Una mesa remendada, unas viejas letritas móviles de plomo o madera, una prensa que quizá Gutenberg usó: el taller de José Francisco Borges en el pueblo de Bezerros, en los adentros del Nordeste del Brasil. El aire huele a tinta, huele a maera. Las planchas de madera, en altas pilas, esperan que Borges las talle, mientas los grabados frescos, recién despegados, se secan colgados de los alambres. Con su cara tallada en madera, Borges me mira sin decir palabra
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