Fin de una época
Las derrotas suelen exacerbar las diferencias entre los combatientes vencidos. Con el aplastamiento por el ejército zarista de los insurrectos de diciembre de 1905 se iniciaba la fase más difícil y de mayor desorganización de la socialdemocracia rusa: la mayoría de los dirigentes conocidos se ve obligada a tomar de nuevo el camino de la emigración a Suiza, Polonia, París, Capri, Alemania o incluso a los Estados Unidos de Norteamérica y Japón. Casi ninguno de ellos volvería a ver su país de origen hasta 1917. Todavía en un primer momento las concesiones constitucionales arrancadas a la autocracia permitieron alimentar ciertas ilusiones mientras las fracciones bolchevique y menchevique tendían a la reunificación, más —ésa es la verdad— por la inercia de las declaraciones conciliadoras de 1905 que como resultado de un verdadero acuerdo. Pero enseguida las recriminaciones mutuas sobre la actuación de unos y otros en las jornadas de noviembre-diciembre y las diferencias tácticas acerca de la forma en que había que aprovechar la legalidad de la Duma mantuvieron abierto aquel desgarro de 1903 que ya no iba a cerrarse nunca.
A medida que transcurrían los años la división en el seno mismo de la fracción bolchevique añadió un nuevo elemento distorsionador a las anteriores diferencias entre socialdemócratas mayoritarios y minoritarios. Por primera vez ya en 1907 Vladímir Uliánov choca con un grupo comunista a su izquierda dentro de la reducida organización que dirige. Ese grupo, cuya figura más conocida era el filósofo Alexander Bogdánov pero que contaba además con el apoyo o la simpatía de Lunacharski y Gorki, proponía la retirada de los diputados bolcheviques de la Duma (y el boicot a la misma), acusaba a Lenin de mantener en ese punto posiciones muy próximas a las de los mencheviques y, en un plano más general, veía en la concepción leniniana de entonces un exagerado moderantismo contradictoriamente doblado por un voluntarismo que, en su opinión, no estaba nada fundado. Menos optimistas que Lenin sobre la evolución de las posibilidades revolucionarias a corto plazo, los seguidores de Bogdánov habían llegado pronto a la conclusión de que se estaba abriendo en Rusia un largo período de retroceso en las movilizaciones de masas durante el cual, por tanto, la tarea principal de la organización debía ser abandonar las acciones legales y formar cuadros obreros fuera de Rusia. Con ese objetivo instalaron una escuela de formación comunista en Capri (1908-1909) trasladada más tarde a Bolonia.
En esta ocasión, sin embargo, el debate entre las dos tendencias bolcheviques de la socialdemocracia rusa no quedó reducido a las cuestiones de estrategia política o al, sin duda, importante tema de la participación en un parlamento sustancialmente reaccionario, sino que afectó a casi todos los principales temas de la visión marxista del mundo, desde la filosofía hasta la crítica de la religión y desde ésta hasta la consideración del papel de la cultura burguesa y las posibilidades de una cultura proletaria alternativa. Ese debate característico de años de reflujo en la actividad política inmediata o de momentos de acumulación de fuerzas ha sido luego, por desgracia, relegado a un lugar muy secundario por la mayoría de las corrientes historiográficas que suelen privilegiar el tratamiento de las luchas de ideas entre bolcheviques y mencheviques. Pese a lo cual, lo cierto es que en él se prefiguran con rara anticipación algunos de los problemas que habían de ser vitales no sólo para el movimiento obrero ruso sino también para el de la Europa occidental después de 1917. En este sentido el protagonismo de Lenin en la revolución de octubre y su papel como estadista ha oscurecido parcialmente y en cierto modo desvirtuado alguno de los aspectos más interesantes de su enfrentamiento con esa corriente «empiriomonista-boicoteadora», como él mismo la llamó.
Las características y la duración de este enfrentamiento, piezas del cual son trabajos tan conocidos como Materialismo y empiriocriticismo, Diez preguntas al disertante, Contra el boicot, La clase obrera y la religión, La actitud del partido obrero frente a la religión, Acerca de la fracción de los abstencionistas y los Constructores de Dios, etc., sugiere en primer lugar la relativa parcialidad de la tesis que identifica izquierdismo político con idealismo en lo filosófico, pues Bogdánov y algunos de sus seguidores defendían un tipo de criticismo de orientación positivista en absoluto asimilable a un hegelianismo y sólo reducible a un idealismo subjetivo con la óptica un tanto inadecuada en ese campo que utilizaba Lenin durante esos años. En favor de éste, no obstante, jugaba el hecho de que el propio Bogdánov hubiera publicado algunas de sus opiniones filosóficas en una recolección de trabajos en la que, junto al suyo, aparecían otros de mencheviques notorios o de dudosos marxistas, factor éste al que se añadía la contradictoria mezcla de opiniones varias que en lo ideológico caracterizó a su grupo «izquierdista».
Pero, pese a esto último, no puede ocultarse tampoco que la posterior crítica del Lenin estadista contra los comunistas defensores en 1908-1909 de la retirada de los parlamentos burgueses o de la abstención de participar en los mismos utilizaba aquella polémica con Bogdánov de una forma más bien unilateral, esto es, como si de la posición del grupo leninista entre 1907 y 1914 pudiera desprenderse el éxito de la revolución de octubre y, por consiguiente, el necesario fracaso de la opción de sus oponentes de aquellos años[1].
La verdad en este caso es más compleja por lo que hace a los aspectos filosófico y cultural del debate y plausiblemente también más matizada en lo político de como la presentaba el propio Lenin en 1920. Su actitud ante el grupo de Bogdánov en relación con temas filosóficos hace sospechar en él un cierto complejo de inferioridad frente a intelectuales que no eran, por así decirlo, «puros» sino, como el propio Lenin, intelectuales directamente vinculados al aparato del partido y a la lucha política revolucionaria. Y en cuanto a la apreciación de la situación político-social de Rusia antes de la guerra mundial no puede descartarse la hipótesis de que la corriente criticista-abstencionista estuviera más cerca de lo cierto que Vladímir Ilich. Dos datos al respecto. Primero: la fracción parlamentaria bolchevique en la Duma no parece haber alcanzado ninguna resonancia entre las masas obreras y campesinas durante aquellos años sino que más bien contribuyó a aumentar la influencia de los mencheviques y de los socialistas revolucionarios, como lo prueba la correlación de fuerzas a principios de 1917. Pero es que además aquel grupo parlamentario, al que durante años Lenin atribuyó la misión de crear un nuevo «parlamentarismo social- democrático», distinto del parlamentarismo de los partidos de la burguesía, estuvo durante otros tantos años orientada en parte por la policía zarista a través del agente Malinovski, quien llegó a ser jefe de dicho grupo parlamentario con el apoyo personal de Lenin y a pesar de las sospechas de otros bolcheviques como Nicolai Bujárin. En cualquier caso, parece evidente que sólo después de que se aclarara el turbio asunto de esa infiltración policíaca, en 1914, dio el grupo parlamentario bolchevique en la Duma muestras de una actividad eficaz (particularmente en el momento del estallido de la guerra mundial).
Segundo dato: Lenin tuvo que acabar reconociendo a principios de 1911 que su valoración de las posibilidades revolucionarias en Rusia era desacertada y que, dada la descomposición del partido y la apatía de las masas obreras y campesinas, no quedaba otra opción que seguir el ejemplo de los partidarios de Bogdánov y dedicar las escasas fuerzas de que se disponía a la tarea de la formación de cuadros salidos del país. En efecto, entre 1907 y 1910 Lenin escribe un artículo tras otro insistiendo en la idea de que un próximo 1905 está a punto de estallar y que, por tanto, hay que tener a la organización preparada para esa eventualidad. Pero el nuevo 1905 no llega; lo que llega en su lugar es la falta de medios económicos para el mantenimiento del partido, las constantes detenciones como consecuencia de la infiltración policíaca en el mismo, la nula respuesta del movimiento obrero ante esas detenciones, los fallos en los contactos con el interior, la inexistencia de canales para hacer entrar en el país desde el extranjero la prensa bolchevique. En una palabra, a finales de 1910 el partido prácticamente no existe ni dentro ni fuera de Rusia. Y con ello se produce una situación dramática de la que hay constancia en los diferentes testimonios de la época: los intelectuales se dan de baja, se pasan al grupo de Bogdánov o ceden al pesimismo generalizado; los profesionales del aparato en el exilio tratan de encontrar algún trabajo manual para sobrevivir y se dan casos de locura producida por el hambre, por la desesperación o por la inhabituación a la nueva vida (Lenin mismo vio morir casi en sus brazos a algún camarada víctima de esa tragedia); varios militantes conocidos, cansados ya de las continuas disputas en la socialdemocracia rusa, deciden dedicar sus esfuerzos al movimiento obrero de la patria de adopción.
En esas circunstancias se produce la crisis política seguramente más importante de la vida de Lenin, a la cual no es ajeno el desprecio que le quedó para siempre de la ciudad de París en la que vivía entonces. En esa encrucijada conoce a Inés Armand, se entusiasma con alguna sonata de Beethoven interpretada por ella al piano, se interesa por ciertos problemas de la vida cotidiana sobre los que no había tenido oportunidad de reflexionar en otros momentos. Pero no logra remontar la cuesta del todo. Son meses durante los cuales Vladímir Uliánov, cuya resistencia había sido alabada por todos los que le conocieron, se siente agobiado por las reuniones tensas y se ve obligado a multiplicar los períodos de descanso: viaja a Capri invitado por Gorki, con la condición de que no se hable de política; se aficiona a las estancias en el mar y recupera la vieja práctica de la excursión a la montaña para reponer las gastadas fuerzas. Sigue escribiendo pero la procesión va por dentro. Comenta: «No veré ya el próximo ascenso de la marea revolucionaria», a lo que Krupskaia añade: Un año más así y no hubiéramos podido resistir. Vladímir escribe a Gorki, en abril de 1910:
«Parece que la incongruencia es la nota predominante de la unidad. Eso proporciona buen material para los chismes y las burlas. Es muy deprimente tener que vivir en esta incongruencia, entre riñas y escándalos. Como deprimente es también observarlo. Pero uno no debe dar rienda suelta a su estado de ánimo. La vida en el exilio es ahora cien veces más dura que antes de la revolución; el exilio y las disputas se han convertido en cosas inseparables. De todas formas, las disputas constituyen un asunto menor, simplemente un subproducto del que nueve décimas partes se quedan en el extranjero. Lo importante es que el desarrollo del partido sigue adelante a pesar de las difíciles condiciones actuales»[2].
Si se tiene en cuenta que esa carta está escrita en un momento en el que la socialdemocracia rusa tocaba fondo y la desmoralización crecía por doquier entre los militantes, se comprende la enorme fuerza de la voluntad de Vladímir Ilich. Durante los años siguientes atisba con impaciencia el más pequeño indicio de que la marea puede volver a subir. Pero los golpes siguen, la recuperación se hace muy lenta. Cuando en octubre de 1911 se suicidan los Lafargue, Lenin, impresionado, no pierde sin embargo la calma ni tampoco la oportunidad de sacar la moraleja didáctica. Comenta: «Si uno no tiene ya la fuerza necesaria para trabajar en el partido debe tener el valor de mirar la verdad cara a cara y morir como los Lafargue». No mucho después los indicios de que la situación va a cambiar se concretan: el movimiento huelguístico rebrota en Rusia. Y Lenin da un ejemplo más de cómo la fuerza de la voluntad puede transformarse en voluntarismo: convoca una conferencia de la organización en Praga (enero de 1912), la convierte de hecho en congreso del partido y da a su fracción el nombre de POSDR (bolchevique) rompiendo definitivamente con los mencheviques, con aquellos hombres a los que en el congreso anterior Rosa Luxemburg había ridiculizado con estas palabras: Vosotros no os apoyáis en el marxismo; vosotros estáis sentados sobre el marxismo o, mejor dicho, acostados encima.
Una vez más Lenin sueña con el periódico para toda Rusia y cuando, al fin sale el primer número de Pravda, gracias a los buenos oficios de Stalin, parece convencido de que, otra vez, la revolución está a un paso, como si la existencia misma del periódico pudiera romper el muro de las condiciones objetivas. Absoluto convencimiento de estar en posesión de la verdad, voluntarismo que raya algunas veces en la febrilidad y pasión por el periódico como organizador colectivo: tales parecen haber sido, por encima de otras consideraciones, los rasgos que permitieron a Lenin remontar una cuesta que se llevó a muchos otros hacia los abismos de la colaboración entre las clases o al escepticismo argumentado con mayor o menor lucidez.
En varios aspectos, y no sólo en los estrictamente filosóficos, estuvo todavía durante esos años bajo la influencia de Karl Kautsky y de Jorge Plejánov. Lo cual pone de manifiesto la existencia de un desfase entre su interpretación global del materialismo histórico y la línea política que se dejaba adivinar ya en Dos Tácticas. Ese desfase se salda con un compromiso que había de tener también, como suele ocurrir, consecuencias para la misma estrategia leniniana anterior a la guerra mundial. Así, por ejemplo, en abril de 1908, o sea, en un momento en el que había decidido pasar ya al ataque contra el grupo extremista de Bogdánov, Lenin defiende calurosamente, las concepciones filosóficas de Plejánov considerando a éste como el único marxista que supo oponerse en Rusia a los revisionistas «desde el punto de vista del materialismo dialéctico consecuente». Pero para establecer esa alianza en lo filosófico con el «oportunismo táctico» de Plejánov, esto es, con aquel mismo Plejánov al que estaba criticando por sus vacilaciones en la revolución de 1905, se ve obligado a identificar como si fueran una misma cosa el revisionismo de los seguidores de Eduard Bernstein con «los nuevos revisionistas rusos» partidarios de Bogdánov, o sea, a la derecha política con la izquierda política. Identificación ésta que, como es obvio, no sólo representa una falsificación desde el punto de vista teórico sino también un error desde el punto de vista político-práctico.
Algo parecido podría decirse con respecto a la actitud adoptada hasta 1914 para con la posición centrista que representaba Karl Kaustky en el movimiento socialista alemán. Cuando, a finales de 1910, Lenin escribe sobre las divergencias en el movimiento obrero europeo y acerca de las particularidades del desarrollo histórico del marxismo, esboza una interesante explicación socioeconómica de fenómenos tan extendidos como el reformismo y el sindicalismo de orientación anarquista; pero, a pesar de que su fuente de inspiración es ya en ese caso Antón Pannekoek, prefiere el compromiso con los llamados centristas y evita criticar a Kautsky aunque él mismo afirmará luego que en 1910 Kautsky era ya un “oportunista”. Ese compromiso explica también, entre otras cosas, el que todavía en 1913, al ocuparse del problema de las nacionalidades, Lenin siga citando la autoridad del alemán Karl Kautsky contra la polaca Rosa Luxemburg.
No es posible, por otra parte, justificar la relativa instrumentalización de las posiciones de los adversarios que hay en la obra de Lenin durante esos años aduciendo que estaba defendiendo una política de principios sin más o que estaba haciendo una defensa de la ciencia del marxismo para la cual las cuestiones tácticas son secundarias (como, por ejemplo, el oportunismo de Plejánov), puesto que cuando Lenin decidió escribir contra los bogdanovistas (concretamente Materialismo y empiriocriticismo) fue en el momento justo en que a las diferencias filosóficas entre éstos y él mismo se unieron las diferencias políticas[3].
De manera que, como consecuencia de ese compromiso tácito con el centrismo, durante años el revisionismo de Bernstein fue para Lenin una especie de herramienta apta para su utilización contra todos sus oponentes: en 1902, bernstenianos son los «marxistas legales»; en 1905, los mencheviques; en 1908, la izquierda bolchevique...
Muy probablemente esa esquemática visión leniniana del revisionismo tiene su explicación en el hecho de que, como tantos otros socialdemócratas revolucionarios de la época, tampoco Lenin supo ver con claridad hasta 1914 la sustancia real de los infinitos matices del marxismo de la Segunda Internacional. Esto explicaría, a su vez, las reticencias de Vladímir Ilich a la hora de entrar en las polémicas del movimiento obrero internacional de la época, su actitud reservada y misteriosa durante las pocas reuniones de la Oficina Socialista Internacional a las que en representación de los bolcheviques asistió antes de 1914, actitud que contrasta claramente con la desenfrenada actividad que le caracterizó después del comienzo de la guerra mundial las conferencias de Zimmerwald y de Kienthal. La afirmación de que hasta esa última fecha no rompió del todo los puentes que le unían a Plejánov y a Kautsky viene confirmada, sin duda, por su reacción al conocer las posiciones de uno y otro sobre el tema de la guerra: primero sorpresa; después una irrefrenable animadversión que le lleva a considerarlos como los peores enemigos en las nuevas circunstancias.
En octubre de 1914, cuando por las referencias de una conferencia que Plejánov había dado en Ginebra se entera de la actitud de éste, partidario de la defensa de la patria rusa en tiempo de guerra, Lenin comenta: «Es imposible creerlo. Eso debe ser un resto del pasado militar de Plejánov». Por entonces los seis diputados bolcheviques en la Duma rusa habían votado ya en ella contra el gobierno, contra la exigencia de créditos extraordinarios para la guerra, adoptando así una actitud contraria a la de la mayoría de los socialistas europeos. Hacia esas mismas fechas Lenin escribe frases igualmente reveladoras sobre la naturaleza de los centristas en la socialdemocracia alemana:
Kautsky es ahora el más peligroso de todos. No hay palabras para describir cuán peligrosos y mezquinos son sus sofismas: con ellos trata de velar lo que los oportunistas dicen con frases más llanas y sencillas. Los oportunistas son un mal conocido, pero el centro alemán, con Kautsky a la cabeza, es un mal encubierto por el agradable aspecto de sus fines diplomáticos, los cuales enturbian la vista, la inteligencia y la consciencia de los obreros. Eso es lo más peligroso de todo.
Ello no obstante, para comprender plenamente esa compleja evolución intelectual de Lenin y dar así cuenta de su grandeza, de aquello que le sitúa por encima de tantos otros socialdemócratas revolucionarios contemporáneos suyos, hay que añadir un rasgo de su personalidad, patente en la obra de esos años, pero agudizado en gran forma por las circunstancias que motivaron su quehacer como estadista: la rapidez de una intuición política que le permite captar en seguida lo sustancial de las situaciones nuevas y encontrar con igual celeridad la vía de salida de una encrucijada antes de haber hallado los conceptos adecuados para hacer esa intuición inteligible a los demás. Por eso Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática adelanta sugerencias y desarrollos sobre la revolución rusa que no tienen su adecuada correspondencia en la teorización posterior de Lenin; por eso la conferencia de Praga, convocada con urgencia y cuya orientación no parece corresponderse con los compromisos teóricos que Lenin todavía mantiene en 1911, adelanta decisiones que sólo algunos años más tarde encontrarán la explicación conceptual adecuada; por eso el alejamiento político respecto del marxismo de la Segunda Internacional es mucho mayor y anterior que su alejamiento desde el punto de vista de la teoría y de la conceptualización de las diferencias.
En cualquier caso, el comienzo de la guerra mundial y los dos años que siguieron sería decisivos para la evolución del pensamiento de Lenin. Agosto de 1914 fue para él el final de una época. En ninguna otra fase de su vida logró combinar de forma más productiva el estudio atento con el trabajo político cotidiano del revolucionario profesional. Desde agosto de 1914 hasta abril de 1917, fecha ésta última en la que vuelve a Petersburgo (entonces Petrogrado), tiene la oportunidad de trabajar casi sin interrupción en los aspectos más fundamentales de la teoría y del programa de un marxista.
En efecto, en esas fechas lee con detenimiento buena parte de la obra de Hegel: resume y anota la Ciencia de la Lógica, las Lecciones acerca de la Historia de la Filosofía, las Lecciones sobre Filosofía de la Historia; consulta varios ensayos sobre temas relacionados con la teoría del conocimiento, se interesa por los filósofos griegos, resume también la Metafísica de Aristóteles... E ininterrumpidamente empieza a hacer acopio de libros y artículos sobre el imperialismo con la idea puesta en la urgencia de una interpretación global, popular y asequible, del desarrollo último del capitalismo así como de las causas que han conducido al desencadenamiento de la guerra mundial. Mientras tanto no deja de viajar y de trabajar, hasta quedar en ocasiones exhausto en el esfuerzo, para prefigurar un grupo comunista intemacionalista capaz de dar una alternativa al orgullo nacional que se ha apoderado de la socialdemocracia. Y, por último, casi sin solución de continuidad, selecciona los materiales que juzga indispensables para, en función también de las principales preocupaciones que observa entre los bolcheviques, dedicarse a una investigación sobre el Estado desde el punto de vista del marxismo a la altura de los problemas nuevos suscitados por la guerra misma.
Esa intensa dedicación al estudio combinado con la participación activa en la lucha de ideas dentro del socialismo europeo de la época dio sus frutos. Tal es el origen, por ejemplo, de tres de las publicaciones más universales y de mayor influencia entre todas las de Lenin: La bancarrota de la II Internacional, El imperialismo, etapa superior del capitalismo, y El estado y la revolución. La correspondencia de esos tres años con Inés Armand, con Alexandra Kollontai y con otros camaradas ponen de manifiesto los progresos que Lenin estaba haciendo en la interpretación de la realidad en la cual vivía y muestra a la vez cómo va desplazándose su óptica hacia posiciones nuevas. Este desplazamiento, este giro, cuyo arco se acabaría de completar en la primavera y el verano de 1917, es observable igualmente, en sus detalles, a lo largo de la producción leniniana de 1915 y de 1916. La influencia de una lectura reciente de Hegel está ya en La bancarrota de la II Internacional, y parece claro que tanto esta lectura como la acumulación de informaciones sobre el desarrollo del imperialismo o la reflexión sobre ambas cosas tiene resultados varios y positivos en la maduración del pensamiento de Lenin durante esos meses: una idea totalizadora de la dialéctica histórica, un afinamiento en el modo de plantear la relación entre revolución rusa y revoluciones europeas, una considerable extensión del concepto de la libertad y, como consecuencia, un replanteamiento de sus nociones anteriores acerca del vínculo entre democracia y socialismo.
Su idea sobre el carácter de la guerra mundial estaba formada en lo esencial algunas semanas después del estallido de la misma:
Anexionar tierras y sojuzgar naciones extranjeras, arruinar a la nación competidora, saquear sus riquezas, desviar la atención de las masas trabajadoras de las crisis políticas internas de Rusia, Alemania, Inglaterra y demás países, desunir y embaucar a los obreros con la propaganda nacionalista y exterminar su vanguardia a fin de debilitar el movimiento revolucionario del proletariado: he aquí el único contenido real, el significado y el sentido de la guerra presente[4].
Pero son muy pocos los militantes de la II Internacional que comparten entonces esa opinión. Lenin entiende sin dificultad el paso de los oportunistas social- demócratas de los países beligerantes desde el legalis- mo de preguerra al nacionalismo extremo con que se comportan en esas fechas. Más trabajo le cuesta, en cambio, explicar la patente evolución de Karl Kautsky y de aquellos otros que, como él, se ganaron un día el título de «marxistas ortodoxos» oponiéndose precisamente al oportunismo reformista.
Más allá de los insultos y de las acusaciones Vladímir Ilich empieza mostrándose muy prudente: lamenta la traición de la socialdemocracia alemana, rebate los argumentos nacionalistas en favor de la participación obrera en la guerra al lado de las burguesías, y levanta acta de que la II Internacional ha llegado a su fin. Es, para él, el final de toda una época. En todos los artículos que escribe, al referirse a la II Internacional añade entre paréntesis las fechas de su principio y de su fin: 1889-1914. Y recogiendo las opiniones de su antiguo adversario ruso, Mártov, ahora también combatiente contra la guerra, repite una y otra vez: Vorwarts (el gran periódico dé la socialdemocracia alemana) ha muerto; la II Internacional ha muerto, Kautsky ha muerto. En seguida ensayará explicaciones plausibles de la bancarrota. El hecho de que el socialismo italiano haya sido la excepción europea a la regla de los sometimientos ante las clases dominantes le proporciona una primera razón: aquellos partidos obreros que, como el ruso y el italiano, expulsaron de sus filas a los oportunistas depurándose a lo largo de años, se mantienen ahora firmes. Sin embargo, la extensión de la quiebra y las mismas vacilaciones observadas en la “excepción” italiana le obligan a buscar explicaciones de mayor profundidad, a ir más a la raíz de las cosas: el imperialismo —argumenta unos meses después— produce beneficios suplementarios a unas cuantas naciones y ese resto del pillaje de los colonizados sirve para corromper al estrato superior de la clase obrera, el cual cede ante la ideología burguesa y genera en su mismo seno a los dirigentes social-nacionalistas.
A Kautsky, quien basándose en su teoría del ultraimperialismo afirmaba la existencia de otros factores en el estallido del conflicto para negar así la naturaleza exclusivamente imperialista de éste y justificar al mismo tiempo el delirio nacionalista de la “defensa de la democracia alemana contra la barbarie rusa”, Lenin le contesta citando a Hegel pasado por Marx: se pueden encontrar argumentos para todo, pero lo que diferencia al sofista (Kaustky) del hombre revolucionario que sigue ateniéndose a la dialéctica histórica es que éste último, además de estudiar los hechos dados en todos los aspectos de su desarrollo, busca la explicación de los mismos en “las fuerzas motoras profundas”, a saber, en el desarrollo de las fuerzas productivas y la lucha de clases.
Las fuerzas motoras profundas, el desarrollo de las fuerzas productivas, la lucha de clases: cosas todas elementales para un marxista y que, sin duda, Kautsky sabía igual que Lenin. Pero la caracterización de cómo operan esas fuerzas es ahora distinta en uno y otro. Inicialmente Lenin no se hacía demasiadas ilusiones sobre la evolución de la guerra y su transformación en conflictos civiles de naturaleza revolucionaria. Al contrario, a finales de 1915 se niega a hacer previsiones al respecto limitándose a señalar que la actitud científica obliga a atenerse a la explicación de la realidad sin intentar sustituir al profeta. Ello no obstante, hay algo que sí está claro para él: la situación en Europa es revolucionaria. Y se arriesga a probarlo partiendo de una enumeración de los rasgos o indicios (no leyes, como se dice a veces) característicos de esas situaciones:
Primero: un estado de cosas tal que las clases dominantes no pueden seguir manteniendo íntegramente su dominación, mientras que las clases dominadas no quieren, no aceptan soportar por más tiempo esa misma dominación. Esto es, la crisis política de la clase que ejerce el poder. Segundo: una agravación, por encima de lo normal, de las privaciones y sufrimientos de las clases oprimidas con el consiguiente aumento del protagonismo político de las masas hasta que éstas llegan a tomar la iniciativa de una acción histórica. Rasgos éstos que Lenin ve perfilados en varios países europeos de la época, pero que sin embargo no garantizan la revolución, ya que para que la revolución se desencadene no basta la impotencia temporal de la clase dominante y la mera voluntad genérica de cambio por parte de los trabajadores, sino que es necesario un tercer factor, el factor propiamente subjetivo en la concepción de Lenin, la consciencia y la organización de las clases que ya no pueden soportar más esa situación.
Hay diferencia, pues, una diferencia importante, entre situación revolucionaria y revolución. La guerra acelera, sin duda, la crisis revolucionaria tanto en occidente como en oriente, saca a los protagonistas de la lucha de clases de la normalidad histórica, puesto que aún por debajo de las uniones sagradas y de los pactos interclasistas —argumenta Lenin— aletea la agudización de los conflictos civiles. De ahí, sin embargo, no se pueden extraer predicciones exactas para el futuro: los verdaderos revolucionarios saben «que las revoluciones no se hacen, no se fabrican, sino que brotan de las crisis que han madurado objetivamente, con independencia de la voluntad de los partidos y de las clases». A lo más que puede aspirarse en esas condiciones es a explicar entre los sujetos interesados la actualidad de la revolución, la maduración de la situación revolucionaria, para, desde esa elevación de la consciencia, poder luego abordar las tareas decisivas que el proceso mismo ha de plantear. Tal es para Lenin en ese momento histórico la función de los comunistas[5].
Así y todo, cuando una época toca a su fin, cuando un movimiento de larga historia hace crisis, no basta con entonar la canción funeraria ni con explicar las razones de su degeneración. Tampoco basta con esgrimir los textos del creador de ese movimiento un día aceptados por todos y luego convenientemente arrinconados o limados de sus aristas por casi todos. Vladímir Uliánov sabía eso. Sabía que una nueva Internacional obrera no se podía crear simplemente con críticas a lo viejo o por definición negativa con respecto a ello. Por esa razón —comenta Krupskaia— además de su esfuerzo en el campo teórico, Ilich consideró importante trabajar en la elaboración de una línea táctica alternativa. Era el otoño de 1916.
Lenin comienza a reflexionar sobre la alternativa por lo más próximo, por lo más urgente: la guerra. Se da cuenta de que incluso en la izquierda revolucionaria de la socialdemocracia, incluso entre algunos de los compañeros en quienes piensa para la tarea de regeneración del movimiento intemacionalista, florecen las concesiones al pacifismo ante la crueldad de las acciones militares. Y arranca de ahí para un primer esbozo programático inicialmente centrado en la cuestión militar de la revolución proletaria. Rechaza la consigna de “desarme” y adelanta reivindicaciones cuyo objetivo es favorecer la conversión de la guerra imperialista en luchas civiles, de clases, dentro de cada uno de los países imperialistas; reivindicaciones como éstas: oficiales elegidos por el pueblo, abolición de la justicia militar, igualdad de derechos para los obreros extranjeros en los países imperialistas, derecho a formar asociaciones libres para aprender el arte militar. Reformas de instituciones, en definitiva; pero reformas con un contenido abiertamente revolucionario que afecta al punto neurálgico de los aparatos estatales capitalistas.
Frente a quienes hablaban sin más de “revolución” utilizando la palabra como un arma arrojadiza contra el reformismo, argumenta ahora:
En modo alguno estamos contra la lucha por las reformas. No queremos desconocer la triste posibilidad de que la humanidad —en el peor de los casos— pase todavía por una segunda guerra imperialista, si la revolución no surge de la guerra actual... Somos partidarios de un programa de reformas que también debe ser dirigido contra los oportunistas[6].
Ese primer proyecto de alternativa. El programa militar de la revolución proletaria, lo escribió Lenin en alemán y fue uno de sus textos más difundidos entre los revolucionarios europeos antes de los acontecimientos de octubre de 1917.
Ahí está ya el tema central que le ocupa en los meses inmediatamente anteriores a la revolución rusa de febrero: articulación de la lucha por las reformas con la actividad revolucionaria para, sin ceder en la cuestión de principios, no dejar tampoco el campo libre a la extensión, entre las masas agotadas por la guerra, de las consignas, aparentemente realizables dentro del capitalismo, propuestas por aquellos otros que quieren detener el impulso hacia transformaciones radicales.
En ese tema tendría que moverse evitando dos extremos: la defensa en abstracto de la profundización de la democracia existente, esto es, de la democracia burguesa, y la negación demasiado genérica del valor de las conquistas democráticas para abrir el camino al socialismo. Cuando por entonces empieza a trabajar en el tema estado y revolución Lenin ocupa, pues, una posición intermedia entre dos coherencias formales: de un lado, la teoría del Kautsky ortodoxo cuya práctica, en cambio, rechaza; de otro lado, el extremismo “izquierdista” de Nicolai Bujárin, de Antón Pannekoek y otros junto a los cuales combate en las luchas cotidianas, pero cuyas conclusiones sobre la cuestión del estado considera semianarquistas.
La práctica, la realidad social, habría de ser también en este caso el elemento resolutorio de las vacilaciones de Lenin en ese punto.
[1] Muestras de esa unilateralidad de Lenin en la reconstrucción de la historia del partido durante estos años pueden encontrarse varias en La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo (folleto escrito en abril/mayo de 1920), Obras Escogidas, ed. cit., tomo 3. Véanse sobre todo las págs 369-370.
Para el aspecto filosófico de la polémica de V. I. Lenin con los empiriocriticistas debe consultarse el artículo de Manuel Sacristán «El filosofar de Lenin», en Realidad, n.° 19, diciembre de 1970.
[2] La carta a Gorki está recogida por N. Krupskaia en obra citada, págs. 173-174. La opinión de Gorki sobre el estado de ánimo de Vladímir Uliánov durante esos años puede verse en Lenin por Gorki, Madrid, Nostromo, 1974, págs. 37-44.
[3] Las diferentes circunstancias de esta polémica, así como la maduración de la actitud de Lenin respecto de los bogdanovistas, es conocida sobre todo por las cartas a Gorki (25.11.1908) y a Vorovski (verano de ese mismo año), recogidas ambas en N. Krupskaia, obra citada, págs. 151 y ss
[4] Así se expresaba en «La guerra y la socialdemocracia en Rusia» (septiembre de 1914). Pero esa misma idea la había expresado ya con anterioridad.
[5] La exposición anterior resume opiniones vertidas por V. I. Lenin en varios artículos escritos entre finales de 1914 y principios de 1915, pero sobre todo en «La bancarrota de la Segunda Internacional».
[6] En «El programa militar de la revolución proletaria» (septiembre de 1916). Véase Obras Escogidas, ed. cit., tomo 1; págs. 805-806.