SM 203), Gramsci no puede aún seguir por aquella vía y resuelve por lo general su problema con Marx en esa época mediante mezclas sin sintetizar del principio revolucionario-idealista y el «saber» histó­rico-económico de Marx. Un texto de 1915 (IGP 13-XI, SG 7) —escrito, por cierto, para comentar el Congreso de aquel año del Partido Socialista Obrero Español—, es característico de la situación general del pensamiento de Gramsci en la época: «Para nosotros la Internacio­nal es un acto del espíritu, es el conocimiento que tienen (cuando lo tienen) los proletarios de todo el mundo de que constituyen una unidad, un haz de fuerzas concor­demente orientado, dentro de la variedad de las entida­des nacionales, hacia una finalidad común, la sustitu­ción del factor capital por el factor producción en el dinamismo de la historia, la irrupción violenta de la clase proletaria, hasta ahora sin historia o con historia sólo potencial, en el enorme movimiento que produce la vida del mundo». La copresencia de conceptos econó­micos con una concepción de la historia tan idealista que estima fuera de ésta a las masas anónimas es real­mente difícil y chirriante.

Cuando, al final de este período juvenil, Gramsci vuel­ve a tomar la fórmula interpretativa crociana para in­tentar definirse ante sí mismo su lectura de Marx, llega también a una combinación mecánica; Marx habría en­señado un determinismo histórico respecto del pasado, pero el hecho de que creara un movimiento revolucio­nario indicaría que no lo estimaba así para el futuro. En 1916 (A 22-V, SM 148) Gramsci se atiene a esa débil, adialéctica paradoja de «la historia, de la cual somos criaturas por lo que hace al pasado y creadores por lo que hace al porvenir».5

Gramsci ha nacido al socialismo sobre la base de la realidad por él conocida —la miseria rural y minera sar­da— y de la inspiración culta de unos intelectuales —Croce, Salvemini, Gentile, Bergson, etc.— que no son ni dirigentes obreros ni intelectuales marxistas, sino «senadores», «burgueses auténticos», como dice él mismo. El positivismo mecanicista, economicista y antirre-volucionario de la interpretación socialdemócrata de Marx6 le refuerza la tendencia idealista. Mas tarde, el trato con dirigentes obreros e intelectuales marxistas en Turín le hace sentir la necesidad de entender a Marx de otro modo. El primer resultado del esfuerzo por con­seguirlo es un compromiso tan mecánico como el pensa­miento de los autores a los que se opone; Marx sería el científico socialista que suministra «cañones» para la interpretación del pasado. Pero no es el pensador de! presente ni del futuro, porque, tal como lo ve la social-democracia, su pensamiento no es revolucionario, sino evolucionista, de expectativa: un dejar que actúen me­cánicamente los factores interpretados por aquellos «cá­nones». Tal es la situación del marxismo en el pensa­miento de Gramsci —la de un mero magisíer vitae ex post— cuando la revolución rusa de febrero y luego la de Octubre someten ese esquema a una crisis.

La revolución rusa de febrero confirma para Grams­ci que el pensamiento revolucionario ha de tener una base idealista. Interpretando los hechos de febrero, Gramsci escribe unas líneas de importancia para la in­terpretación de su pensamiento porque muestran cómo la aportación quizá más fecunda del filósofo italiano al pensamiento marxista ha nacido precisamente de su idea­lismo, aunque se ofrece al mismo tiempo como vía para salir de él. Se trata del tema de las hegemonías: «Pero ¿basta que una revolución haya sido hecha por los pro­letarios para que ella misma sea una revolución prole­taria? También la guerra la hacen los proletarios, y no es sin más un hecho proletario. Para que lo sea es ne cesario que intervengan otros factores, los cuales son espirituales. Es necesario que el hecho revolucionario resulte, además de fenómeno de fuerza, fenómeno mo­ral, hecho moral» (IGP 9-IV-1917, SG 105).

El decurso de la revolución rusa complica seriamen­te las reflexiones de Gramsci. Éste se ha sentido desde el primer momento (ya desde Zimmerwald) identificado con Lenin y los bolcheviques que le muestran la prime­ra organización de un socialismo revolucionario libre del positivismo reformista de la socialdemocracia.7 Pero es manifiesto que los leninistas son marxistas y mate­rialistas, no idealistas. Gramsci, que va a ser la cabeza de la fracción bolchevique en el Partido Socialista Ita­liano, se ve obligado una vez más —y con mayor urgen­cia que hasta entonces— a reconsiderar su marxismo. El resultado es una nueva fórmula de compromiso, bas­tante más profunda, empero, que las anteriores de las que nace: los «cánones» marxianos no interpretan sólo el pasado, sino cualquier situación; pero no deben en­tenderse como previsiones materiales de plazos, fases o términos fijos, sino más bien como una descripción de fases o estadios cuya realización puede ser instan­tánea, sin necesidad de despliegue material de la socie­dad a través de todas esas fases, porque basta con que la consciencia de la clase obrera supere todas ellas: «En la revolución rusa Lenin no ha tenido el destino de Ba-beuf. Ha podido convertir su pensamiento en fuerza ac­tiva de la historia. Él y sus compañeros bolcheviques están convencidos de que realizar el socialismo es posi­ble en cualquier momento. Se alimentan de pensamien­to marxista. Son revolucionarios. Y el pensamiento re­volucionario niega el tiempo como factor de progreso. Niega que todas las experiencias intermedias entre la concepción del socialismo y su realización hayan de te­ner una manifestación absoluta e íntegra en el espacio y en el tiempo. Basta con que esas experiencias se ac­túen en el pensamiento para que sean superadas y se pueda pasar más allá. Lo necesario es sacudir las cons-ciencias, conquistar las consciencias».

Ese texto es de julio de 1917 (IGP 28-VII 1917, SG 124). Las consecuencias políticas que pueden derivarse de él son típicamente marxistas y leninistas: son en sus­tancia el politicismo característico del socialismo de Marx, intensamente subrayado en el leninismo. Pero mientras que Lenin basa ese énfasis político o «subje-tivista» (que permite considerar con más dominio los retrasos de la evolución económica, etc.) en el dato eco­nómico-social de la crisis del antiguo régimen, en la te­sis  del  «eslabón más  débil»  del  capitalismo mundial Gramsci llega precipitadamente al mismo resultado po­lítico por el procedimiento, científicamente nulo y gor­diano, de inyectar idealismo en Marx.

 

El compromiso es tan inestable que no resiste a la sacudida de la Revolución de Octubre. Con ésta se abre la fase definitiva de la formación del marxismo de Gramsci, en la cual sus propias dificultades y hasta las más serias deficiencias de su formación filosófica van a resultar a veces fermento de descubrimiento (aná­logamente a cómo, en la fase anterior, ha nacido de tan confuso suelo intelectual la fecunda idea de lá hegemo­nía cultural necesaria a una clase para ser políticamen­te dominante).

Esta fase del pensamiento de Gramsci se abre con un artículo de título significativo: «La revolución con­tra El Capital» (IGP 5-1-1918, SC 149-153). Es su segundo artículo sobre la Revolución de Octubre, pero el prime­ro con verdadero contenido teórico. El artículo afirma que la revolución de los bolcheviques está hecha de ideo­logía más que de hechos. A eso sigue la frase «Es la re­volución contra El Capital de Carlos Marx». Pero, como era de esperar, los esfuerzos de los años anteriores por asimilar el pensamiento de Marx a su vocación socialis­ta revolucionaria han dejado un poso ya imborrable en Gramsci. Aparte de lo cual, como él mismo ha escrito, los bolcheviques que han hecho esa revolución son mar-xistas. Por todo eso, después del agresivo desahogo de la frase periodística, Gramsci se dedica a explicar cómo son marxistas los bolcheviques. Y es importante notar la vacilación con que lo hace. Tal vez se deba a la prisa periodística este notable testimonio de la inseguridad del marxismo de Gramsci: éste, en efecto, da nada me­nos que tres explicaciones distintas e incompatibles en las mismas cuatro páginas. Primera: los bolcheviques son fieles a la inspiración de Marx, no a su texto literal, que adolece de «incrustaciones positivistas» en las cua­les se basa la interpretación socialdemócrata, economicista, del marxismo. Segunda: la revolución bolchevique no entra en el esquema o «canon» de Marx porque éste no podía prever la formación rápida anormal de volun­tad popular debida a la guerra. El esquema de Marx sólo vale para la «normalidad» histórica. Parece claro que esas dos interpretaciones son incompatibles: en la primera se niega que la interpretación socialdemócrata de Marx recoja la verdadera inspiración de éste: recoge sólo las «incrustaciones positivistas» presentes en la «letra» de Marx. En la segunda, en cambio, se admite que la lectura economicista es la «normal». Pero aún dan de sí esas cuatro páginas para una tercera explica­ción: que el pueblo ruso ha hecho la evolución «normal» en su consciencia, cumpliendo así el esquema de Marx. Los bolcheviques lo han entendido y han conseguido de este modo una revolución... ¿contra El Capital? La in­seguridad de Gramsci es, como se ve, tanta, que acaba en la refutación de su propia espectacular frase.

Pero la veracidad y la franqueza con que Gramsci vive su problema van teniendo, como suele ocurrir, su premio. En materia de ideas lo estéril no suele ser la aceptación veraz de los problemas, por espectaculares que sean los cortocircuitos mentales que produzca ante una cuestión irresuelta la debilidad de los instrumentos intelectuales aplicados (en el caso de Gramsci, el difuso idealismo culturalista en que ha crecido). Ya siete días después del artículo recién citado publica Gramsci otro, con resonancias de lecturas del joven Marx (hasta en el título: «La crítica crítica», IGP 12-1-1918, SG 153-155), en el cual, sin que cambie el léxico, obtiene una aprecia-ble profundización de sus puntos de vista: «La nueva generación parece querer un regreso a la genuina doc­trina de Marx, por la cual el hombre y la realidad, el instrumento de trabajo y la voluntad no están separa­dos, sino que se identifican en el acto histórico». Como algunas otras felices formulaciones de Gramsci —«he­gemonía», «centro de anudamiento»-—, ésta de «acto histórico» como unidad de los procesos de base y la acción política revolucionaria es seguramente una de las me­jores expresiones con que cuenta la literatura marxista para nombrar la realidad concreta contemplada por la dialéctica revolucionaria de Marx. A eso sigue una ver­sión mejorada de la idea del materialismo histórico como conjunto de «cánones» interpretativos. Y, por último, una conclusión que es una toma de posición: los miem­bros de la «nueva generación» —es decir, los bolchevi­ques y, entre ellos, Gramsci mismo, ya en la vía que lle­vará a la fundación del PCI— «creen no que la guerra ha destruido el materialismo histórico» al provocar una «revolución contra El Capital», «sino que la guerra ha modificado las condiciones del ambiente histórico nor­mal, por lo cual la voluntad social, colectiva de los hom­bres ha conseguido una importancia que no tenía nor­malmente.» (Gramsci se refiere en otro lugar —que completa éste— a la «concentración» de los trabajado­res de la ciudad y el campo «en las trincheras», que ha suplido la concentración «normal» en la gran industria). «Estas nuevas condiciones son, también ellas, hechos económicos, han dado a los sistemas de producción un carácter que no tenían antes». (Gramsci alude a la esta-tificación transitoria de la industria bélica y pesada.) «La educación del proletariado se ha adecuado a ello necesariamente y ha llevado en Rusia a la dictadura.» Durante toda la primera mitad de aquel año Grams­ci vuelve constantemente, de modo cada vez más pro­fundo, al tema que vertebra su evolución intelectual de revolucionario. Pero ahora lo toma en la nueva y con­creta forma que le ha dado la Revolución de Octubre: ¿cómo resuelve el leninismo la cuestión de la interpre­tación de Marx? Cuando empezó a presentarse a las so-cialdemocracias europeas el problema de la adhesión a la III Internacional y —aunque todavía en el horizon­te— el de la formación en otro caso de partidos comu­nistas, fueron frecuentes las discusiones acerca de los «dos aspectos de Marx», el supuestamente «místico», o revolucionario, y el científico», o de historiador. Gramsci ha intervenido repetidamente en esas discusiones. Y en alguna ocasión —por vez primera en mayo de 1918 (IGP ll-V-1918, SG 377-380)— la discusión del tema le lleva hasta el umbral de un difícil asunto que cobrará impor­tancia en los Cuadernos de la Cárcel, no quedará resuel­to en ellos ni lo está hoy en la práctica: el tema de la ideología, el problema de si el pensamiento revolucio­nario ha de ser o no ideológico. La cadena mental que le lleva hasta ese problema, partiendo de la disputa acerca del Marx «místico» y el Marx «historiador», es como sigue: Gramsci rechaza con buen sentido esa tri­vial dicotomía que, en el mejor de los casos, es para él una exageración retórica. Pero queda el hecho de que él mismo, Gramsci, aún tiende de vez en cuando a ver «incrustaciones positivistas» de importancia en Marx, junto a la básica inspiración revolucionaria. En pocos meses, sin embargo, la voraz lectura de todo lo que encuentra de Lenin le ha hecho andar mucho cami­no. El Marx científico no es va para él un positivista, sino el investigador que ha descubierto los hechos bá­sicos de que arranca el «acto histórico» revolucionario. Más, ¿cómo se desencadena éste? Y, sobre todo, ¿cmé factor tiene en el pensamiento de Marx la función des-encadenadora del acto histórico? Gramsci contesta: la ideología. Y nada más escribirlo se siente incómodo. Sus lecturas de Marx son, en efecto, ya importantes, y no le permiten dudar del carácter antiideológico de la obra y de los motivos más profundos de Marx. Un reflejo de esa incomodidad intelectual de Gramsci ante su propio nuevo planteamiento del problema se nota ya, por ejemplo, en la primerísima aparición de dicho plan­teamiento, del tema de la ideología, en el artículo últi­mamente citado: «Marx se burla de las ideologías, pero es ideólogo en cuanto hombre político actual, en cuanto revolucionario». A lo cual siguen unas líneas cuyo enfático comienzo —presumible indicio de timidez— se explica suficientemente por la inconsistencia del resto: «La verdad es que las ideologías son risibles cuando son pura charla, cuando se destinan a crear confusión, a ilusionar y someter energías sociales potencialmente antagónicas, a una finalidad que les es ajena».

El origen idealista, y, en general, la hegemonía de mi idealismo culturalista y anticientificista (por iner­cia muy común a los antipositivismos poco precavidos) en la Italia de la primera mitad del siglo dan a Grams-ci muy pocas armas para sublevarse con éxito contra la supuesta fatalidad o inevitabilidad de la ideología en el pensamiento revolucionario. Pero lo interesante aquí es notar cómo un problema, auténticamente vivido y pensado lleva de verdad hasta su estadio final. En ese y en otros textos que habrá ocasión de considerar en seguida, Gramsci, levantándose con talento bastante por encima de su instrumental intelectual, ha susci­tado uno de los problemas hoy más actuales en el pensamiento revolucionario —el del ideologismo y el criticismo— de un modo incluso más claro que Lenin, pese a contar éste con elementos doctrinales sin duda superiores.

Pero antes de considerar un poco sustantivamente ese problema es oportuno documentar aún el" momen­to de mayor madurez del marxismo del Gramsci jo­ven; ese momento se alcanza, bajo la influencia de Le­nin, en la época que precede a la constitución del P.C.Í. Un artículo de esa época («Utopía», A 25-VII-1918, SG 280-287) puede ilustrarlo adecuadamente. En ese artícu­lo se propone Gramsci refutar el reproche de utopía dirigido a Lenin por los social-demócratas. El reproche se basaba en el argumento de que la sociedad rusa no había atravesado plenamente la fase de desarrollo ca­pitalista. Gramsci contesta con una argumentación que coincide totalmente con la interpretación del marxismo por Lenin en la célebre fórmula que ve la esencia del pensamiento de Marx en el «análisis concreto de la si­tuación concreta». Escribe Gramsci: «Todo fenómeno histórico es "individuo"; el desarrollo se rige por el rit­mo de la libertad; la investigación no debe ser de la necesidad genérica, sino de la necesidad particular. El proceso de causación debe estudiarse intrínsecamente a los acontecimientos rusos, no desde un punto de vista genérico y abstracto.» En el resto del artículo enume­ra Gramsci peculiaridades de la situación rusa, las va­lora con criterios suficientemente marxistas y termina resumiendo otra tesis de Lenin, que estaba ya, en rea­lidad, presente en escritos de Engels (hasta en el Anti-Dühring), pero había sido olvidada en la tradición so-cial-demócrata: que son posibles revoluciones proleta­rias (proletarias en sentido estricto: modernas) cuyo re­sultado directo no sea el socialismo, sino la garantía de evolución rápida hacia el socialismo.

 

Al final de la época de juventud y libertad de Grams­ci se registra, en conclusión, la superación del empacho con que el filósofo y político se ha enfrentado con el texto de Marx en años anteriores. Es la influencia de Lenin lo que ha permitido a Gramsci entender la sus­tancia del pensamiento de Marx. Y esa influencia es muy explicable incluso desde un punto de vista mera­mente teórico. En efecto, el problema doctrinal de Gramsci ha sido el mismo de Lenin: recuperar un mar­xismo revolucionario frente a la visión reformista so-cial-demócrata del pensamiento de Marx. E incluso los caminos seguidos por ambos pensadores y dirigentes po­líticos tienen un elemento común: ambos se han apo­yado para conseguir esa recuperación en la tradición idealista; Lenin en Hegel, tras descubrir, con la expli­cable exageración del que reacciona contra una situa­ción de enquistamiento del pensamiento socialista, que «no se puede entender El Capital sin conocer la Lógica de Hegel»; Gramsci en el idealismo culturalista crociano (y, en menor medida, en el vago biologismo que que­daría desplazado de la filosofía europea hacia mediados de siglo). Pero Lenin y Gramsci recorren ese camino en sentidos contrarios: Lenin parte de Marx y recupera a Hegel para darse razón del carácter revolucionario, por dialéctico, de aquél. Gramsci, a la inversa, parte filo­sóficamente del idealismo que es su herencia cultural, y en su marcha hacia Marx cree llevar él mismo, con esa tradición idealista, el principio revolucionario.  La influencia bolchevique le permite redescubrirlo en Marx. Ya ese asunto puede contarse entre los temas grams-cianos (y leninianos) que hoy deben encontrarse de nue­vo en primer plano en la reflexión marxista. Y lo está ya en realidad, de modo más o menos explícito.  Son numerosos,  en efecto,  los  autores  que no ven en los fenómenos involutivos  de la filosofía marxista  de los decenios anteriores a 1956 más que los efectos de un «positivismo» global y simplísticamente atribuido a «Stalin». Por eso tales escritores filosóficos tienden frecuen­temente a recurrir de nuevo a Hegel y a la tradición idealista. Tales son los casos, por ejemplo, del Lukács de los últimos años (sobre todo en la Estética), de Kosik, de Kolakowski, de Garaudy, y hasta de Havemann, pese a su condición de científico de la naturaleza. Otros autores, viendo —con más razón— que el supuesto «po­sitivismo» de la filosofía soviética en ese próximo pasa­do no es sino a lo sumo un elemento, y probablemente secundario, de la situación que se trata de superar, son más reacios a ver en el Hegel de la Fenomenología la panacea de todos los males. O en el de la Lógica. Au­tores tan distintos entre sí como Luporini, Della Volpe, Althusser, Schaff, etc., coinciden al menos en una orien­tación que no ve ninguna ganancia  apreciable  en  la apelación a la filosofía especulativa tradicional.

Una situación así reproduce uno de los principales aspectos de la problemática filosófica de Gramsci. Pero no es ese aspecto el que va a merecer aquí una breve consideración final, sino otro que en realidad lo absor­be. Se trata de lo siguiente:

Poco antes se ha visto cómo Gramsci, tras superar, bajo la influencia de Lenin, la lectura positivista de Marx hecha por la social-democracia, intenta formular en qué consiste el elemento revolucionario del pensa­miento marxiano; y cómo cree descubrirlo en algún ca­rácter ideológico de la obra de Marx. Se ha visto tam­bién que ya la primera vez que hace esa afirmación, Gramsci revela una cierta inseguridad o timidez, provo­cada por su conocimiento de la radical crítica —o «bur­la», como dice Gramsci— a que Marx somete el hecho de la ideología. Sin embargo, Gramsci no va a rebasar ya esa insegura solución de su problema marxiano, de su lectura de Marx. En este punto los Cuadernos de la cárcel no van a presentar actitudes nuevas, sino sólo el intento de consolidar dicha interpretación. No es inútil dedicar alguna atención a comprobarlo.

En los cuadernos de la cárcel de Turi Gramsci inten­ta documentar con textos del propio Marx un carácter ideológico del pensamiento de éste. Una nota del Cua­derno VIII (Turi, 1930-31, IMS 49) puede ilustrar ade­cuadamente este punto: «Recordar la frecuente afir­mación de Marx sobre "la solidez de las creencias po­pulares" como elemento necesario de una determinada situación. Dice poco más o menos: "Cuando este modo de concebir las cosas tenga la fuerza de las creencias populares", etc., etc. Otra afirmación de Marx dice que una convicción popular tiene frecuentemente la misma energía que una fuerza material o algo parecido [...]. Creo que el análisis de esas afirmaciones lleva a refor­zar la concepción de "bloque histórico", en el cual pre­cisamente las fuerzas materiales son el contenido y las ideologías la forma, distinción entre forma y contenido que es meramente didáctica, porque las fuerzas mate­riales no serían concebibles  históricamente  sin forma y las  ideologías  serían  caprichos  individuales   sin  las fuerzas materiales».

La idea de «bloque histórico» es otra de las afor­tunadas acuñaciones de conceptos a las que ya se ha hecho referencia y que son acaso el fruto más per­manente de la obra teórica de Gramsci: como si en el forcejeo teórico Gramsci hubiera conseguido una agu­dización de la capacidad de percibir y nombrar el ob­jeto esencial de sus esfuerzos. En este caso —«bloque histórico»— se trata de la totalidad y unidad concreta de la fuerza social, la clase, con el elemento cultural-espiritual que es consciencia de su acción y forma del re­sultado de ésta. El concepto —con ese nombre o con otro— es sin duda imprescindible para un marxismo verdaderamente dialéctico, que no entienda positivísti­camente la historia como evolución fatal y lineal de los fenómenos económicos. Pero en la misma presentación del concepto se aprecia la causa por la cual Gramsci no pudo decidir nunca sino dentro del dilema «ideo-logismo-o-reformismo». Las frases de Marx de cuyo vago recuerdo parte la reflexión de Gramsci son sin duda del tipo de la célebre «La teoría se hace fuerza cuando aferra las masas» (Die Theorie wird zur Machí, wenn sie die Massen ergreift). La formación idealista-culturalista de Gramsci le hace identificar «teoría», la palabra usa­da por Marx, con «ideología». Gramsci no vé pues la posibilidad de que la mediación entre la fuerza social (la energía de la clase obrera) y la intervención revo­lucionaria sea de naturaleza científica, de la naturale­za del programa crítico; para él, la única mediación po­sible es una nueva ideología, la adopción por el mar­xismo de la forma cultural de las religiones y de los grandes sistemas de creencias, sintéticos y especúlate vos, de la tradición. En la época anterior a su deten­ción, Gramsci ha expresado eso sin reparos. He aquí un ejemplo: «Los socialistas marxistas no son religiosos; creen que la religión es una forma transitoria de la cultura humana que será superada por una forma superior de la cultura, la filosófica: creen que la religión es una concepción mitológica de la vida y del mundo, con­cepción que será superada y sustituida por la fundada en el materialismo histórico

[...]» (A 26-VIII-1920, SM 415). Ese categórico texto contiene —junto con la te­sis marxiana de la caducidad de la religión— dos tesis incompatibles con la crítica de Marx (y de Engels) a la ideología: primera, la admisión de la validez fu­tura de la filosofía como visión sintética o construc­tiva del mundo; segunda, la comprensión del materia­lismo histórico como un producto cultural funcional-mente idéntico a la religión, o sea, como un producto cultural ideológico.

Ya antes de su detención, como ha quedado regis­trado, Gramsci ha profundizado su lectura de Marx lo suficientemente para saber que el pensamiento de Marx es esencialmente crítica («burla») de la ideología. Por eso en los Cuadernos de la cárcel no se volverá a en­contrar afirmación tan categórica como la recién trans­crita de 1920. Pero Gramsci no tendrá tiempo de salir del dilema en que se encuentra. La exigencia del fis­cal fascista —el cerebro de Gramsci debía dejar de fun­cionar— no se cumplió, ciertamente, al pie de la letra. Pero sí en parte: la prematura muerte de Gramsci im­pide saber si la inestabilidad de su contraposición en­tre ideologismo y positivismo reformista en la compren­sión de Marx se habría superado en una praxeología racional y concreta, crítica y antiideológica, de la cual estuvo, por otra parte, tan cerca, con su acentuación del principio de la práctica. En todo caso, la muerte ha concluido el imponente martirio del cuerpo destro­zado de Gramsci antes de que su inteligencia pudiera dar algún paso más allá en aquella dirección. Uno de los últimos Cuadernos —quizás el último, el XVIII (For-mia 1934 o 1935, IMS 47-49)— contiene una nota larga que nos le muestra esforzándose aún por conseguir una solución de compromiso entre la crítica marxiana de las ideologías y la convicción gramsciana de que la ideo­logía es la única instancia mediadora entre la fuerza social y la acción. Vale la pena recordar esa nota exten­samente. Bajo el título de Concepto de ideología y tras una alusión implícita a Destutt de Tracy, Gramsci em­pieza por reconocerse a sí mismo que los clásicos del marxismo (de la «filosofía de la práctica») son ante todo, como filósofos, críticos de la ideología: «La "ideo­logía" ha sido un aspecto del "sensismo", o sea, del ma­terialismo francés del siglo xvm [...]. Hay que exami­nar históricamente —porque lógicamente es un proce­so fácil de captar y comprender— cómo el concepto de ideología ha pasado de significar "ciencia de las ideas", "análisis del origen de las ideas", a significar un deter­minado "sistema de ideas" [...]. El mismo significado que ha tomado el término 'ideología' en la filosofía de la práctica contiene implícitamente —"implícitamente" es ilusión de Gramsci— «un juicio de desvalor [...]». Pero, tras ese reconocimiento, Gramsci busca un com­promiso que le permita salvar el concepto de ideolo­gía. El resultado no es nada brillante: es una inconsis­tente distinción entre ideologías respetables y no respe­tables, por así decirlo, que, junto con una interesante formulación de un tema de Adorno,8 el de la «ideología de segundo grado», contiene el principio inevitablemen­te acrítico de considerar respetables las ideologías pre­cisamente más puras, las que constituyen el plano so-breestructural más profundo de la alienación, o sea, las ideologías «orgánicas», «necesarias», implícitas e «inconscientes». Dice así Gramsci: «Me parece que un elemento de error en la consideración del valor de las ideologías  se  debe  al hecho  (nada  casual, por lo  demás) de que se da el nombre de ideología tanto a la sobreestructura necesaria de una determinada estruc­tura cuanto a las elucubraciones arbitrarias de deter­minados individuos.

  El sentido peyorativo de la pala­bra se ha convertido en extensivo y eso ha modificado y desnaturalizado el análisis teórico del concepto de ideología [...]. Por tanto, hay que distinguir entre ideo­logías históricamente orgánicas, que son necesarias para una determinada estructura, e ideologías arbitrarias [...]». (Dicho sea entre paréntesis, es notable cómo el  intento de salvación de la ideología, intento de inspi­ración idealista-culturalista, desemboca en un mecani­cismo: Marx, en efecto, no habría afirmado nunca que una base determine unívocamente —«necesariamen­te»— una ideología, sino más bien una familia o clase de ellas: pues lo que la base hace es limitar las ideo­logías posibles, determinar el campo de las posibilida­des ideológicas, de la formación de conceptos, etc.)

No sería erróneo, pero sí demasiado parcial, con­cluir un examen de la formación del marxismo de Gramsci anotando simplemente que ese marxismo ha sido siempre problemático en el sentido de que no ha conseguido nunca decidir sino dentro de la antítesis positivismo-ideología, de la irresuelta crisis entre el po­sitivismo evolucionista de la social-democracia y una inconsistente escapatoria por vía ideológica. Eso sería injusto porque así se olvidarían, para empezar, los mu­chos conceptos valiosos que Gramsci ha conseguido arrancar al fecundo movimiento de su pensamiento en­tre los polos del viejo dilema; sería injusto también porque supondría ignorar el desarrollo que el princi­pio de la práctica ha experimentado por obra de Grams­ci —desarrollo que la limitación del tema excluía de estas líneas—; y sería injusto, sobre todo, porque equi­valdría también a desconocer el valor que tiene la pre­sentación veraz y honda de un problema real. Para el marxismo  contemporáneo  la  insistencia  en  la  inspiración crítica de Marx y, por tanto, la reanudación de su crítica de lo ideológico y la eliminación de es­peculación ideológica en el pensamiento socialista, es el programa más fecundo que puede proponerse. Es un programa de difícil realización, porque se encuentra amenazado por dos riesgos complementarios: ignorar el peligro de la moderna ideología «neocapitalista» del tecnicismo y del «final de las ideologías» —que es ella misma la ideología del fatalismo tecnológico, muy ade­cuada para el capitalismo monopolista—; y ser con­fundido con esa ideología por parte de filósofos socia­listas nostálgicos de los emocionantes megalitos hege-lianos. Pero ése es el programa de la hora. Y el pro­blema a que responde ese programa se encuentra ex­presado del modo más veraz y radical en la obra del hombre el trigésimo aniversario de cuya muerte se con­memora este año.

 

 

 

NOTAS

1. Por eso los textos de Gramsci considerados aquí son casi ex­clusivamente  escritos  juveniles.  Se  citan mediante  las  siglas:

IGP: el periódico II Grido del Popólo.

A: la edición piamontesa  del periódico  Avanti!

SG : el libro Antonio Gramsci, Scritti Giovanili, ed.  de  1958.

SM : el libro Antonio Gramsci, Sotto la Mole, ed. de 1960.

Sólo para documentar la tesis de que el marxismo de Gramsci está en lo esencial formado ya antes de su detención se cita el libro // materialismo storico e la filosofía di Benedetto Croce, ed. de 1966, con la sigla IMS. Las citas se componen con la sigla del periódico en que apareció el artículo citado, la fecha de publicación, la sigla del libro en que ha sido recogido el texto y la página en que éste se encuentra en el libro: IGP 31-X-1914. SG 3-7 quiere decir: artículo publicado en II Grido del Popólo el 31-X-1914, recogido en las pági­nas 3-7 de Scritti Giovanili.

2.      La gran influencia de estos autores sobre Gramsci, lo mucho que éste refleja, en general, el ambiente cultural de la Italia de la época ha suscitado el tema del «provincialismo» de Gramsci. Recien­ temente ha criticado Eugenio Garin esa idea del provincialismo de Gramsci («La formazione di Gramsci e Croce», en Crítica marxista- Quademi, n.° 3, 1967, págs. 119-133). Garin arguye con razón que la
cultura filosófica básica de Gramsci, que incluía también, por ejem­plo, a Bergson, no es provinciana, sino característica de una fase de la vida cultural de la Europa del siglo. A lo cual puede añadirse, sin embargo, que tanto el idealismo culturalista crociano cuanto el vitalismo de Bergson han resultado a la postre una especie de pro­vincialismo europeo, arranques sin continuación por la vía que en realidad abriría más tarde el existencialismo.

3.      No, ciertamente, el positivismo de un pensador tan agudo como Vailati, por ejemplo. Pero ni Vailati ni Peano —que enseñaba en Turín por aquellos años— han tenido en la vida cultural italiana de la época la influencia que ejercieron mediocridades positivistas tan olvidables como Achule Loria. El estudiante Gramsci, que alguna vez tropezaría con Peano por los pasillos de la Universidad de Turín, no parece haber notado la existencia de aquel gran talento renova­dor de la  etodología científica. La cosa no debe sorprender dema­siado: la influencia del idealismo crociano, tras desterrar al positi­vismo de la Universidad y de la cultura italiana, tuvo efectos tan devastadores que el que esto escribe recuerda haber notado todavía en 1957 que universitarios italianos de cultura por otro lado notable no habían oído siquiera los nombres  de Vailati  y  de  Peano.

4.   Problemas de esta clase podrán tal vez resolver los encargados de la anunciada edición crítica

5.      Este caso de Gramsci puede ilustrar lo discutible que es el tópico según el cual el principio dialéctico es obligado y como natu­ralmente de herencia idealista. Se puede ser tan idealista como Croce y el joven Gramsci y tan poco dialéctico como ambos. Es claro que en el texto de Gramsci hay una paradoja sólo si el sujeto de «so­mos» —como se desprende del contexto— es la humanidad. En otro caso es una perogrullada. Pero Gramsci no está enunciando ningún lugar común, sino la tesis de que los «cánones» del análisis histórico marxiano interpretan sólo el proceso acaecido (el pasado), no el acaecer actual.

6.      La pugna contra el mecanicismo en el pensamiento .socialista es una constante de la actividad intelectual de Gramsci: cuando la socialdemocracia deje de ser la principal fuente de deformación eco­nomicista de Marx, Gramsci, ya en la cárcel, no dejará de escribir contra el mecanicismo en el seno mismo de la III Internacional, particularmente contra Bujárin

7.      Lenin, por su parte, comprendió en seguida que Gramsci y su grupo (el grupo de L'Ordine Nuovo) eran la expresión auténtica del bolchevismo en Italia. En el III Congreso de la Internacional (sesión del 30-VIII-1920), Lenin se decidió a dar un paso definitivo: poner el peso de su influencia en favor de Gramsci (que estaba en minoría dentro del PSI): «Debemos decir claramente a los camaradas italia­nos que lo que corresponde a la política de la Internacional Comu­nista es la tendencia de los militantes de L'Ordine Nuovo, y no la tendencia de la mayoría actual del Partido Socialista y de su grupo parlamentario.» (Apud Fiori, G., Vita di Antonio Gramsci, 1966, pá­gina 159.) — Con esa intervención de Lenin empieza una difícil ac­tuación de Gramsci que pasa por la formación del PCI y culmina con una operación característica de ese dramático período de la III In­ternacional: la eliminación autoritaria del grupo extremista de Bor-diga —inicialmente mayoritario en el PCI— por la acción del ins­tructor Gramsci desde Viena (1923). Las personas viven en su época: por eso resultan cursis las presentaciones de Gramsci con halo de novela rosa política, como un iluminado que, en cuestiones de orga­nización política, hubiera anticipado en 30 años y superado incluso el XX Congreso del PCUS.

En el plano de la teoría, la profunda identificación de Gramsci con el programa de Lenin se aprecia sobre todo en dos temas que sumar al único tratado en estas líneas: la importancia teórica dada al partido político obrero —el «Príncipe moderno», como dice Grams­ci—, y la búsqueda de tradiciones nacionales italianas que puedan asi­milarse a la motivación esencial de los soviets rusos (es el tema de los consejos de fábrica). Acerca de lo primero ha escrito uno de los más íntimos conocedores de Gramsci: «El problema del partido, el problema de la creación de una organización revolucionaria de la clase obrera [...] está en el centro de toda la actividad, de toda la vida, de todo el pensamiento de Antonio Gramsci» (Palmiro To-gliatti, Gramsci, 1955, pág. 9).

8.   De tesis de Adorno y también del tema de la evolución del pensamiento de Marx, tan enérgicamente propuesto hoy por Althus-ser. Cfr. los cuadernos XXII y II (Formia, 1931-1933, IMS, esp. pá­ginas 76-79)