II. Orígenes del movimiento obrero sindical

Antecedentes históricos de nuestro movimiento obrero

El Movimiento Obrero Sindical tiene en nuestro país un nacimiento similar al de toda Europa. Como en otros países, nace con un carácter esencialmente defensivo, para conseguir y mejorar las condiciones de vida de la clase obrera, atendiendo principalmente los problemas de salarios, condiciones de trabajo, limitar primero y acabar después con las infames condiciones del trabajo de la mujer y poner fin al de los niños, etc. Pero por otra parte, en correspondencia con las carac­terísticas «atípicas» del desarrollo capitalista en el Es­tado español, el Movimiento Obrero nace aquí con un cierto retraso respecto de Europa, desarrollando ade­más caracteres peculiares.

Como antecedentes históricos de las luchas obre­ras se podrían señalar los del período que transcurre hasta los comienzos del siglo XIX. Es un período en el que abundan las luchas populares, destacando entre ellas las insurrecciones de los menestrales en Córdoba, la de los Hirmandiños de Galicia, las de los Comuneros de Castilla, la de las Germanías de Valencia o las de los Segadores en Cataluña. En casi todas ellas los me­nestrales actúan ya como los precursores del futuro proletariado, pero sin embargo no tienen la homoge­neidad, ni la amplitud necesaria para actuar como cla­se, ni por supuesto la conciencia imprescindible para actuar independientemente, como fuerza organizada. Por lo general, actúan como elemento auxiliar de otras clases o capas de la sociedad feudal.

Será el nacimiento y desarrollo de la industria en el Estado español, y con ella el de la clase obrera y el de su práctica social, lo que creará la necesidad de un movimiento obrero de clase, organizado con fines pro­nos.

En el modo de producción feudal, el menestral, el oficial o el aprendiz de los Gremios, como la sociedad feudal en su conjunto, no conocen las leyes que explican científicamente el «desarrollo de la sociedad». En el feudalismo no se daba la «necesidad histórica» de la que hablaban los creadores de la teoría científica del movimiento obrero, Marx y Engels.

  A comienzos del siglo XIX, y con respecto a otros países de Europa, la situación social y económica de España presenta un gran atraso. Muchos de los proble­mas enraizados en la Edad Media estaban aún sin res­olver. Esta problemática heredada, de raíz medieval, subsistirá durante mucho tiempo mezclada con otros problemas de origen más moderno. En nuestro desarrollo histórico no hemos tenido una Revolución bur­guesa parecida a la francesa, que acabase con aquellas trabas; por el contrario, han dominado la Inquisición y el absolutismo político.

  Cuando ya en otros países europeos el proceso de formación de la sociedad capitalista está consolidado, la economía española de la tercera y cuarta décadas del siglo XIX presenta, en general, un conjunto de características que la definen todavía como una economía atrasada, en la que aún no se pueden encontrar plena­mente los mecanismos de apropiación y de acumulación propios de la industrialización capitalista. En conjunto, la industria, antes del siglo XIX, apenas existía, aunque por razones militares  se fomentaran por los gobiernos algunas empresas metalúrgicas y existieran algunas maestranzas y arsenales en diferentes puntos del país. Únicamente es en las primeras décadas del siglo XIX en las que se dan de manera muy localizada, en los núcleos periféricos del Norte y de Cataluña, unos niveles de desarrollo industrial importantes y que merezcan ser destacados.

Es a partir de esas primeras industrias modernas cuando comienzan a crearse las condiciones básicas —de concentración y homogeneidad— que darán lugar, a través de un proceso complejo y largo, al nacimiento del movimiento obrero organizado.

 

Nacimiento de las formas iniciales de organización obrera

 

El desarrollo de las formas organizativas del movi­miento obrero recorre en lo fundamental tres etapas características. La primera, la de la creación de las So­ciedades Mutuas o Montepíos; la segunda, la de las Comisiones de la Clase Obrera y la tercera, la de la creación de las Sociedades de Resistencia y los Sindi­catos de clase.

Los trabajadores se organizan aquí, con los mis­mos fines que en los demás países. Sus organizaciones parten de las tentativas espontáneas para defender sus intereses más inmediatos, también para suprimir o al menos restringir la competencia que entre sí se hacen, frente a los patronos, los que no poseen otra cosa que su fuerza de trabajo. De ahí se desprende que su objetivo inmediato fueran las reivindicaciones diarias, en contra de los abusos de los patronos. En resumen, las mejoras de salarios, la limitación de la jornada de tra­bajo, la salubridad de los locales, etc.

Como indica Jutglar: «La fenomenología hispana de toma de conciencia obrera, no es esencialmente dis­tinta a la de la mayor parte de los países occidentales.» Pero «se encuentra sin embargo matizada por factores básicos de tipo estructural: el proceso de transforma­ción industrial es menos intenso y radical en el con­junto español que en otros estados de Occidente. Los fenómenos  de concentración urbana, de transforma­ción de las realidades culturales, de las formas de ins­trucción, información, opiniones, etc., no tienen en la España decimonónica, ni la importancia, ni la intensi­dad que en los países de Occidente, que, a lo largo del siglo XIX, efectuaron una revolución industrial, dibu­jaron una civilización urbana muy definida y dieron paso a la maduración de las formas del gran capitalis­mo. Las distinciones y precariedades hispanas, de la misma forma que influyeron en la conformación atípica, diferente, de las burguesías hispanas, habrían de influir notablemente en la definición adulta y diferen­ciada del movimiento obrero español».

Junto a esta burguesía industrial incipiente, débil y temerosa, al mismo tiempo que ansiosa de ganancias, unas castas terratenientes fuertes, que dominaban las instituciones políticas y religiosas absolutistas, se en­frentaban a la clase obrera de la ciudad y del campo, que vivía en condiciones infrahumanas.

Son elocuentes estos datos sobre la población activa en 1864. Sobre un total de 3.166.000 trabajadores, 26.000 son mineros, 150.000 obreros industriales, 600.000 artesanos y 2.390.000 trabajadores del campo, campesi­nos pobres y obreros agrícolas. El número reducido de obreros industriales y el papel predominante de las realidades agrarias, deben situarse en la base de las particularidades que acompañaron al movimiento obre­ro español. Es en las peores condiciones, en el año 1840, cuando la clase obrera da sus primeros pasos y crea las primeras Sociedades de Socorros Mutuos o Montepíos.

«Las Comisiones de las Clases Obreras»

La que hemos mencionado como segunda etapa del movimiento obrero organizado, la de «las Comisiones de las Clases Obreras», se desarrolla a mediados del siglo XIX. No es casual que 1850 sea un año decisivo, por la entrada masiva de capital extranjero entre otros factores, para la formación de la sociedad capitalista española. Sobre esta etapa gira la transformación de los Montepíos ya mencionados, en Sociedades de resis­tencia y Sindicatos de clase, que constituyen la tercera.

Durante un cierto período de tiempo, «las Comi­siones de la Clase Obrera», sobre todo en Cataluña —en donde si bien son toleradas, no son legales—, mo­vilizan a los trabajadores, combinando la lucha legal con la extralegal. Estas Comisiones de las Clases Obre­ras representaban a las diversas secciones del trabajo catalán. Llegaron a recoger, en aquella época, 30 000 firmas que presentaron a Espartero en Madrid y fueron las que llegaron a declarar la primera huelga ge­neral en Barcelona el año 1855. Los gritos de «Asocia­ción o Muerte» o el de «Viva la Libre Asociación» con que hacen sus pancartas o terminan sus manifestacio­nes, reflejan con claridad los objetivos de la clase obrera en este período.

Está claro que estamos no sólo en presencia de un mayor grado de conciencia de la clase obrera, sino de mayor grado de organización. Como indican Martí, Bénet y Vicens Vives, lo que hizo posible la primera huelga general de Cataluña —y también primera de Es­paña— «fue la realidad organizativa que suponían las Comisiones, que suponían el final de un período de gestación y la carta de naturaleza del mundo obrero en la historia contemporánea».

Anteriormente funcionó una Comisión de los Trabajadores de Hilados, «que ordenó boicot a las selfatinas», dice Jutglar. Entre los dirigentes de esta Comisión figuraba José Barceló, que más tarde —fue ejecutado— pagó con la vida la dedicación a su clase. El problema y la realidad creada por estas Comisiones es obvio. Vícens Vives lo analiza diciendo: «Ya que las sociedades estaban prohibidas por el Gobierno, ¿qué representaban exactamente los comisionados? En la cuestión de las selfatinas, a la clase de los hiladores. Pero durante la Huelga General de 1855, al formarse "las Comisiones de las Clases Obreras", es evidente que representaban a las más diversas secciones del trabajo catalán.»

Sin que se posean datos concretos suficientes, Jut­glar escribe: «Coincidiendo con estos hechos, hay in­dicios que demuestran la creación de corrientes análo­gas en otros núcleos industriales de España.»

Sin riesgo de equivocarnos, podemos asegurar que las huelgas de este período, sobre todo la de 1855, y su órgano dirigente, «las Comisiones de las Clases Obre­ras», constituyen el eslabón decisivo para el paso del Mutualismo al sindicato de clase. En efecto, estas co­misiones juegan un importante papel —dentro de unas condiciones históricas concretas— en el proceso orga­nizativo de la clase obrera española, que, partiendo de formas societarias más o menos híbridas de mutualis­mo, previsión y cooperativismo, iban creando la conciencia de su fuerza y la necesidad de su unidad y solidaridad en la defensa de sus intereses como explotados.

Mientras que en otros países se pasa directamente del Mutualismo a los Sindicatos, por lo señalado an­teriormente —escaso desarrollo industrial y cultural, fuerte artesanado y campesinado, el proletariado in­dustrial es poco numeroso y está débilmente concen­trado— es por lo que el proceso de concienciación aquí, sigue siendo diferente al de otros países y por lo que crea ese eslabón intermedio de «las Comisiones de las Clases Obreras».

Estas Comisiones y la Huelga General de Barcelona de 1855, fueron las que abrieron a la clase obrera la vía a la participación activa en la lucha de clases, lo que la conducía a la conquista de los sindicatos obreros como forma de organización del movimiento obrero.

«Las Comisiones de las Clases Obreras» tenían unos objetivos limitados, determinados por una situación histórica muy diferente a la de hoy; tanto en el plano nacional, como internacional. Con un proletariado dé­bil numérica e ideológicamente, las Comisiones de los años 1850 centraban sus reivindicaciones en conseguir la libre Asociación Obrera y en obtener salarios y jor­nadas que permitieran sobrevivir a los trabajadores. Sería erróneo, pues, trasladar esta forma española presindical de «las Comisiones de la Clase Obrera» a las Comisiones Obreras de hoy. Más adelante entraremos en las características fundamentales de las Comisiones Obreras de hoy y en sus diferencias con las del si­glo XIX.

El Primer Congreso Obrero

Se llegó al Primer Congreso Obrero después de un proceso de organización y de luchas diversas, que culminaron con la constitución en junio de 1870 de la Federación Regional Española (FRE) o, como también se la llamó, de la Internacional española.

El desarrollo industrial —aunque con cincuenta años de retraso respecto de Francia e Inglaterra— iba creando y desarrollando lentamente los núcleos prole­tarios fundamentales. El proceso interno, social, econó­mico y político, fue el factor fundamental en la crea­ción de la Federación Regional Española. La constitu­ción de la FRE, que se adhirió a la I Internacional, a la Asociación Internacional de Trabajadores AIT, su­puso un paso decisivo, histórico, para el desarrollo de la organización de la clase obrera.

No es cuestión de negar los factores externos, la influencia de los contactos entre los representantes de la Internacional y el incipiente movimiento obrero espa­ñol, o la de las relaciones que Bakunin —que aún no había ingresado en la AIT— tenía en 1866 con los adep­tos de su sociedad secreta en España. Lo que sí es ne­cesario esclarecer —más adelante volveremos a insistir sobre ello— es que, al margen de los factores externos, de la llegada de Fanelli primero y de Lafargue después, el movimiento obrero español se desarrollaba funda­mentalmente en base a su propia dinámica interna.

Importancia de las libertades políticas

Los cambios que se produjeron con la Revolución de 1868 abrieron una etapa de actividad desbordan­te de las clases sociales —sobre todo de la clase obre­ra— y de las fuerzas políticas. Aunque las estructuras arcaicas permanecieran en pie, después de seis años de luchas ininterrumpidas, y aunque la burguesía renun­ciara a su Revolución y pactara con las clases domi­nantes, la nobleza y los terratenientes, la participación creciente —en algunos casos decisiva— de los trabaja­dores en la preparación y desarrollo de la Revolución de septiembre de 1868, les permitió la conquista del derecho de existencia legal organizada. Esta fue la base del desarrollo ulterior del movimiento obrero.

Lo  que  Jutglar ha llamado «proceso  meteórico», Tuñón de Lara «eclosión» y Abad de Santillán la «fiebre», que siguió al destronamiento de Isabel II, no es otra cosa que, dicho de diferentes maneras, la consecuencia inmediata de la conquista de ciertas libertades políticas, que permitieron potenciar las fuerzas de la clase obrera y, en primer lugar, su grado de organi­zación.

Fueron las libertades políticas y entre ellas el dere­cho de asociación, consagrado en el artículo 17 de la nueva Constitución de 1869, las que constituyeron la plataforma de  lanzamiento  que  condujo  al auge extraordinario del movimiento obrero y al Primer Congreso Obrero ya mencionado. Es interesante señalar el apoyo que algunos grupos de intelectuales, con sus cen­tros y periódicos, supusieron para la progresiva orga­nización del movimiento obrero. Sin embargo, la base fundamental que permitió alcanzar el elevado nivel or­ganizativo de la clase obrera en este período fue el lar­go y a veces sangriento proceso de luchas legales, y sobre todo extralegales, que los trabajadores llevaron desde las Mutuas, pasando por las Comisiones, hasta la Federación de Gusart. Lógicamente, esto no podía ser de otra manera, pues la libertad sindical es una conquista de los trabajadores y no una donación de las clases explotadoras.

Gestación de la división del movimiento obrero español

La importancia del Primer Congreso Obrero  fue extraordinaria. Entre otras casas, las bases de organización que en él se aprobaron fueron seguidas durante varios  decenios  sin  apenas modificaciones.   Pero sin embargo, y para permanecer en el objeto de este estu­dio, nos vamos a centrar únicamente en uno de los pro­blemas más debatidos en el Congreso y que más tarde se convertiría en una de las causas fundamentales de la división del movimiento obrero.

El Congreso discutió vivamente la actitud a adoptar por la FRE con respecto a la política. «La resolu­ción propuesta y aprobada —dice Abad de Santillán— era traducción literal de la que hizo suya el Congreso Jurasiano —bakuninista— de Chaux de Fond (Suiza) reunido poco antes.» En esta resolución, de acuerdo con los estatutos de «La Alianza» de Bakunin, se pro­clamaba el apoliticismo y se rechazaba «toda acción política que no tenga como fin inmediato y directo el triunfo de la causa de los trabajadores contra el capi­tal». «El Estado debe desaparecer», se decía, y se aña­día que «el Congreso recomienda a todas las secciones de la AIT que renuncien a toda acción corporativa que tenga por objeto efectuar la transformación social por medio de reformas políticas nacionales, y las invita a emplear toda su actividad en la constitución federati­va de los cuerpos de oficio, único medio de asegurar el éxito de la revolución social».

En otra resolución de adhesión a la AIT se decía: «El Congreso Regional de Trabajadores declara aceptar completamente y en toda su pureza los Estatutos Generales y acuerdos de los Congresos Obreros Univer­sales de la Asociación Internacional de los Trabajado­res, a la cual se adhiere, acordando enviar al Congreso General, como representante de todas las secciones del mundo, un cariñoso y fraternal saludo.»

Gran confusión y contradicción, sobre todo si se tie­ne en cuenta que en el II Congreso de la AIT se apro­bó una declaración que decía lo siguiente: «1.º Que la emancipación social de los trabajadores es insepa­rable de su emancipación política;
2.º Que el estableci­miento de libertades políticas es una medida de abso­luta necesidad.» ¿Cómo podían aceptarse los estatutos y acuerdos de la AIT y al mismo tiempo adoptar la re­solución del Congreso Jurasiano de los bakuninistas, en Chaux de Fond, que partía de presupuestos contra­rios?

Con Jutglar podemos decir: «La fenomenología del movimiento de masas del federalismo reviste una gran importancia en el proceso definitorio del movimiento obrero en España. A lo largo de un proceso meteórico observamos cómo se rebasan todas las etapas de una primera confianza en la acción revolucionaria, de un movimiento político (el republicano federal, del que marchó a remolque, podríamos decir nosotros) se pasó a otro extremo, dominado mayoritariamente por una profunda prevención contra toda política, y los políti­cos, destacando dentro de dicha panorámica política, la orientación ácrata, plenamente militante.» Los ban­dazos y el apoliticismo de la mayoría de la FRE, que están en contradicción con los acuerdos del Primer Congreso Obrero de Barcelona, si bien son comprensibles por las vacilaciones, cuando no las traiciones de la burguesía, no son justificables ni correctos desde el punto de vista de clase.

Las contradicciones mencionadas, exacerbadas aún más, como veremos, por el Congreso de la AIT celebra­do en La Haya, preparaban la escisión de la FRE. Esta manifestó una clara tendencia a aislarse de las fuer­zas políticas y sociales, interesadas en el desarrollo de la  revolución democrático-burguesa, precisamente en el momento en que la reacción española, aterrorizada por la Comuna de París, se preparaba para tomar brutales medidas represivas. La desunión de las fuerzas que podían haber constituido el bloque de poder que constituyera las bases de la democracia, dos años antes de la primera República, era evidente.

Crear un movimiento obrero independiente, sobre posiciones ideológicas de clase, dejar de marchar a remolque o bajo la dirección de la burguesía liberal, era justo. Rechazar toda alianza, toda acción común con estas fuerzas, cuando además no se era todavía suficientemente fuerte ni ideológicamente, ni en organiza­ción, cuando la reacción de las fuerzas semifeudales, antidemocráticas y antiobreras pesaba fuertemente, era injusto.

La clase obrera debía partir de sus posiciones de clase, jugar su papel dirigente, pero no podía dar ban­dazos de un extremo a otro, pasando de ir a remolque de los republicanos federales, al apoliticismo más es­trecho. Los acontecimientos posteriores confirmaron el fracaso de este apoliticismo cuando, al instaurarse la primera República, la reacción estaba desconcertada o pensando en posiciones de fuerza, cuando la burguesía que, si bien tenía el poder nominal en sus manos, carecía de base social, y cuando los trabajadores —cuyo núcleo responsable, respaldado por la mayoría activa, era partidario de Bakunin— no estaba en condiciones de jugar el papel que le correspondía como clase, en la revolución que, iniciada en 1868, culminó en la pri­mera República,

La revolución democrática fracasó entonces en nues­tro Estado, porque, por un lado, la burguesía española temió llevar la revolución iniciada hasta sus últimas consecuencias y dejó incólumes las bases del poder ma­terial y los principales resortes de poder de las fuerzas del antiguo Régimen; por otro, la dirección de la clase obrera no comprendió la importancia de aquélla de cara a cumplir con su papel histórico y a alcanzar su emancipación.

Los republicanos de 1873 no supieron apoyarse en todas las clases sociales que, interesadas en la desapa­rición del antiguo Régimen, podían contribuir a des­truir las bases del poder material de la nobleza y sus instituciones de carácter medieval, democratizando el Estado. Por su parte, la FRE —empujada por el extre­mismo bakuninista— no contribuyó en nada a arreglar la situación, al privar a los Gobiernos de la alianza y la presión de los trabajadores, ignorando así lo que debería ser la verdadera táctica revolucionaria que correspondía a la situación concreta de España.

Criticando esta actitud, Engels escribía en octubre de 1873: «España es un país muy atrasado industrialmente y por tanto no puede hablarse aún de emancipa­ción inmediata y completa de la clase obrera. Antes de esto, España tiene que pasar por varias etapas previas de desarrollo y quitar de en medio toda una serie de obstáculos, pero esta ocasión sólo podía aprovecharse mediante la intervención política de la clase obrera es­pañola.».

 

 

Se consuma la división

La liquidación de la República y la instauración de la Restauración demostraron que se había perdido la ocasión. Un nuevo período de represión y clandestini­dad del movimiento obrero comenzaba. La FRE podía haber sacado conclusiones de esta derrota y compren­der el papel de la clase obrera —que por entonces lle­gaba a su mayoría de edad— en la lucha por las libertades democráticas y en la marcha hacia la supresión de la explotación del hombre por el hombre.

Pero, sin embargo, las diferencias en el seno de la AIT, principalmente entre los bakuninistas y los marxistas, agudizadas sobre todo a partir de la expul­sión de Bakunin en el Congreso de La Haya de 1872 y de la confusión creada por Fanelli, habían ido agravando la división del movimiento obrero en España.

A este respecto es interesante ver el informe de En­gels, delegado de la AIT para España, y presentado por él mismo ante Consejo General de la Internacional, el día 31 de octubre de 1873: «En España la Internacio­nal ha sido fundada como un puro anexo de la Socie­dad secreta de Bakunin. "La Alianza", a la que debiera servir como una especie de campo de reclutamiento y al mismo tiempo de palanca que permita dirigir todo el 'movimiento proletario. En seguida veréis que su "Alianza" tiende abiertamente en el presente a reducir la Internacional en España a esa misma posición su­bordinada.»

«A causa de esa dependencia, las doctrinas especia­les de "La Alianza", abolición inmediata del Estado, anarquía y antiautoritarismo, abstención de toda ac­ción política, etc., eran predicadas en España como si fueran "doctrinas" de la Internacional.»

«Al mismo tiempo, todo miembro importante de la Internacional era inmediatamente recibido en la organización secreta y se le hacía creer que este sistema de dirigir la asociación pública por medio de la socie­dad secreta, existía en todas partes y era natural.»

La llegada de Lafargue descubrió a los miembros del Consejo, no bakuninistas
—pero que habían entrado en la Alianza, creyendo que ésta era una medida de tipo conspirativo, necesaria, según lo escribió Pablo Iglesias trece años más tarde, «para resistir firmemente la avalancha reaccionaria y mantener en pie las Seccio­nes de la
Internacional» — el carácter fraccional de la organización que dirigía Bakunin.

«Para nosotros, dice Pablo Iglesias, la Internacional y la Alianza eran todo uno», añadiendo que Lafargue «descubrió a los nuevos miembros del Consejo Federal español, una perspectiva para ellos absolutamente in­sospechada: lo que habían aceptado como providencia interina por las circunstancias españolas, formaba par­te de un plan internacional».

El problema de fondo que se debatía tras la cues­tión de la participación o no de la clase obrera en po­lítica, era el de la querella entre socialismo científico y anarquismo y no un problema de caracteres persona­les, como se ha pretendido en alguna ocasión.

La llegada de Fanelli a Madrid y Barcelona, poco después de la Revolución de 1868, más de dos años an­tes de la llegada de Paul Lafargue, yerno de Marx, en diciembre de 1871, tuvo sin duda su influencia en los dirigentes de la FRE que se constituiría más tarde, así como en la posterior orientación del movimiento sin­dical. Está claro que la venida de Fanelli y el retraso en la difusión de las ideas marxistas, así como las in­congruencias, como veremos en seguida, entre el pro­grama de la organización de Bakunin, la Alianza de la Democracia Socialista y el programa de la Asociación Internacional de los Trabajadores jugaron un papel no despreciable.

Pero lo fundamental para comprender la influencia bakuninista, primero, y proudhoniana, después, en importantes sectores de los trabajadores, era el ambiente social y económico que fomentaba aquellas corrientes. Más que en el viaje de Fanelli, es en el hambriento y numeroso campesinado que no podía esperar, en ese numeroso artesanado, en esos telares familiares de Ca­taluña empujados al cierre y a la ruina por la naciente industria moderna, es ahí en donde se encontraban las causas, las bases sociales y económicas, que, junto al régimen político existente, favorecieron la citada in­fluencia.

Con la llegada de Lafargue comenzaron a aclararse muchas de las cuestiones anteriores y se inició la difu­sión del marxismo. Él mismo ayudó a traducir a Mesa el Manifiesto Comunista y la Miseria de la Filosofía de Marx. Es a partir de entonces cuando, con la ayuda de Marx, «La Emancipación», órgano de expresión de la FRE, comenzó a centrarse en el socialismo de la In­ternacional.

A comienzos de la década de los setenta, diversos militantes obreros fueron expulsados por los bakuninistas. El Congreso Obrero de Zaragoza del año 1872 revocó la medida, pero sin embargo es a partir de él cuando se consuma la división entre bakuninistas y marxistas. La acritud de la polémica provocó que otra vez fueran sancionados varios militantes obreros. Es­tos formaron la Nueva Federación Madrileña, que, a pesar de que el Consejo Federal de la FRE le negó el reconocimiento, se encontró también con la adhesión a sus posiciones marxistas de las federaciones de Toledo, Alcalá, Gracia (Barcelona), Lérida, Denia, Segovia, Zaragoza, Pont de Vilomara, grupos importantes de Cádiz y Valencia, así como de numerosos afiliados a título personal.

Mientras, el Consejo General de la AIT, que tenía pruebas del trabajo fraccional de «la Alianza» en Es­paña —entre ellas una carta de Bakunin a Mora, a quien equivocadamente tomó como partidario suyo— se dirigió al Consejo Federal de la FRE, pidiéndole ex­plicaciones por esta actitud. La contestación de la Re­gional española no fue muy clara y entonces el Consejo de la AIT en Londres decidió reconocer como miembro de la Internacional, además de a la FRE, a la Nue­va Federación Madrileña. La división se perfilaba cada vez con más nitidez.

En el Congreso de la AIT, celebrado del 2 al 7 de septiembre de 1872 en La Haya, se decidió por amplia mayoría «la necesidad de un partido político de la cla­se obrera y de la conquista del poder»;  también se tomó el acuerdo de expulsar a Bakunin. En este Congreso, los cuatro representantes del Consejo Federal español —en representación de la Nueva Federación Madrileña asistió Lafargue— actuaron en favor de las tesis bakuninistas con gran intensidad, acudiendo des­pués del Congreso de los «aliancistas» de Bakunin, celebrado en Saint Imier. Así quedó definitivamente consumada la división internacional del movimiento obrero y su inmediato reflejo en España.

El papel histórico de la clase obrera

Independientemente de otros aspectos históricos, para el objeto que estamos proponiéndonos aquí, lo que más nos interesa tener en cuenta es el fondo de la polémica habida en el seno del movimiento obrero en el período a que nos referimos. La resolución de la AIT en el sentido de reconocer «la necesidad de crear un partido político de la clase obrera y de la conquista del poder», era justa y vital para poder lograr la eman­cipación definitiva.

Es preciso aprovechar ahora para hacer algunos planteamientos esenciales acerca del papel de la clase obrera en la sociedad y su papel histórico. ¿Por qué debe la clase obrera luchar también en el terreno po­lítico? Porque, como la historia demuestra, conforme se va desarrollando el capitalismo, crece también el proletariado, haciendo a la vez que sean más variadas y agudas las formas de lucha entre él y la burguesía. La forma de lucha más asequible para las amplias masas de trabajadores, es la lucha económica, la lucha por mejorar su situación material, sus condiciones de trabajo y existencia. La lucha económica es la primera forma de lucha del proletariado en la historia, y desem­peña un gran papel en el desarrollo del movimiento obrero. En su transcurso aumenta la conciencia de los trabajadores, su solidaridad, y surgen, como consecuen­cia, sus primeras organizaciones de clase: las Cajas de Ayudas Mutuas, las Cooperativas, las Comisiones, los Sindicatos obreros, etc.

Sin embargo, al mismo tiempo la lucha económica tiene un carácter limitado, es la forma inferior de la lucha de clases. No es aún, sobre todo en una primera fase, la lucha de toda la clase obrera contra toda la burguesía, no es todavía más que una colisión entre grupos de obreros más o menos amplios, contra uno o varios capitalistas. Pero, sobre todo, y esto es lo prin­cipal, no afecta a la base del capitalismo, a la propiedad privada, ni se propone el objetivo de derrocar el poder estatal burgués. La lucha reivindicativa del proletariado, no suprime simplemente la explotación, únicamente la suaviza, la limita.

Con el crecimiento y desarrollo del capitalismo, la lucha económica de los obreros en las fábricas gran­des y pequeñas converge en la lucha común de toda la clase obrera, contra la clase de los capitalistas en su conjunto. Es entonces cuando la lucha de clases adop­ta su forma superior, la de la lucha política. Y adopta la forma política, porque la clase capitalista no es una clase explotadora de la clase obrera sólo en lo econó­mico, sino porque, además, asegura su dominación política gracias al aparato del Estado (gobierno y ad­ministración, justicia, ejército, policía, etc.) que ella controla. Como consecuencia de todos los conflictos importantes, el Estado interviene generalmente, toda­vía más en la etapa actual del capitalismo monopolista de Estado, para apoyar las posiciones y los intereses de la burguesía. Por todo ello, la lucha de clases no opone los obreros a los capitalistas solamente en el te­rreno económico, sino que los opone también en el terreno político. Por esta vía acabará destruyendo el poder político de la burguesía, e instaurará el poder de los trabajadores, a condición de que esa lucha política esté orientada por la teoría científica del movi­miento obrero, por la teoría marxista. Sólo así la lucha política adquirirá un carácter revolucionario que es el único que se adapta a los intereses de los trabajadores.

Una tercera forma de lucha de la clase obrera es la lucha ideológica. La burguesía trata de desarmar ideológicamente los cerebros de los trabajadores por medio de la propaganda, la información y el control de la educación. A esto la clase obrera y sus organizaciones deben de oponer los argumentos científicos acor­des con su propia ideología de clase, en cuya base se encuentra el socialismo científico que elaboraron los fundadores de la Asociación Internacional de los Tra­bajadores.

Breves referencias históricas del movimiento sindical

Abordaremos muy brevemente algunos aspectos his­tóricos del movimiento obrero en España, con el fin de completar todo lo dicho hasta aquí acerca de los orí­genes del movimiento obrero y con la idea de que cum­plan directamente la función de ayudarnos a entrar en la formulación de los principios del movimiento obrero sindical extraídos de la práctica social concreta de nuestra clase obrera.

Es interesante recordar el papel que jugó la crea­ción en 1872 de la Asociación del Arte de Imprimir. Esta Asociación, creada inicialmente en contra del cri­terio  de Pablo Iglesias y Anselmo Lorenzo, porque temían el riesgo de que fuese un órgano de colaboración de clases, permitió, al seguir dentro de la legalidad —cuando todo el movimiento obrero era víctima de la represión de la Restauración— asegurar un cierto grado de cohesión y continuidad al núcleo que después se convertiría en el Partido Democrático Socialista Obre­ro Español, el que, a su vez, se convertiría en el Parti­do Socialista Obrero Español, PSOE. Pablo Iglesias fue elegido en 1874 presidente de aquélla logrando trans­formar en un sentido positivo sus estatutos, siguiendo en la responsabilidad mencionada hasta el año 1885. El PDSOE, que se constituyó el año 1879, siendo ele­gido también Pablo Iglesias como secretario, lanzó un
Manifiesto-Programa en el qué se indicaba que el «Par­tido Democrático  Obrero Socialista  Español  declara que su aspiración es: la abolición de las clases, o sea la emancipación complete, de los trabajadores; la trans­formación de la propiedad individual en propiedad so­cial o de la sociedad entera; la posesión del poder político la clase obrera». Este fue un paso importante en el sentido de asegurar la actuación política de la clase obrera española conforme a las resoluciones de la Pri­mera Internacional. Este hecho, junto con la formación posterior del PSOE, tuvo una transcendencia histórica determinante para la historia del movimiento obrero y para el país, durante más de cincuenta años.

Pero junto a este hecho histórico hay que registrar la influencia negativa que ejerció Guesde, y sus princi­pios oportunistas, en algunos dirigentes del naciente Partido Socialista. El profesor de la Universidad de Oviedo, David Ruiz, en su libro El movimiento obrero en Asturias resume bien esta cuestión con lo siguiente: «En 1886 aparece el primer número del semanario "El Socialista" y en 1888 la base obrera del mismo aparece organizada como Unión General de Trabajadores, defi­nida como una organización de resistencia al capital bajo forma sindical y en la práctica vinculada al Par­tido Socialista desde sus orígenes.

«Entre el grupo fundacional del Partido destacó por su entusiasmo la figura de Pablo Iglesias (1850-1925), quien contribuyó a configurarlo, siguiendo primero las instrucciones de Lafargue y evolucionando des­pués hacia orientaciones guesdianas, consideradas más "pragmáticas". De ahí que el socialismo español se pro­clamase desde sus comienzos a la búsqueda del opor­tunismo político, dándole un carácter oscilatorio muy marcado de accidentalidad y confusión a veces entre sus militantes, faltos de la flexibilidad que preconiza la cabeza del Partido y de la Unión General de Trabaja­dores (que se creó en 1888) íntimamente unidos.» Al traer aquí estos comentarios de David Ruiz no se trata de oscurecer la importancia histórica del paso dado con la fundación del Partido Socialista Obrero Español, ni del papel jugado por sus dirigentes, siempre difícil, muchas veces heroico. Como ya hemos dicho, durante años el Partido Socialista fue el único partido de la clase obrera en España.

Los continuadores de la Internacional, por su parte, siguieron una evolución específica que los llevó más adelante a la fundación de la CNT, basada en los principios del anarcosindicalismo. En 1907 la conjunción de las ideas bakuninistas y proudhonianas y las del sindicalismo del francés Fernand Pelloutier,  crearon las bases ideológicas de las nuevas organizaciones anar­co-sindicalistas. En este mismo año se constituyó en Barcelona la sociedad «Solidaridad Obrera» que agru­paba a más de 50 sociedades obreras locales. Publicaron el semanario llamado «Solidaridad» y en septiem­bre de 1908 celebraron un Congreso con asistencia de unos 200 delegados, que representaban a 130 ciudades de toda Cataluña. Así se estaban sentando las bases de la futura Confederación Nacional del Trabajo, una vez pasada la represión de la llamada «Semana Trágica». Efectivamente, en 1910 la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña, en el Congreso que se celebró en el Salón de Bellas Artes de Barcelona del 30 de octu­bre al 1 de noviembre, acordó fundar la Confederación Nacional del Trabajo, CNT. Ésta celebró. su Primer Congreso en septiembre de 1911. A este Congreso enviaron su adhesión además de seis sindicatos catalanes, catorce de Galicia, uno de Vitoria, once de Levante, diez del Sur y uno de Aragón. No hubo ninguna adhe­sión ni delegación de Madrid. En este Congreso se adoptó el importante acuerdo de crear las Federacio­nes de Industria, abandonando las Federaciones de Ofi­cio de la antigua FRE.

A estas breves referencias  históricas  añadiremos una mención de los sindicatos católicos. Si bien no se puede hablar de movimiento obrero católico, sí se pue­de citar que, desde finales del siglo XIX y principios del XX, comenzó  a surgir lo que podríamos llamar «obrerismo católico», que se basaba sobre todo en las orientaciones de la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII. Objetivos esenciales del pensamiento cató­lico son los de la colaboración de clases, el respeto a la propiedad privada, el ahorro, etc. El padre Vicent, partiendo de los principios citados y de las ideas de los Congresos Católicos obreros internacionales de Lieja y Malinas, empezó a crear Círculos Católicos Obreros (iniciados en Manresa y Valencia) a partir del año 1861, llegando a celebrar en Madrid, en mayo de 1895, una Asamblea Nacional que Constituyó un Consejo Nacio­nal de las Corporaciones Católicas obreras formado casi en su totalidad por ex ministros, generales, mar­queses y sacerdotes. El sacerdote Maximiliano Arboleya intentó varias veces, en 1901, 1905 y 1914 crear sin­dicatos obreros católicos, observando la ineficacia de los Círculos Católicos. El 20 de abril de 1919 se celebró un Consejo Nacional en Madrid, que fundó la Confede­ración Nacional de Sindicatos Obreros Católicos, que, a pesar de tener un mero carácter mutualista, no lle­gó a tener más de 80.000 afiliados en todo el país. Por último, el año 1912 los padres dominicanos crean la Fe­deración de Sindicatos Libres, con la misma orientación de los principios católicos. Datos no muy seguros hablan de que en 1916 había unos 226 sindicatos y unos 20.000 adherentes. El paternalismo y la colaboración de clases que postulaban, así como el hecho de que es­tos sindicatos se alzasen contra la UGT y la CNT, les privó siempre de una base social importante y les creó una justa reputación de «amarillismo».

Por último, en 1911, en Euzkadi aparece Solidaridad de Trabajadores Vascos (STV), de matiz nacionalista y controlada política e ideológicamente por el Partido Nacionalista Vasco.