Aprender las lecciones de una revolución derrotada

 

 

No fue Rosa Luxemburg la única en hacer profecías amargas durante aquellos años a costa de las ideas de Lenin sobre la organización del proletariado y de los revolucionarios profesionales. Después del II Congreso del POSDR la división entre bolcheviques y mencheviques que allí se había creado iba a profundizarse: la segunda mitad del año 1903 y los meses que siguieron hasta los primeros brotes revolucionarios en Rusia serían un rosario de acusaciones y contracusaciones, de forcejeos sordos entre ambos grupos para hacerse con el control de Iskra cuyo reducido comité redaccional había adquirido amplios poderes de dirección sobre el conjunto del partido. La defección de Plejánov, sus vacilaciones políticas iniciales y su definitivo desliza­miento hacia las posiciones de los mencheviques, dejó a Lenin en minoría tanto en el comité de redacción del periódico como en la organización misma. Durante esas disputas se oyeron por primera vez críticas a su con­cepción del partido que luego serían habituales, repetidas desde la derecha o desde la izquierda.

Efectivamente, casi la totalidad de los dirigentes conocidos de la socialdemocracia rusa y alemana se pronunció en contra de Vladímir Ilich; se comparó su actitud hacia el partido con la de Luis XIV respecto del estado, se intentó ver en sus ideas influencias tan contrapuestas como las de Blanqui y Bakunin, se le acusó de jacobinismo burgués, de confundir la dictadura del proletariado con la dictadura sobre el proletariado, de introducir leyes de excepción en el partido con el objeto de asumir en él poderes dictatoriales. Kautsky le negó las páginas de Neue Zeit para su defensa. Y ya entonces L. Trotski vio en esa intransigen­cia jacobina de Lenin, en aquel monocorde repetir las palabras “irreconciliable” y “lucha despiadada” para aclarar y profundizar las diferencias, un peligroso in­dicio de que el partido podía ser sustituido por el comité de organización, éste por el comité central y, fi­nalmente, el comité central por el despotismo de un solo hombre [1].

Las crónicas de los aduladores amigos e incluso de los adversarios de entonces luego unilateralmente con­vertidos a la justificación de la eficacia o, con más sinceridad, a la defensa de la revolución contra todos sus muchos enemigos, han contribuido a crear la ima­gen de un Lenin impertérrito ante las críticas, en el que no hacía mella alguna el aislamiento y superador siempre de los adversarios de la época en capacidad para inventar insultos o emplear adjetivos hirientes en la polémica. Esta imagen de Lenin es inexacta. Algunas de las anécdotas relativas a esos años pueden ser­vir para reforzar, sin duda, la impresión de que Vladímir Ilich vivía absorto en su mundo de disputas y conspiraciones, como, por ejemplo, aquella que lo recuerda chocando con la parte trasera de un tranvía mientras se dirigía a una reunión en bicicleta, incidente en el que estuvo a punto de perder un ojo.

Pero si antes del Congreso sus nervios habían fallado ya una vez, tampoco luego pudieron resistir toda la tensión de las nuevas controversias: en julio de 1904 Lenin estaba tan destrozado como sus oponentes, irritado consigo mismo por algunos de los pasos dados que consideraba imprudentes. Y, como haría luego en tan­tas otras ocasiones, busca el descanso con Krupskaia en la montaña, evita a las gentes, sigue los senderos más agrestes, anda hasta olvidar los libros que lleva en la mochila y pasa días y días observando las cumbres cubiertas de nieve perpetua, los lagos azules y los saltos de agua. Después de un mes de vivir de ese modo —comenta Krupskaia— los nervios de Vladímir Ilich se calmaron otra vez. Fue como si los arroyos de la montaña se hubieran llevado las intrigas[2]. Esa misma historia se repetiría varias veces más en la existencia de Lenin y constituye en parte una constante de su obrar político: enorme dedicación en la preparación de los congresos, utilización de todos los recursos psí­quicos durante los debates, marcha a la montaña y regreso con nuevos ánimos. Tal vez por eso Vladímir Uliánov era tan aficionado en su lucha política a repetir la frase «hay que volver a empezar desde el principio».

El principio, el principio de las nuevas esperanzas, fue en este caso el nueve de enero de 1905, un día que ha pasado a la historia de la revolución nasa con el célebre nombre de “domingo sangriento”. Aquel domingo, en el que cerca de 150.000 manifestantes enca­bezados por el cura Gapón marcharon desde los suburbios hasta las inmediaciones del palacio de los zares en Petersburgo, testimonia mejor que muchas palabras el arranque contradictorio de la revolución en Rusia. Hasta tal punto que todavía hoy los historiadores si­guen discutiendo acerca de las motivaciones de fondo y de los objetivos de aquella gran concentración que terminó con más de un millar de muertos y varios miles de heridos; una manifestación popular en la que se mezclaron los efectos de la desesperación de las masas empobrecidas —estamos en un terrible momen­to en el que la muerte es preferible a la continuación de insoportables tormentos—, la solidaridad de los obreros industriales frente al despido reciente de al­gunos compañeros, la vigencia enorme que todavía tenían las tradiciones (iconos y retratos del zar alzados por los participantes en la manifestación) con el ascenso de lo nuevo (primeras banderas rojas al fondo de la manifestación) y con la evidente provocación po­licíaca que tuvo en Gapón su instrumento, su agente o quién sabe si el esquizofrénico sujeto que hace suya una situación verdaderamente sin salida.

La intensidad de los enfrentamientos del pueblo con los poderes del absolutismo seguiría en ascenso durante la primavera a raíz del motín de los marinos del Potemkin y alcanzaría su punto crítico en las jor­nadas insurreccionales de noviembre y diciembre para, después de la represión y de las concesiones del go­bierno, conocer un parcial rebrote sustancialmente campesino a principios del verano de 1906. En esos dos años Lenin aprendió muchas cosas y otras tantas cambiaron en su concepción de la revolución, del partido, de las organizaciones de masas, del papel de los campesinos. Si se compara, por ejemplo, su primer comentario apasionado a los sucesos del nueve de enero, escrito tres días después de los hechos en Vperiod (Adelante), el nuevo periódico de los bolcheviques, con sus reflexiones de 1906 sobre el problema agrario, sobre el tema militar o sobre la organización del partido, resulta fácil captar ese cambio. Y se explica, porque entre aquel día en que Lenin, emocionado, confuso y sorprendido, recibió en Ginebra la noticia de la prime­ra manifestación ante el Palacio de Invierno, y las fe­chas en que empieza a meditar acerca de las causas de la derrota había acumulado una masa de enseñanzas importante para él y preciosa para el conjunto del mo­vimiento en las futuras y decisivas jornadas de no­viembre de 1917.

En efecto, su primer artículo sobre los hechos de 1905, El comienzo de la revolución en Rusia, no pasa de ser una precipitada mezcla de frases grandilocuentes acerca de «los formidables acontecimientos históricos» que se estaban sucediendo con conclusiones tomadas del análisis de Marx sobre las revoluciones europeas del cuarenta y ocho. Una sola idea se repite allí obsesivamente sirviendo al mismo tiempo de recordatorio y de consigna:

Hay que armarse; sólo el pueblo armado puede ser un verdadero baluarte de la libertad popular, el armamento inmediato de los obreros y de todos los ciudadanos en general, la preparación y organización de las fuerzas revolucionarias para acabar con las autoridades y las instituciones del gobierno es la base práctica alrededor de la cual pueden y deben agruparse todos los revolucionarios sin distinción al­guna para asestar el golpe común.

 

Demasiada generalidad, como se ve. Y es natural. Pues del simple esquema de que aquella era una revolución similar a las democrático-burguesas de Occi­dente, una revolución de ciudadanos, y de la interio­rización de las orientaciones tácticas que Marx diera a los obreros alemanes en 1850 precisamente sobre su participación en una revolución democrática, tenían que salir en este caso recordatorios y consignas ex­cesivamente abstractos. Los hechos posteriores lo prueban.

En el interior de Rusia, mientras los soviets se extienden, las células bolcheviques tratan de poner en práctica con escaso éxito la consigna del armamento del pueblo. Lenin, que espera consecuencias inmediatas, pierde los nervios y critica a los camaradas que pasan el tiempo en reuniones, haciendo planes, «hablando de bombas durante meses sin elaborar ni una sola bomba». Y en su impaciencia, se lanza a la aven­tura: concierta entrevistas con Gapón en Ginebra y llega a un acuerdo con él para conseguir armas en Inglaterra, fletar un barco, hacérselas llegar a los obreros de Petersburgo y extender la lucha armada en Rusia. El barco, pilotado por brazos inexpertos y nada revolucionarios, embarranca, las armas se pierden mientras un grupo de bolcheviques espera en vano su llegada en una isla próxima a la frontera rusa... No es casual el hecho de que las páginas en que Krupskaia da su versión de esa aventura sean de las pocas defensivas que hay en su libro de recuerdos[3]. Pero esa misma circunstancia sugiere que ni Lenin fue siempre el estratega lúcido que acierta con la medida adecuada en cualquier caso ni los militantes bolcheviques del interior ignorantes incapaces de aplicar las directrices de su jefe.

Cosa esta última que no habría ni que mencionar si no fuera por la proliferación de hagiografía al res­pecto: el aprendizaje del dirigente no está exento de complicadas paradojas. Algunas de esas paradojas pue­den servir para explicar plásticamente la evolución de las concepciones de Lenin durante esos dos años en una serie de puntos importantes. Lenin había apren­dido en su Marx la naturaleza capitalista del futuro desarrollo económico de Rusia, había aprendido en su Marx el necesario carácter democrático-burgués de la próxima revolución, había aprendido en los libros y en los museos las técnicas militares de las clases en lucha durante las revoluciones del cuarenta y ocho, había aprendido de su estancia en varias naciones euro­peas el talante conservador y vacilante del campesina­do. Y de pronto los acontecimientos de Rusia le compli­can considerablemente ese cuadro: la revolución rusa es una revolución burguesa, pero, contradictoriamente, dirigida por el proletariado contra la burguesía (ade­más de contra los terratenientes y la burocracia zaris­ta); el campesinado ruso es también vacilante, pero su tipo de vacilación es diferente, en nada parecido a la vacilación de la pequeña burguesía urbana; la técnica militar aprendida resulta indispensable, pero es insuficiente e inadecuada tanto por los cambios que se han introducido en el armento militar como por las condiciones específicas de la relación entre ciudad y campo en Rusia.

De Gapón, o de alguno de los marinos amotinados en el Potemkin, no aprendió Lenin aquello de lo que éstos más solían hablar, las técnicas de la insurrección o las formas de sublevar a los soldados, pero de su conversación con ellos, campesinos de origen y que habían vivido entre campesinos, sacó la intuición de que su idea anterior sobre el papel del campesinado en la revolución había sido demasiado abstracta y que el programa agrario del partido necesitaba ser corregido en ese punto. De los militantes obreros de San Petersburgo no tomó Lenin la idea acabada de lo que habría de ser el papel del soviet, pero sus experiencias y reflexiones le obligaron a matizar su propia concepción anterior acerca de la relación entre el partido y las masas, entre la espontaneidad sindicalista y la consciencia socialdemocrática. Estos ejemplos permiten, a su vez, explicar más en general el método, el camino lógico del pensamiento del Lenin revolucionario.

El método de Lenin apenas tiene nada que ver con la actitud del discípulo devoto que se queda en las palabras del maestro (sea éste Marx o Kautsky) para cada caso. Pocos revolucionarios, siendo marxistas, conservando lo esencial del marxismo, han leído a Marx de maneras tan diferentes en función del desarrollo de los acontecimientos que estaban viviendo y de las contradicciones de la realidad que querían transformar. En 1896-1897, cuando está estudiando el desarrollo del capitalismo en Rusia, Marx es para Lenin sobre todo el autor de los dos primeros volúmenes del Capital, en 1905-1906 a Lenin le interesa sobre todo el Marx que se ocupa de la evolución de la agricultura norteamericana o el Marx que analiza detalladamente las revoluciones democrático-burguesas atípicas, por así decirlo, de la Europa occidental; en ese momento olvida e incluso tergiversa al Marx de La guerra civil en Francia, al Marx que extrae las lecciones de la Comuna de París (y lo tergiversa porque ve en las actitudes semianarquistas de un sector del movimiento puesto en marcha por la revolución de 1905 el principal peligro para el futuro de esa misma revolución). Sin embargo, en 1916-1917 es precisamente este Marx, antes olvidado o tergiversado, el que interesará a Vladímir Uliánov. La lectura de Marx por Lenin no es, desde luego, una lectura académica o profesoral, sino sustancialmente una lectura instrumental (con sus peligros, por supuesto) en función de las vivencias políticas correspondientes.

Ahora bien, si nos concretamos a esa fase que se inicia en 1905 puede verse con claridad cómo en el aprendizaje de Lenin la lectura o relectura de Marx es sólo un aspecto de la maduración de sus concepcio­nes y qué lugar ocupa ese aspecto en el conocimiento o en la estimación de las realidades ante las que se en­cuentra. Lenin parte sobre todo de aquellos hechos nuevos y relevantes que complican su esquema ante­rior, avanza una interpretación general de los mismos y elabora una línea de actuación también general, contrastando opiniones de amigos y adversarios, con la in­tención de trazar claramente el camino a seguir, el núcleo central de la estrategia (esto es lo que repre­senta Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolu­ción democrática). Inmediatamente después, y también en función de las necesidades prácticas, empieza a re­visar aquellas partes más específicas de su concepción global que considera que han quedado más alteradas por los nuevos hechos; esta revisión la hace, por así decirlo, con un ojo puesto en la realidad rusa e internacional de la época y el otro en las obras de Marx y Engels, subrayando en estas últimas justamente aquellos pasajes que le han pasado desapercibidos en una lectura anterior y que interesan para el tema ahora tratado. Finalmente, cuando la complejidad de la realidad y los problemas que plantea rebasan el marco de las sugerencias de Marx y de Engels al respecto, o en­tran parcialmente en contradicción con esas mismas su­gerencias, acude a la información complementaria bien sea de libros técnicos en la materia, bien sea procedente de la experiencia de otros.

Desde 1905 en adelante, y hasta antes de la Primera Guerra Mundial (que introduce un nuevo y esencial factor en la evolución de las ideas de Lenin), es fácil seguir las diferentes fases de ese camino de aprendizaje en una serie de cuestiones importantes: la caracterización de la estrategia revolucionaria, el programa agrario y la posición con respecto al campesinado, las funciones del partido político en las nuevas circunstancias, y el problema militar de la revolución. Pasemos a ver cómo desarrolla Lenin cada uno de esos temas.

Cuando el militante o simplemente el lector desinteresado topa por primera vez, sin más información, con el libro titulado Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática (escrito por Lenin en­tre junio y julio de 1905) suele quedarse perplejo. Y la verdad es que no hay para menos: pocos textos de Vladímir Ilich están tan plagados como éste de paradojas y formulaciones aparentemente contradictorias. La primera de esas paradojas brota ya al tratar de caracterizar la revolución en ciernes. Hasta entonces bolcheviques y mencheviques, todos los marxistas rusos, habían coincidido, por encima de sus desacuerdos sobre problemas de organización o sobre aspectos de la táctica inmediata, en afirmar que la revolución en Rusia sería una revolución burguesa. Y ese es, desde luego, el punto de partida de Lenin, subrayado incluso polémicamente contra ciertas minorías que se hacían ilusiones al respecto:

El grado de desarrollo económico de Rusia (condición objetiva) y el grado de consciencia y de organización de las grandes masas del proletariado (condición subjetiva indisolublemente ligada a la objetiva) hacen imposible la absoluta liberación inmediata de la clase obrera. Sólo la gente más ignorante puede no tomar en consideración el carácter burgués de la revolución democrática que se está desarro­llando; sólo los optimistas más cándidos pueden ol­vidar cuán poco conocen aún las masas obreras los fines del socialismo y los procedimientos para reali­zarlo. Pero todos nosotros estamos persuadidos de que la emancipación de los obreros puede ser obra solamente de los obreros mismos; sin la consciencia y la organización de las masas, sin su preparación y su educación por medio de la lucha de clases abierta contra toda la burguesía, no se puede ni hablar de revolución socialista[4].

 

Hasta aquí la tradición, lo sabido por todos, el abc del socialdemócrata de la época. Pero nótese ya el matiz: se empieza diciendo que la condición objetiva (esto es, el grado de desarrollo económico) y la condición subjetiva (esto es, el grado de consciencia y de organi­zación del proletariado) determinan el carácter burgués de la revolución democrática, hacen imposible, por tanto, la revolución socialista. Y, sin embargo, se acaba poniendo el acento exclusivamente en uno de los dos elementos determinantes: la condición subjetiva, el hecho de que las masas no están todavía lo suficiente­mente organizadas ni tienen la consciencia requerida para su liberación. A ese matiz seguirán luego las aparentes paradojas: una revolución burguesa para cuya realización el factor decisivo es el proletariado industrial y el campesinado (secundariamente), una re­volución burguesa sin la burguesía y parcialmente di­rigida contra la burguesía, una revolución burguesa cuya naturaleza de clase viene definida por la fórmula «dictadura democrática revolucionaria del proletariado y del campesinado».

Es natural que ante definiciones de ese tipo y ante fórmulas así el militante no advertido o el lector de­sinteresado, acostumbrados ambos a pensar con las ca­tegorías políticas salidas de las revoluciones burguesas de Occidente, no comprendan y crean ver contradiccio­nes por todas partes. A varios maestros marxistas euro­peo-occidentales de la época les pasó lo mismo y cre­yeron ver en aquellas formulaciones mero verbalismo debido a la polémica entre bolcheviques y menchevi­ques. No obstante lo cual, la apariencia paradójica o contradictoria de esas frases se explica precisamente porque Lenin (como los otros bolcheviques y menche­viques, por lo demás) está utilizando categorías des­criptivas de las revoluciones burguesas europeo-occi­dentales para caracterizar una situación distinta, par­ticular. De manera que si se hace el esfuerzo de evitar la comparación con otras revoluciones burguesas euro­peas anteriores, la línea de Lenin no tiene nada de pa­radójica, al contrario: describe con cierta exactitud la situación rusa del momento y las posibilidades reales de la revolución en aquellas condiciones.

Pues bien, esa aparente paradoja se va aclarando en el texto mismo de Lenin a medida que se ve preci­sado a definir su línea polémicamente respecto de los otros grupos políticos y a medida que él mismo va abordando la comparación con las revoluciones euro­peas: la revolución rusa no puede ser una revolución burguesa sin más, como creen los mencheviques, en la cual el proletariado se limite a apoyar a la burguesía liberal en la hora de la toma del poder conservando, en cambio, «las manos limpias» para preparar la revo­lución que verdaderamente interesa a los trabajado­res, la socialista; tampoco puede ser la versión rusa de la Comuna de París de 1871, porque admitir eso sig­nificaría «no distinguir claramente entre los elementos de la revolución democrática y de la revolución so­cialista». «De modo que a los utopistas que pretenden crear comunas revolucionarias» añade Lenin en este punto «habría que contestarles que la Comuna de París fue un gobierno como no debe ser el nuestro».

Quedaba, por supuesto, la comparación con la re­volución francés? y particularmente con los aconteci­mientos de 1793 que enfrentaron a girondinos y jaco­binos. Esa comparación venía además sugerida por el hecho de que el propio Lenin aceptaba con orgullo la acusación de jacobinismo que solían lanzar los men­cheviques a los bolcheviques. Pero en Dos Tácticas aclara que ese símil sirve sólo para explicar que, al igual que en el siglo XVIII, también en el siglo XX los representantes de la clase avanzada se dividen en dos alas: la revolucionaria (jacobinos-bolcheviques) y la oportunista (girondinos-mencheviques). «Esto no significa —argumenta Lenin— que queramos en modo al­guno imitar a los jacobinos de 1793, adoptar sus con­cepciones, su programa, sus consignas, sus métodos de acción. Nada de eso».

No hay duda de que para Lenin uno de los objetivos centrales de la revolución rusa era desarraigar del país —del campo y de la ciudad— todos los rasgos característicos del asianismo para elevar a Rusia a la altura de la civilización europea occidental; no hay duda tampoco de que para él tanto el avance como el mantenimiento de la revolución en Rusia seguía depen­diendo, entre otras cosas, de la revolución proletaria en Occidente; ni siquiera puede caber duda acerca del origen europeo-occidental de los conceptos que emplea para caracterizar la revolución rusa en ciernes. Pese a todo lo cual no logra encontrar el ejemplo, el modelo de revolución democrático-burguesa europea apropiado para aplicar en el caso ruso. Encuentra, sí, múltiples ejemplos de ese tipo para expresar lo que no es o lo que no debe ser la revolución rusa; distingue, contra los extremistas, los grados de democracia burguesa en los países occidentales; recurre, para explicar la posi­ción del campesinado, a la revolución alemana. Pero no puede pasar de ahí. ¿Qué tipo, pues, de revolución democrático-burguesa será la revolución rusa?

Esta pregunta tiene su respuesta cuando Lenin deja a un lado las comparaciones demasiado genéricas, forzadas por la polémica, y entra de lleno en la valora­ción concreta de las posibilidades de la revolución en Rusia, es decir, en el análisis de los desarrollos previsibles de los acontecimientos en curso. Primer paso: «La transformación del régimen económico y político en Rusia en el sentido democrático-burgués es inevitable e ineluctable. No hay fuerza en el mundo capaz de impedir esa transformación». Segundo paso: Sin embargo, teniendo en cuenta el papel de las fuerzas sociales en presencia, caben «dos cursos, dos formas o dos desenlaces» de esa misma transformación. O bien «una victoria decisiva de la revolución sobre el zaris­mo», o bien «un arreglo entre el zarismo y los elemen­tos más inconsecuentes de la burguesía». Para lo pri­mero es necesario que el proletariado y los campesinos encabecen la revolución, consigan la fuerza suficiente para atraerse a la pequeña burguesía rural y establezcan un gobierno revolucionario provisional cuya naturaleza sería precisamente una dictadura (en el sentido de que ese gobierno tendría que apoyarse en la fuerza de las armas y en el despotismo para aplastar la también previsible resistencia de los ten atenientes, la gran burguesía y la burocracia zarista) democrática (en el sentido de no-socialista, esto es, que no tocaría las bases del capitalismo) del proletariado y del campesinado (mediante la “unidad de voluntad” de dos clases que tienen a más largo plazo intereses contradictorios). A falta de un término mejor, Lenin utiliza para caracterizar esta forma, curso o desenlace de la revolu­ción democrático-burguesa el término de revolución po­pular.

O bien —se decía— «un arreglo entre el zarismo y los elementos más inconsecuentes de la burguesía». Esta segunda hipótesis es, efectivamente, la más pro­bable para Lenin si las fuerzas populares resultan in­suficientes, si la revolución popular no llega a realizarse. En cuyo caso —sigue argumentando— el desenlace será una Constitución mutilada o una parodia de Constitución. Para caracterizar esa hipotética situación sigue empleando también el término de revolución burguesa, pero ahora entre comillas como queriendo sim­bolizar con ellas la significación negativa de ese desen­lace. Y añade ratificando esto de manera inequívoca: esa revolución sería «un aborto, un abortón, un monstruoso engendro». Lo más notable de la argumentación de Lenin en este punto es, no obstante, el tercer paso, la conclusión que se desprende: «Este desenlace se parecería más o menos al de casi todas las revoluciones democráticas de Europa en el transcurso del siglo XIX y en tal caso el desarrollo de nuestro partido seguirá una senda difícil, dura, larga, pero conocida y trillada». O sea, si la revolución en sentido estricto, la revolución popular, proletario-campesina, no llega a realizarse, si las cosas salen mal, entonces y sólo en­tonces habrá en Rusia una “revolución” “democrática” semejante a las europeas conocidas. O dicho todavía más drásticamente: se aspira, a corto plazo, a una si­tuación similar a la de ciertos países avanzados de la Europa occidental, pero, de darse en Rusia, esa situa­ción sería un aborto, un monstruoso engendro. Tal es la paradoja de Lenin en Dos Tácticas motivada por el carácter contradictorio de la revolución rusa en ciernes.

Y esto es así porque en el razonamiento de Lenin operan a la vez tres factores relativamente heterogé­neos: las categorías del marxismo “ortodoxo”, el co­nocimiento de' las revoluciones habidas hasta entonces en la Europa occidental y la observación de la radical novedad de los acontecimientos que tienen lugar en Ru­sia, un país que avanza por la senda del capitalismo conservando al mismo tiempo rasgos propios, particu­lares, euroasiáticos, cuyo reflejo más patente está en las orientaciones de las clases sociales y en la correla­ción de fuerzas políticas. Pues bien, operando con esos tres factores la conclusión lógica de Dos Tácticas era ésta: una revolución proletario-campesina, no socia­lista ni burguesa a la manera occidental. Lenin debe haber pensado: una cosa así no existe en ninguna parte ni tiene antecedente histórico alguno. Pero esa conclu­sión está latente en todo su razonamiento. Está latente en el esbozado concepto de “revolución popular” y, sobre todo, en este interrogante no desarrollado luego en el texto:

Todos nosotros contraponemos la revolución burguesa y la socialista, todos nosotros insistimos incondicionalmente en la necesidad de establecer una distinción rigurosa entre las mismas, pero ¿se puede negar acaso que se entrelacen en la historia elemen­tos aislados, particulares, de una y otra revolución? ¿Acaso la época de las revoluciones democráticas en Europa no registra una serie de movimientos socialistas y de tentativas socialistas? ¿Y acaso la futura revolución socialista en Europa no tendrá todavía mucho que hacer para culminar lo que se ha quedado sin terminar en el terreno de la democracia?

 

Si esa lectura de Dos Tácticas no es equivocada podría acabarse diciendo que si, por una parte, el excesivo atenerse a la comparación con las revoluciones burguesas de Occidente impidió a Lenin encontrar los conceptos adecuados para caracterizar con exactitud la revolución rusa de 1905-1906, por otra, también la reflexión pormenorizada de la particularidad y de la originalidad de los acontecimientos rusos de entonces le sirvió para adelantar sugerencias de innegable interés acerca de uno de los aspectos centrales de la futura revolución socialista en la Europa occidental, el de la relación entre democracia y socialismo. La guerra mundial haría que la revolución popular, pro­letario-campesina rusa se transformara, por voluntad de sus protagonistas, en “socialista” y la derrota de la revolución socialista en la Europa occidental dejara pendiente nuevamente e incluso agudizara “lo que había quedado sin terminar en el terreno de la democracia” política.

 



[1] Un resumen más amplio de esas críticas puede verse en E. H. CARR, La revolución bolchevique (1917-1923), volumen 1, capítulo 2, págs. 41-60 (traducción castellana: Madrid, Alianza Editorial, 1972).

[2] En Mi vida con Lenin, ed. cit., pág. 91 y ss.

[3] En Mi vida con Lenin, ed. cit., pág. 98 y ss.: «En esta empresa [la aventura de Gapón] Vladímir Ilich veía cómo las palabras se transformaban en hechos, pues los obreros necesitaban armas a cualquier precio...».

[4]     V. I. Lenin, Dos tácticas de la socialdemocracia en la re­volución democrática, Obras Escogidas, tomo 1, pág. 489. En esa edición se basa también la exposición que sigue.