5.- Dirección y autoridad
LA COMPLEJA TAREA DE DIRIGIR
El trabajo de dirección es, por su naturaleza, sus funciones y sus competencias, el tipo de actividad partidaria más responsable y complejo.
Quien dirige, en cualquier nivel que sea (central, regional o cualquier otro escalón), tiene que decidir, orientar, dar directivas e indicaciones, distribuir y atribuir tareas. Tiene que examinar las realidades, las situaciones concretas y los problemas y encontrar respuesta para ellos. Tiene que planificar y programar el trabajo. Tiene que acompañar atentamente el trabajo de las organizaciones o sectores respectivos e intervenir para asegurar la orientación justa, para estimular la actividad, para controlar la ejecución, para conducir la realización de las tareas indicadas.
El trabajo de dirección involucra así grandes responsabilidades, múltiples competencias y amplios poderes. Es esencial que su ejercicio sea conforme con los principios orgánicos del Partido y, en particular, con el respeto a la democracia interna y con la concepción del trabajo colectivo.
Dirigir no es mandar, ni comandar, ni dar órdenes, ni imponer. Es, ante todo, conocer, indicar, explicar, ayudar, convencer, dinamizar. Son pésimos rasgos para dirigentes el espíritu autoritario, el placer del mando, la idea de la superioridad con respecto a los menos responsables, el hábito de decidir por sí solo, la suficiencia, la vanidad, el esquematismo y la rigidez en la exigencia del cumplimiento de las instrucciones.
Una cualidad esencial en un dirigente comunista es la conciencia de que siempre tiene que aprender, siempre tiene que enriquecer su experiencia, siempre tiene que saber escuchar a las organizaciones y los militantes que dirige.
Y cuando se habla de escuchar, no se trata solo de escuchar en un gesto formal, protocolar y condescendiente. No se trata de recibir pasivamente y registrar por obligación lo que dicen los demás. Se trata de conocer, de aprovechar y de aprender con la información, la opinión y la experiencia de los demás. Se trata eventualmente de modificar o rectificar la opinión propia en función de tal información, opinión y experiencia.
La experiencia de cada dirigente individualmente considerado es de gran valor. Pero la experiencia de los dirigentes tiene que saber fundir la experiencia propia con la asimilación de la experiencia del Partido.
De aquí resulta que un dirigente da una contribución más rica, positiva y creativa cuanto más basa su opinión en la comprensión de la opinión de los demás y en la asimilación de la experiencia colectiva, cuanto más consigue que su pensamiento traduzca, exprese y sintetice el pensamiento elaborado colectivamente. No solo de su organismo, sino de su organización y del Partido en general.
Es peligroso para una dirección y para los dirigentes (en cualquier escalón) vivir y pensar en un círculo cerrado y aparte.
Cuando ello sucede, el ángulo de visión se vuelve limitado y estrecho. Aparece la tendencia a atribuir a la organización respectiva o a todo el Partido o las masas la opinión de ese círculo estrecho. Disminuye la capacidad de aprender y conocer el verdadero sentir y las verdaderas aspiraciones y disposiciones del Partido y de las masas.
Es indispensable, para un correcto trabajo de dirección, el estrecho contacto con la organización, con los militantes y, siempre que sea posible, con los trabajadores democráticos sin partido.
Hay que evitar todo cuanto tienda a distanciar los dirigentes de la base del Partido. Hay que estimular todo cuanto aproxime y ligue en un esfuerzo conjunto todas las organizaciones y militantes, incluyendo a los dirigentes
Los dirigentes tienen un importante papel en la actividad, en el desarrollo y en el éxito de los respectivos partidos. En tal sentido puede decirse que los dirigentes hacen los partidos. En el PCP, también el Partido hace los dirigentes.
NECESIDAD DE UNA DIRECCIÓN PREPARADA Y EXPERIMENTADA
La formación de una opinión partidaria colectiva, la intervención de los militantes en la elaboración de la orientación del Partido, la conciencia del valor de la contribución de todos y cada uno y la del valor del pensamiento del gran colectivo partidario no excluye la conciencia de la necesidad para el Partido de formar y tener dirigentes preparados, firmes, experimentados, con especializaciones diversificadas, capaces de orientar el trabajo del Partido.
La valoración del colectivo partidario no puede significar ninguna idea de que el Partido puede prescindir de una Dirección preparada y capaz, por su valor colectivo y por el valor individual de cada uno de sus miembros.
Tan solo los demagogos pueden afirmar (y dicha afirmación es tan vieja como la lucha contra el partido revolucionario de la clase obrera) que las únicas ideas creativas y los únicos movimientos válidos son los que vienen de abajo”, que la orientación del Partido puede venir de la base.
La Dirección está ligada a todo el Partido, recibe en gran medida de todo el Partido la información de la realidad, la apreciación sobre ella, la propuesta creativa de la respuesta a dar a los problemas, la traducción fundamentada de las aspiraciones y sentimientos del Partido y de las masas.
Pero la función del Partido no se limita a inventariar, clasificar y coordinar la contribución de todo el Partido. La Dirección interviene con su particular preparación y experiencia, con su opinión propia, tanto más útil y correcta cuanto más elevada fue su preparación y su experiencia.
Tanto en los Partidos como en los Estados, las decisiones y actuaciones de los responsables (y aun de tal y cual responsable) pesan a veces de manera decisiva en los acontecimientos, pudiendo determinar la evolución de los partidos o de los Estados, sus victorias o sus derrotas, a corto y a mediano plazo.
En la historia del PCP, la validez de la orientación fue tanto más comprobada por la práctica cuanto que esa orientación se fundamentó, por un lado, en la ligazón estrecha de los dirigentes con la base del Partido y, por otro lado, en la preparación y la experiencia de los dirigentes.
La existencia, no solo de la dirección colectiva sino del trabajo colectivo generalizado a todo el Partido, da mucha mayor seguridad a las decisiones de la Dirección. Pero esa seguridad resulta también de las cualidades reales de los dirigentes.
De allí la necesidad de cuidar con particular atención, no solo la elección acertada de los responsables, sino su preparación.
La revolución portuguesa y la acción determinante que en ella desempeña el PCP plantearon al Partido y a su Dirección nuevas tareas, totalmente diferentes de las tareas de la lucha clandestina.
El Partido se vio ante la necesidad de conocer prácticamente todos los complejos problemas económicos, financieros, sociales, culturales, administrativos, militares que se plantearon a la joven democracia, al nuevo Estado.
El Partido tuvo que hacer un gigantesco esfuerzo en la acción práctica, en los conocimientos técnicos y científicos, en el bagaje ideológico para la preparación de sus cuadros y particularmente en su Dirección.
La Dirección Central tuvo que crear condiciones para asegurar simultáneamente total firmeza política e ideológica y capacidad de respuesta a los nuevos, variados y complejos problemas.
En la nueva situación surgieron, en lo inmediato, dos peligros: o de una dirección política e ideológicamente firme, constituida sobre todo por los cuadros obreros probados en la lucha clandestina, pero sin preparación técnica y especializada para dar respuesta a todos los complejos problemas de la edificación del régimen democrático; o de la constitución de una nueva dirección con la incorporación de cuadros técnicos y especializados, pero que corren el riesgo de serías insuficiencias y vacilaciones políticas e ideológicas.
Fue también gracias al trabajo colectivo que se encontró solución para tal problema.
La Dirección Central mantuvo como núcleo fundamental el núcleo más probado, experimentado y firme, ideológica y políticamente. Pero, al mismo tiempo que promovía nuevos cuadros obreros, que se fueron revelando en el proceso revolucionario, y tomaba de formación especializada acelerada, rodeó ese núcleo con numerosos cuadros preparados, especializados, organizados en las más variadas comisiones de análisis, estudio, debate, opinión.
La ampliación del Comité Central y de los organismos de dirección y la formación de una gran serie de comisiones junto al Comité Central —cada una de las cuales constituida por los dirigentes, militantes y especialistas más directamente ligados a los problemas relativos a tales comisiones— permitieron a la Dirección del Partido y al Partido en su conjunto alcanzar un elevado nivel de conocimiento de los problemas y de capacidad de respuesta para ellos.
La preparación y la capacidad de la Dirección del Partido, apoyada en el trabajo colectivo y en la preparación y valor individual de los cuadros, se tornó un factor de la más alta importancia para el refuerzo incesante del Partido y su intervención en el proceso revolucionario y en toda la vida nacional después del 25 de Abril.
CORRECTO APRECIO, ELOGIO Y ADULACIÓN
Es justo el aprecio por la contribución individual de los militantes, por su talento, sus méritos, los servicios y las pruebas que dieron y dan. Se trata de un principio válido en todo el Partido y naturalmente también válido cuando se refiere a los dirigentes en cualquier escalón.
Se debe evitar que quienes dedican sus esfuerzos a la realización de una tarea y logran un resultado positivo queden después pensando que sus camaradas ni siquiera lo advirtieron o tienen reservas críticas que no expresaron.
Pero el aprecio no es una recompensa. Ni siquiera necesita expresarse en referencias explícitas.
El aprecio por el trabajo y la contribución individuales y la eventual valoración de ese trabajo y de esa contribución no deben convertirse de ninguna manera en referencias de carácter sistemático, en la práctica del elogio que fácilmente se descamina en la lisonja y la adulación.
La justa valoración de la contribución individual de los militantes (en especial los más responsables) es incompatible con tal práctica.
La práctica del elogio, de la lisonja, del aplauso sistemático y casi obligatorio se convierte fácilmente en un proceso peligroso en la vida interna del Partido.
Mal van las cosas cuando el nombre del más responsable no puede ser pronunciado sin que lo reciba una salva de aplausos.
Si se crean tales hábitos, a partir de cierta altura ya se repara en quien no elogia y en quien no aplaude; ya se interpreta el no elogiar y el no aplaudir sistemático como señal de discrepancia u oposición.
Y así puede suceder que pasen a ser “mal vistos” buenos militantes, al mismo tiempo que otros se van acomodando a tal práctica defectuosa por temor de que sea mal interpretada la ausencia de las señales de aprecio y aplauso.
De parte de los dirigentes se corre el riesgo de que le “tomen el gusto”, pues es sabido que el vicio de la lisonja se asemeja en algo al vicio del vino: cuanto más se bebe, más ganas se tienen de beber.
En la vida de los pueblos apena verificar cómo algunos caudillos sienten la necesidad, para reforzar su propia autoridad, de que se multipliquen !os elogios en su favor. Y luego verificar que muchos de aquellos que así reciben más elogios en vida, menos los reciben después de muertos.
La práctica del elogio y del aplauso sistemático a los dirigentes trasciende a veces el grado de una tendencia defectuosa, para adquirir el carácter de una sensible degradación de orden ético.
Porque cuando tal práctica se institucionaliza, el terreno se torna propicio para los oportunistas y carreristas, para los aduladores y cortesanos.
Este fenómeno negativo puede verificarse en cualquier escalón. Es tanto más grave cuanto más elevado es el escalón en que se verifica. Puede tornarse aberrante si se manifiesta en relación al secretario general.
La degradación ética se da de ambos lados: del cortesano y de aquel a quien el cortesano adula.
Cuando un dirigente “en cualquier escalón”, en vez de la justa repulsa a la lisonja, la acepta sin dificultades o le toma el gusto, puede fácilmente adoptar vicios de apreciación y de conducta, con reflejos graves en la actividad partidaria: evaluación defectuosa de sí mismo, evaluación defectuosa de los otros cuadros, preferencias mal fundamentadas, elecciones y selecciones determinadas por criterios subjetivistas.
En cuanto al adulador es, por definición, un oportunista que calcula, humillándose y adulando a los “jefes”, sacar ventajas de ello. Por eso, la adulación solo se desarrolla y prolifera cuando encuentra terreno propicio, cuando es redituable, cuando es premiado de manera directa o indirecta.
Cuando los aduladores solo extraen de la adulación indiferencia, crítica o desprecio, ni la práctica avanza ni el ejemplo medra. Es lo que ha sucedido y sucede en nuestro Partido.
En el PCP se han combatido con éxito tales tendencias negativas, aun cuando aparezcan mitigadas en casos aislados y raros. Los militantes se sienten a gusto en sus relaciones para expresar su opinión, favorable o desfavorable, para aplaudir o no aplaudir, para apoyar, para discrepar o para criticar.
Puede afirmarse que la ausencia de la práctica del elogio y la repulsa generalizada por cualesquiera manifestaciones de adulación constituyen factores importantes del respeto de todos hacia todos, de la reconocida autoridad de organismos y dirigentes.
ARROGANCIA DE LA JEFATURA Y DEL PODER
La arrogancia de la jefatura y del Poder (de un partido o de un Estado) consiste fundamentalmente en la afirmación de la jefatura y del poder ante los demás, aun cuando es inconveniente o innecesaria.
Tal arrogancia puede tener como origen la concepción política de que la jefatura y el Poder deben evidenciarse para imponer respeto y autoridad. Puede también tener como origen características de los dirigentes y de los representantes del Poder, que difícilmente aceptan pasar inadvertidos.
Es admisible, por ejemplo, que dirigentes de un Estado, que excepcionalmente, por interés público o razones de seguridad, urgencia de desplazarse por calles y carreteras con velocidad superior a la generalmente admitida, tengan prioridades ocasionales e infrinjan reglas de tránsito. Tal como los bomberos y las ambulancias. Pero, es menos admisible que esas situaciones excepcionales y justificadas se puedan volver norma corriente, y practicarse, no por motivo de interés público o de seguridad, sino por comodidad propia, o solo como privilegio que se obtiene en la propia exhibición.
La arrogancia de la jefatura y del Poder es siempre una expresión de privilegio adquirido o tolerado y de ejercicio abusivo de funciones responsables.
Es legítimo que la jefatura y el Poder se afirmen en el ejercicio de las funciones y según necesidades sociales. Pero, salvo coyunturas verdaderamente excepcionales, nunca como una afirmación de autoridad omnipresente, recordando constantemente a los camaradas (en el caso de un partido) o a los ciudadanos (en el caso de un Estado) su existencia y su fuerza.
No se trata de un fenómeno posible únicamente en las más altas instancias de un partido o de un Estado. En la debida proporción y con grados diferentes de gravedad, es no solo posible sino verificable en los más variados escalones de la jerarquía partidaria o estatal.
Además de los aspectos más graves en que puede reflejarse, se manifiesta en grados menores, que son la génesis de los mayores. La arrogancia puede manifestarse en la manera de andar, de hablar, de comportarse entre los otros camaradas, evidenciando la responsabilidad superior; en la forma superior, a veces impropia, de responder a opiniones diferentes; en la intolerancia para con las actitudes o palabras discrepantes; en el establecimiento de formas de relación que evidencian, aun cuando es completamente innecesario, dónde está la jefatura y dónde está el Poder.
Es bueno combatir tales manifestaciones de grado inferior para que no lleguen a germinar las de grado superior.
EL CULTO DE LA PERSONALIDAD
El culto de la personalidad es un fenómeno negativo que comporta inevitablemente pesadas consecuencias en el partido en que se verifique.
Los elogios públicos y la exageración de los méritos del dirigente objeto del culto son aspectos superficiales.
Las cuestiones de fondo son extraordinariamente más graves. Son las incomprensiones y la sobrevalorización del papel del individuo.
Es la atribución a una personalidad, no solo de lo que se le debe por sus méritos, sino de lo que se debe a los méritos de muchos otros militantes.
Es la injusta atenuación de la contribución de los demás militantes, así como de la clase y de las masas.
Es la práctica de la dirección individual y de la sobreposición de la opinión individual (aunque sea errada) al colectivo.
Es la aceptación sistemática, ciega, sin reflexión crítica, de las opiniones y decisiones del dirigente. Es la creencia o la imposición de su infalibilidad.
Es la pasividad en relación con las decisiones del “jefe” y la quiebra de la iniciativa, intervención y creatividad de las organizaciones y militantes.
Es la falsa idea de que las tareas que caben al Partido y hasta a la clase obrera y a las masas pueden ser realizadas por el dirigente objeto del culto.
Es el debilitamiento de la conciencia comunista y del aprendizaje y responsabilidad de los dirigentes y militantes.
Es el debilitamiento y el estrangulamiento de la democracia interna en sus variados aspectos (trabajo colectivo, regla mayoritaria, independencia de juicio y de opinión, rendición de cuentas).
Es el camino casi inevitable a la intolerancia, el dirigismo, la utilización de métodos administrativos y sanciones en relación con los que discrepen del dirigente objeto del culto, lo contradigan o se le opongan.
No es caso único en el movimiento comunista internacional el alejamiento o convocatoria ante los organismos superiores del partido de tales o cuales camaradas, no por el juicio que de ellos formula el colectivo, sino por la mayor o menor identificación con aquel que tiene funciones de mayor responsabilidad. En el seguimiento de este proceso, no es caso único la formación de una dirección cuyos miembros tienen como mérito principal el ser “fieles” a ese dirigente, y a partir de esa dirección, la formación de todo un aparato “fiel” y “dedicado”, no tanto al partido, sino al dirigente en cuestión.
En general, cuando se habla del culto de la personalidad, se tiene en cuenta aquel que desempeña el cargo considerado más elevado en la jerarquía partidaria. Pero el culto de la personalidad, aunque con aspectos diferenciados y de ámbito diverso, puede verificarse en todos los escalones y en todos los niveles.
El culto de la personalidad puede resultar de un proceso espontáneo desarrollado a partir del aprecio por las cualidades reales o por el real papel determinante de un dirigente, o puede resultar de un proceso creado artificialmente por la excesiva valorización individual de un dirigente, no porque su contribución sea en efecto excepcional, sino por la importancia del cargo que desempeña.
Si en el primer caso las consecuencias son siempre negativas, en el segundo pueden ser desastrosas.
De cualquier modo, un partido o una organización donde se instala el culto de la personalidad sufre las consecuencias: en el presente y en el futuro.
En nuestro Partido se observa una actitud crítica general en relación con los fenómenos del culto de la personalidad. Los métodos de trabajo, la práctica del trabajo colectivo y de la responsabilidad colectiva, la valoración de la contribución de todos y de cada uno, constituyen condiciones frontalmente desfavorables al culto de la personalidad.
Sin embargo no debe perderse de vista que el culto de la personalidad no es una situación decidida por decreto, sino un proceso que se desarrolla e instala. Es extraordinariamente más fácil impedir que se instale el culto de la personalidad que combatirlo una vez instalado.
Esta verdad aconseja impedir que se desarrollen o surjan raíces, concepciones, ideas, métodos y prácticas (todas ya de por sí negativas) que abren paso al culto de la personalidad y que se refuercen concepciones, ideas, métodos y prácticas que no solo garanticen el trabajo colectivo en el presente, sino que lo garanticen para el futuro.
EL CULTO DE LOS VIVOS Y EL CULTO DE LOS MUERTOS
El culto de la personalidad de los dirigentes es un fenómeno negativo en la práctica de un partido. Aunque con alcance diferente, no deja de ser negativo cuando se refiere a dirigentes muertos.
Si se está contra la deificación de los vivos, también se justifica estar contra la deificación de los muertos.
Inclusive en relación con las más notables figuras de la historia revolucionaria, no se deben alimentar ideas de infalibilidad.
Rendir homenaje a los muertos. Valorizar su papel. Aprender con sus enseñanzas y su ejemplo. Pero no lisonjear y no endiosar.
Lenin fue el más extraordinario revolucionario en la historia de la humanidad. Su nombre es inseparable y quedará eternamente ligado a la primera gran revolución que liberó a los trabajadores de la explotación capitalista y condujo a la construcción de una sociedad sin clases antagónicas. Sus escritos contienen enseñanzas de valor impar para todas las fuerzas revolucionarias. La doctrina del proletariado revolucionario se llama justamente marxismo-leninismo, uniendo así los nombres de los dos mayores teóricos y revolucionarios de la historia de la humanidad.
Pero ser leninista no consiste en endiosar a Lenin, en utilizar cada frase de Lenin como verdad universal, eterna e intocable, en sustituir el análisis por la cita, en responder a los acontecimientos mediante afirmaciones de Lenin, aun cuando se trata de nuevos fenómenos que Lenin no conoció en su época; en sofocar, con la trascripción de textos y con la presencia dominadora del hombre y la efigie y de la autoridad de ese nombre y de esa efigie, la investigación, el análisis y el espíritu creativo en el estudio e interpretación de los nuevos fenómenos.
Hay que combatir tendencias que surjan para el culto de la personalidad en el presente. Una de las formas de combatirlo es no practicar el culto de la personalidad en relación a figuras pasadas.
La deificación de los muertos es una desalentadora subestimación del papel de los vivos o una tentación del papel de los vivos o una tentación a su igual deificación.
Un maestro es verdaderamente un maestro, si los discípulos no hacen del maestro un dios.
Con Dios no se discute, Dios ordena, a Dios se le obedece. Dios es el dogma; el maestro es la verdad dialéctica. Dios es la afirmación absoluta de una verdad eterna. El maestro es la enseñanza de la verdad de la vida, en su evolución, en sus cambios, en su constante desarrollo, en su relatividad.
Es necesario aprender con Lenin y con sus enseñanzas de validez universal. Una primera condición para ser leninista es ver en Lenin un maestro y no un dios.
VERDADERA Y FALSA AUTORIDAD
La autoridad, en nuestro Partido, es hoy una situación de hecho y no una imposición de derecho. En el Partido, la autoridad no parte de la afirmación de quien la tiene, sino de la actitud de quien la reconoce. No es una imposición estatutaria, sino una adquisición verificada por la práctica.
La verdadera autoridad colectiva (de un organismo u organización) o individual (de un militante) resulta fundamentalmente del acierto en las decisiones, del trabajo positivo, de la expresión concreta del respeto por las demás, de la búsqueda de las opiniones y de la contribución del colectivo, de la conciencia de que el organismo o camarada considerado individualmente tiene capacidad para decidir con acierto fundamentalmente porque tiene en cuenta la contribución del colectivo.
Hay quienes entienden la autoridad de un organismo de dirección o de un dirigente como su poder de decisión, al cual corresponde, para los militantes de las organizaciones respectivas, la obligación de cumplir. El poder de decisión es sinónimo de competencia. Pero la competencia para decidir no significa necesariamente autoridad.
La autoridad en nuestro Partido consiste en una concepción, en una práctica y en una realidad extraordinariamente más ricas y más profundas que el poder de decisión.
Sin duda que a los organismos y a los dirigentes corresponde decidir en la esfera de sus competencias. Sin duda que las decisiones tomadas son para cumplirlas. Pero esta realidad se refiere más a las competencias y a la disciplina que a la verdadera autoridad.
El hecho de que un organismo o un dirigente tome una decisión y esa decisión se cumple no significa de por sí autoridad.
Cuando se toma una decisión, el trabajo dirigente no consiste en proclamar la decisión y exigir su cumplimiento en nombre de la autoridad.
Solo en circunstancias verdaderamente excepcionales es legítimo invocar el argumento de la autoridad en vez de la explicación y del convencimiento.
Cuando es sistemática, la invocación del argumento de la autoridad impide el debate constructivo, priva al Partido de la contribución de los militantes, traba la reflexión y tiende a fomentar la falsa idea de que el más responsable siempre tiene razón.
En su desarrollo, tales tendencias crean condiciones para situaciones de irresponsabilidad y, en el extremo límite, preconceptos de infalibilidad. No refuerzan la autoridad, sino que la debilitan.
Son síntomas, no de la fuerza y consistencia de la autoridad, sino de su debilidad, la insistencia en que dicha autoridad existe, la valorización repetida de los méritos de los organismos de dirección y de los dirigentes, los balances defectuosos de la actividad, presentando los éxitos y ocultando deficiencias y yerros.
Es una falsa autoridad, que no resiste el viento de la democracia interna, la autoridad impuesta como regla jerárquica, como seguidismo inconciente, como disciplina de carácter administrativo. Deben combatirse y desterrarse, dondequiera que aparezcan, cualesquiera manifestaciones de abuso de autoridad, de imposición de voluntad, de despotismo individual, de asfixia de la voz de los militantes, de falta de respeto por los camaradas de las organizaciones que el organismo dirige.
En nuestro Partido, se combaten todos esos defectuosos y viciosos conceptos y prácticas de autoridad y, dondequiera que reaparecen en mayor o menor escala (lo cual sucede), encuentran un ambiente tan desfavorable que no logran desarrollarse ni enraizarse.
La autoridad de los organismos y de los militantes existe y vive en el colectivo y en la democracia interna. Existe y vive porque es autoridad efectiva y no porque pretende serlo.