III. Principios del movimiento obrero sindical

 

Aunque el movimiento obrero sindical haya nacido espontáneamente, de la necesidad de la autodefensa de los intereses de los trabajadores, la generalización

de su práctica, de sus luchas, permite deducir una se­rie de principios que son la base del movimiento sin­dical. Sólo la práctica que se ajusta a estos principios puede impedir el caer en un extremismo próximo a la aventura, o en un oportunismo reformista capaz de irse al mejor postor. Veamos los principios sobre los que se fundamenta.        

El movimiento obrero sindical es fundamentalmente reivindicativo, aunque no exclusivamente reivindicativo

Conforme a su origen, el Sindicato, como organiza­ción primaria de los trabajadores, creada espontánea­mente en su fase inicial para arrancar mejores condi­ciones de trabajo, no sólo es legítimo, sino que es necesario. Si la clase obrera abandonara la lucha diaria —la lucha reivindicativa— por mejorar de inmediato sus condiciones de existencia, se privaría además de la posibilidad de emprender movimientos de más enver­gadura contra el capital.

Es en ese terreno en el que nos movemos todos los días, en el centro de trabajo, en la fábrica, en la mina, en la obra, o en el campo, en donde vivimos, primero, y comprendemos, después, nuestra condición de explo­tados. Es esta experiencia, vivida día a día, la que nos lleva a adquirir conciencia de clase y a comprender la misión histórica de nuestra clase, cuando ligamos a la práctica social la teoría científica del movimiento obrero.

Asegurar la defensa cotidiana de los intereses de los trabajadores, asegurar la defensa de las mejoras conseguidas y tratar  de  ampliarlas  constantemente,  no sólo es justo y humano, sino que es también eminentemente revolucionario. El trabajador medio, poco desarrollado social y políticamente hablando, sólo comprende los grandes objetivos de clase, de la conquista del poder y la supresión de la explotación, a través de su propia experiencia. Un movimiento obrero sindical serio y sólido sólo puede existir en base a un amplio programa reivindicativo por el cual desarrolle una lucha consecuente y perseverante para hacerlo triunfar. Sin embargo, no se puede olvidar que la lucha económica, la lucha reivindicativa, por sí sola, no conduce a la emancipación de la clase obrera, no conduce a su liberación de la explotación capitalista. La burguesía monopolista tiene medios, entre otros la inflación, para quitarnos con una mano lo que nos ha dado con la otra, lo que le hemos arrancado con nuestra lucha. Además, hoy en día el capitalismo utiliza el progreso técnico y científico para aumentar sus beneficios, con una explotación más intensiva, de cada hora, de cada minuto, así como de cada movimiento, con cadencias infernales. Aunque los salarios nominales crezcan, a consecuencia de las luchas de los trabajadores, la explotación de éstos es cada vez mayor, en cuanto que cada vez se llevan menos parte de lo que ellos mismos producen. Con es­tos y otros  sistemas  es  como  el capital ha  logrado vincular al aparato dirigente de los sindicatos, primero, y, luego, a ciertos sectores de la clase obrera, su po­lítica de crecimiento económico monopolista. Por esta vía los sindicatos obreros que aceptan reducir su acu­idad al marco puramente económico y reivindicativo, entro de los límites del capitalismo monopolista de Estado, llegan necesariamente a la burocratización y a convertirse, de seguir por ese camino, en un órgano más del sistema capitalista.

La solución a este problema hay que buscarla en la articulación de las reivindicaciones cuantitativas  clásicas —aumento de salarios, disminución de la jornada de trabajo, seguridad social, rebajar la edad de jubila­ción, etc.— con otra exigencia cualitativa nueva, la de que los trabajadores no acepten el ser excluidos del control y de la gestión, que no acepten ser integrados pasivamente al sistema. Esto permite, además, realizar la unión de los trabajadores ligados a la producción directa con los técnicos e ingenieros; que van adqui­riendo progresivamente una gran fuerza numérica den­tro de los trabajadores.

Por todo esto, el movimiento obrero sindical, al mismo tiempo que paso a paso arranca concesiones a las clases dominantes, obligándolas a aplicar una le­gislación cada vez más progresiva y adaptada a las ne­cesidades de la clase obrera, debe plantear con toda claridad a la clase obrera que sólo la supresión de la sociedad capitalista puede resolver la cuestión social. Precisamente por esto ninguna acción, ninguna huelga parcial, ningún conflicto, por insignificante que sea, debe pasar sin dejar huella en este sentido. El movimiento obrero sindical, objetivamente revolucionario, tiene el deber de resumir la experiencia de todos esos conflictos, esforzándose en hacer llegar a los trabaja­dores a la conclusión de la necesidad de suprimir la dominación de la oligarquía capitalista y que sólo el so­cialismo puede acabar solucionando de manera com­pleta sus problemas. En definitiva, a toda lucha reivindicativa es necesario darle una perspectiva de clase.

El movimiento obrero sindical debe ser de masas, abierto a todos los trabajadores

Entre otros factores, la fuerza esencial de la clase obrera está determinada por su número dentro de la sociedad y por el papel determinante que juega en el proceso de producción social. Es evidente que dar este carácter de masas al movimiento obrero sindical define, no sólo la concepción del mismo, sino que ade­más determina la de su estructura, funcionamiento, actividad e incluso la de la organización de su lucha.

Así pues, el movimiento obrero sindical debe reunir de forma natural a los trabajadores, unificando a la clase obrera frente a los patronos. Al estar abierto a todos los trabajadores, independientemente de sus concepcio­nes políticas, ideológicas o religiosas, sus principios de organización y de lucha deben basarse en la democracia obrera, característica esencial del movimiento obrero sindical. Esta democracia obrera exige que los organismos de dirección sean elegidos en asambleas generales o por los Congresos de trabajadores, y que estén bajo el control de éstos. Asimismo son los trabajadores y los órganos regulares elegidos por ellos los que deben tomar las decisiones de orientación, orga­nización y lucha. Todos los trabajadores deben poder conocer lo más ampliamente posible todos los problemas que se planteen y discutirlos detenidamente,  para que puedan pronunciarse después sobre el fondo del problema.

Combinar la lucha legal, con la extralegal, subordinando todo a la lucha de masas, es la única forma de llevar ésta en las condiciones de una dictadura 

Podríamos decir que, en aplicación de los dos prin­cipios anteriores a las condiciones históricas concretas creadas en nuestro país por el triunfo del fascismo, es preciso combinar la lucha legal con la extralegal para conseguir un movimiento obrero sindical, objetivamente revolucionario, de masas, de clase, en las condicio­nes de represión de la dictadura.

Más de treinta años de dictadura de la oligarquía fascista han demostrado que en estas condiciones no es posible la existencia clandestina, en un plano de efi­cacia, de ninguna organización o movimiento obrero sindical de masas, sin que sea destruido por la policía o se vea obligado a adoptar, para protegerse, formas cerradas de reclutamiento y seguridad que en la práctica le incapacitan, al quedar reducidos a pequeños grupos, que aplican muy bien las reglas de la conspiración, pero que pierden el contacto con las masas de trabajadores.

Combinar la lucha legal con la extralegal, es ser fle­xible en las formas y firme en los principios del movi­miento obrero sindical. Es combinar la lucha abierta de las masas obreras, en las fábricas o en la calle, que no debe ser clandestina, con el guardar ciertas medidas de segundad a niveles de dirección y organización en escalones superiores. Es recoger la experiencia del mo­vimiento obrero internacional que, por ejemplo en Ru­sia, después de 1905, con los Sindicatos de Subatov, y en Indochina también, utilizó todas las posibilidades legales para desarrollar el movimiento obrero en con­diciones de especial represión.

Teniendo en cuenta siempre que todo esto son me­dios para imponer la libertad sindical y las libertades políticas. Teniendo en cuenta que el derecho a la li­bertad sindical sólo se consigue arrebatándoselo a las clases dominantes. El derecho de huelga se consigue haciendo huelgas; el derecho de reunión, reuniéndose; el derecho de asociación, asociándose y todos estos atri­butos de la libertad, es únicamente la acción de masas la que puede acabar imponiéndolos. Conquistando pri­mero la no clandestinidad, rompiendo la legalidad fas­cista, es como se podrá imponer después la legalización del terreno conquistado.

Obvio es señalar que esta acción legal debe ser auxi­liar de la extralegal y que todo ello debe estar subor­dinado a la lucha de masas. La lucha posible dentro de los sindicatos oficiales no es para instalarse en ellos, ni para apuntalarlos, sino para dar conciencia a las ma­sas, para facilitar a éstas la movilización que acabe des­truyendo a aquéllos.

Unidad del movimiento obrero sindical

No importa la organización en que se hubiera mili­tado —la UGT o la CNT—, cualquier sindicalista debe­ría asumir globalmente el heroico combate de un siglo de acción obrera y sindical en nuestro país. Nuestra clase obrera, nuestros campesinos, combatieron con las armas en la mano muchas veces para sobrevivir, por no morir de hambre, frente a los terratenientes y burgueses cerriles apoyados en una sociedad absolutis­ta e inquisitorial que dominaba desde el poder.

Importantes conquistas salariales, el derecho de huelga y la libertad sindical fueron los aspectos más positivos del incesante y heroico batallar, cruento e in­cruento, de los trabajadores españoles. Pero, sin em­bargo, asumir este patrimonio histórico global y reconocer el heroísmo de nuestra clase obrera, no nos exi­me, sino que por el contrario, nos obliga a ver los elementos negativos y a hacer todo lo posible para superarlos.

Entre estos últimos, el más negativo sin duda ha  sido el de la división del movimiento obrero, el de la existencia de dos centrales sindícales, que lo llevaron a estar escindido y no pocas veces también enfrentado. Esta división, ligada a la carencia de unos planteamien­tos de principios correctos, fue determinante para que, a pesar de estas luchas heroicas, los trabajadores de la ciudad y del campo no sacaran los frutos de su sacri­ficio, ni dieran su talla como clase dirigente.

Los trabajadores llevamos una lucha permanente contra los patronos y contra el Estado capitalista, por imponer nuestras reivindicaciones. La unidad no sólo es necesaria, sino que, además, es indispensable. La unidad es —tanto en las luchas de carácter limitado, como en las batallas más decisivas de la clase obrera— el arma más importante. Es precisamente su cohesión y su lucha lo que moverá a otras capas laboriosas del país, aspecto fundamental para poder lograr la victoria en luchas especialmente duras y difíciles, y desde luego básico para poder sustituir al actual Estado capitalista por un nuevo Estado en el que la clase obrera sea la clase hegemónica.

La fuerza de la clase obrera reside en su grado de cohesión, en su unidad, en la lucha contra los explotadores. Así lo comprendieron los fundadores de la Pri­mera Internacional, cuando resumían su programa con las palabras finales de «¡Proletariados de todos los países, Uníos!» Así también la Federación Regional Espa­ñola, hacía suyo al nacer, el lema de «La unión hace la fuerza». Y los heroicos mineros asturianos de octubre de 1934, lanzaron e impulsaron con el ejemplo su glo­rioso UHP, «¡Unión de hermanos proletarios!»

Las libertades nacionales de los pueblos del actual Estado español y la unidad obrera

Es interesante no soslayar aquí un problema tan importante como éste de las libertades nacionales y precisar, aunque sea someramente, alguno de los prin­cipios en que se debe basar la acción del movimiento obrero respecto de él.

Para la clase obrera es muy importante compren­der que el internacionalismo proletario se materializa a través del movimiento obrero de cada país, que tiene raíces profundas en las tradiciones de cada nacionali­dad. El movimiento obrero no nace en estado de rup­tura, con el fondo de su cultura nacional o de los dife­rentes aspectos de su desarrollo particular.

La clase obrera es la heredera de las mejores tradi­ciones nacionales, de las más progresivas y humanas, y que encierran dentro de sí los diferentes pueblos del actual Estado español. Ella, además de heredera, pue­de y debe enriquecer ese legado. Su acción se desarrolla en un plano nacional, y en él, el proletariado debe sa­ber hacer frente a sus responsabilidades nacionales, como clase de vanguardia, si no quiere que la burguesía intente introducir entre los trabajadores, que no quie­ren separarse de su nación, un chovinismo aventurero.

De ahí se desprende la necesidad de realizar un equilibrio justo, entre la forma nacional y el conteni­do, de fondo, del internacionalismo proletario. Fue Marx el primero que combatió, incluso en la AIT, a quienes consideraban que «toda nacionalidad y las naciones mismas eran viejos prejuicios».

 

 

¿De dónde proceden los peligros para la unidad sindical de los trabajadores?

A pesar de que hasta el trabajador menos prepara­do políticamente comprende la necesidad de la lucha unida, para conseguir la más modesta reivindicación, son varias las fuentes de división de los trabajadores.

La primera de ellas procede de las clases explota­doras. Si nuestro lema es el de unir, el de la burguesía es el de dividir. Esto tiene bases objetivas, por un lado, y subjetivas, por otro. Por lo que respecta a la conciencia de clase de los trabajadores, hay que constatar que se desarrolla de manera desigual. Si en tanto que clase sus intereses son comunes en lo esencial, su composi­ción —y no sólo su cultura— es muy diversa. En efecto, dentro   de   ella  se  presentan  diferentes   características, por ejemplo, entre los obreros de las grandes fá­bricas, los de los pequeños talleres, los empleados y funcionarios, los de los servicios públicos, los trabaja­dores del campo, y las que surgen de las peculiaridades de cada industria o profesión. La burguesía para con­seguir sus objetivos de división utiliza todos los medios a su alcance, desde el aparato de Estado, hasta la pren­sa, radio, televisión y propaganda, pasando por lograr poner a su total disposición a ciertos obreros más o menos «privilegiados», como, por ejemplo, la llamada «aristocracia obrera».

Históricamente otra de las fuentes de división del movimiento obrero sindical, ha sido la actitud de la Jerarquía de la Iglesia, antaño aliada con los explota­dores, creando sindicatos «amarillos» y otras veces pro­piciando la colaboración de clases. Sin embargo, la creciente presión de los trabajadores católicos, el Concilio Vaticano II y los cambios que se están produciendo en parte de la Jerarquía católica, están creando una nueva correlación de fuerzas dentro de la misma Iglesia, que permite plantearse con fuerza el establecimiento de re­laciones muy estrechas con esos movimientos obreros católicos de base, honradamente interesados en la defensa de los intereses de clase de los trabajadores. Hoy  hay  que  eludir  el  anticlericalismo  estrecho —correspondiente en otro tiempo con el clericalismo cerrado— que en no pocas ocasiones ha sido promoví do por la propia burguesía liberal, para desviar así a la clase obrera de sus objetivos esenciales.

La clase obrera es homogénea en lo económico, pero no en lo político o lo religioso. Excluir a los militantes de un partido o de una creencia religiosa o combatir ese partido o esa creencia religiosa, es acentuar los pe­ligros de división del movimiento obrero. No respetar las opiniones políticas o religiosas de todos y cada uno de los trabajadores es hacer imposible la unidad del movimiento obrero sindical. Observando estos princi­pios es posible unir a trabajadores de concepciones po­líticas y religiosas diferentes y conseguir que cada uno colabore de manera creadora en la tarea común de emanciparse.

En la misma dirección de todo lo que llevamos di­cho, la concepción de los sindicatos, como «correa de transmisión» de los partidos, es contraria a los prin­cipios del movimiento obrero sindical y a los intereses de la unidad de la clase obrera. No comprender esto ha sido uno de los defectos históricos de aquél en Es­paña hasta nuestra guerra.

Efectivamente, la Federación Regional Española (FRE) fue un apéndice de «La Alianza» de Bakunin y desde su nacimiento llevaba el germen de la división. La minoría socialista expulsada de la FRE, creó la Unión General de Trabajadores, UGT, que siguió pun­tualmente las orientaciones del PSOE y con el cual tuvo su dirección en común. La CNT, que heredó los principios y la táctica de la antigua FRE y «La Alianza» marchó por el camino del «apoliticismo», que marcaba el nuevo partido anarquista, Federación Anarquista Ibé­rica, FAI, que fue fundada el año 1924. El Partido Co­munista de España, PCE, desde que nace en 1920 has­ta 1934, tampoco es una excepción a esta política de «correa de transmisión», que además correspondía a los principios planteados por la Internacional Sindical Roja y la Internacional Comunista, durante muchos años.

Sin embargo, en honor de la verdad histórica, y valorando esta experiencia, es justo reconocer que des­pués del Congreso de Sevilla, la nueva dirección del PCE, con José Díaz, Pedro Checa, Dolores Ibárruri y otros a la cabeza, emprendió el camino de la liquida­ción de la política de «correa de transmisión», sustitu­yéndola por una política justa de fortalecimiento de la unidad y la independencia del movimiento obrero.

Teniendo en cuenta las necesidades de la clase obre­ra y de la lucha antifascista, partiendo también de las nuevas condiciones creadas dentro de la UGT por la revolución de octubre de 1934, en un sentido mucho más unitario, la nueva dirección del joven Partido Comu­nista, impulsa a la Confederación General del Trabajo Unitaria a ingresar en la UGT, cosa que realizó en el año 1935, dando así un gran paso hacia la unidad sindical. Igualmente la Federación Campesina de Levan­te, organización de pequeños propietarios y aparceros (creada en la guerra para ampliar la producción y defender los intereses de esta extensa capa de trabajadores de la huerta de la región levantina, cuando se atro­pellaban sus intereses por los extremismos de la colectivización a la fuerza) apoyada y orientada también por el PCE, ingresó en la UGT.

Con ello, el PCE, contra la práctica aún extendida en otros países, daba ejemplo de respeto a la indepen­dencia y unidad sindical. Con ello demostraba a los de­más partidos obreros el camino a seguir. La política de «correa de transmisión» es un peligro para la uni­dad del movimiento obrero. Además, un partido no es más fuerte porque tenga una organización sindical satélite. La fuerza de un partido obrero, radica, sobre todo, en la justeza de su línea política y en su capaci­dad para que las masas, libremente, la hagan suya; su fuerza específica propia nace de las masas de afiliados suyos que transmiten su política y sus ideas.

 

 

Pluralismo político y unidad del movimiento obrero

Aun con todo lo dicho acerca de la necesidad de independencia para el movimiento obrero sindical, ésta no justifica su apoliticismo y, menos aún, la negación del papel de los partidos obreros. Si bien el movimien­to obrero sindical, que extrae su potencia y su ra­zón de ser de su carácter de masas, no puede ser asi­milado de ninguna manera a un partido obrero deter­minado, cuya función difiere lógicamente de aquél, ello no quiere decir que no deba, en determinadas ocasio­nes, orientar a los trabajadores sobre la importancia de un acontecimiento político determinado. Pero sin olvidar nunca el carácter de masas y de clase que tiene y que de él forman parte trabajadores de muy diver­sas opiniones políticas, filosóficas y religiosas.

Si un partido obrero organizado sobre principios científicos es homogéneo en lo político y lo ideológico, y además es conciencia organizada de la vanguardia, su fuerza la obtiene sobre todo de la toma de posturas globales sobre los problemas de la sociedad y de las soluciones políticas concretas que propone. Por el con­trario, el movimiento obrero sindical, que es homogé­neo en la producción y en lo económico y reivindicativo, y heterogéneo en lo político, debe tener en cuenta esta realidad, si no quiere minar la unidad obrera y sindical.

Los militantes de los partidos obreros, en tanto que miembros del movimiento sindical, tienen la obliga­ción, como cualquier otro trabajador, de respetar —con gran sensibilidad y cuidado— los acuerdos, la discipli­na y la unidad de aquél. La lucha de aquéllos se com­plementa con la de éste y la de éste con la de aqué­llos, y es precisamente esa complementariedad la que permite a la clase obrera adquirir y facilitar la toma de conciencia revolucionaria, proyectando la lucha reivindicativa propia de los trabajadores en el sistema capitalista, hacia la supresión de la explotación del hombre por el hombre.

Pero aun con todo lo dicho es necesario profundizar más en el problema de la unidad sindical y su relación con el pluralismo político. La libertad en nues­tro país exige la existencia y el reconocimiento del pluralismo político. Éste responde a la existencia de diversas clases y capas sociales, como factor objetivo, y a las diversas corrientes de opinión e ideológicas, or­ganizadas o no, que existen en la sociedad y que cons­tituyen el factor subjetivo. Incluso es difícil pensar en el socialismo olvidando el papel necesario que tiene que jugar el pluralismo político.

Por otra parte, como hemos visto, la división sin­dical fue nefasta en el pasado para el movimiento obrero, tanto nacional, como internacionalmente. Que nadie nos hable a los trabajadores de los lados negativos de la unidad sindical. Sobre bases democráticas y de clase, con las libertades políticas lo más desarrolladas posible, dicha unidad es positiva al cien por cien. La ausencia de ella en el movimiento obrero sindical, má­xime en las actuales condiciones de progresiva mono­polización de la economía capitalista en España, es catastrófica para la clase obrera y su lucha.

La debilidad y la ineficacia del movimiento obrero sindical pueden proceder, con toda seguridad, de su atomización, de su división en varias centrales sindi­cales que compitan entre sí y que, al actuar sobre la misma base de trabajadores, lleguen a enfrentarse en ocasiones. Además, la patronal siempre se encarga de exasperar al máximo las posibles diferencias.

Con frecuencia se confunde pluralismo político con pluralismo sindical y se considera a ambos como natu­rales y lógicos dentro de la democracia. Incluso no falta quien opone libertad sindical a unidad en la li­bertad. Pero, sin embargo, ninguno de los defensores a ultranza de estas tesis ha invitado a los patronos a tener varias Cámaras de Comercio e Industria o varios Sindicatos Patronales, compitiendo y enfrentándose en­tre ellos, para considerar que eso es ser verdaderamen­te libres. En ninguna cabeza cabe que, por ejemplo, los profesionales para «gozar de libertad» debieran orga­nizarse en un colegio profesional demócrata cristiano, otro socialista, otro comunista y otro de los sin partido. ¿Por qué, entonces, aconsejar a la clase obrera, como el máximo de perfección, la división del movimiento obrero sindical?

Si bien la conquista de las libertades políticas, como hemos visto, es una condición inexcusable para el desarrollo amplio y potente del movimiento obrero organizado, no debemos dejar de tener en cuenta que desde la perspectiva de clase, simplemente la democracia burguesa limita las libertades políticas, es una demo­cracia puramente «formal». Y todo esto en un doble sentido: primero, porque la libertad y la democracia se detienen a la puerta de las fábricas y a partir de ellas comienza la autocracia de los capitalistas, que im­pide a los trabajadores, que todo lo crean, participar, decidir y orientar la gestión democrática de la produc­ción; segundo, porque incluso en la esfera política, la democracia es ilusoria, ya que la potencia económica del capital y de los monopolios falsean completamente el juego democrático de los individuos y de las clases que componen la sociedad. Son estas últimas caracte­rizaciones las que exigen que, en una perspectiva de defensa de los intereses de la clase obrera y de los in­tereses del conjunto de la sociedad, los trabajadores permanezcan unidos, sin fisuras, para conseguir que la democracia política pueda convertirse también en democracia social y económica, sin la cual la democracia y las libertades serán formales, pero no reales.

Diferentes concepciones en el movimiento obrero sindical

Por último, y para deducir y diferenciar los autén­ticos principios del movimiento obrero sindical, vamos a referirnos, aunque sea brevemente, a las que han sido las principales concepciones en el seno del movimiento sindical a lo largo de la historia, para acabar definien­do nuestro punto de vista sobre cuáles son las carac­terísticas que hacen revolucionario al movimiento obre­ro sindical. Antes nos referiremos al sindicalismo reformista y luego al sindicalismo ultra izquierdista.

El sindicalismo reformista se basa en la concepción errónea de que limitándose a la lucha por cuestiones económicas, oponiéndose a la lucha de clases, basándo­se únicamente en las reformas, se puede mejorar sensible, progresiva y definitivamente la situación de la clase obrera.

Esta concepción, generalmente, no ha ido separada de las que tendían a justificar la existencia de varias centrales sindicales obreras, de la teoría de la división sindical. Estas posiciones patrocinadas en la historia del movimiento obrero por el sindicalismo católico y los partidos socialistas de la Europa occidental, partidarios exclusivamente de la vía de las reformas, han causado males tremendos a la clase obrera de diversos países desarrollados, en los cuales la enorme potencia de los trabajadores unidos no ha podido manifestarse en toda su plenitud ante coyunturas decisivas.

En la práctica, el limitar la lucha y las formas de lucha a la reforma como un fin en sí, lleva a tomar posiciones políticas —y no precisamente «apolíticas», como han pretendido algunos dirigentes reformistas— perjudiciales para la clase obrera, haciéndola marchar detrás de los partidos reformistas e interclasistas. En definitiva, el sindicalismo reformista busca como ob­jetivo el retocar el capitalismo, no el suprimirlo.

Por lo que respecta al sindicalismo ultra izquierdis­ta podemos decir que parte del principio, no confirma­do nunca en la historia, de que la transformación de la sociedad es simplemente obra de la voluntad combativa de una minoría. Esta concepción basa su acción en lo que ayer los anarquistas llamaron «grupos espe­cíficos» y hoy otros llaman «vanguardias», pero que en lo fundamental es la negación de la lucha de masas y de su papel primordial.

Aunque hoy hay otras formaciones políticas que re­flejan dicha concepción, fue el anarco-sindicalismo el ejemplo histórico más acabado de la misma, en la historia del movimiento obrero. El anarco-sindicalismo en el fondo no era más que la aplicación del anarquismo a los medios sindicales. Se diferencia en que, por una parte, admite la necesidad de la organización sindical obrera y, por otra, en que, en cierta medida, admite la acción reivindicativa, si bien subestimándola, como medio de concienciación y como medio que permite a las masas jugar un papel de protagonista en su lucha. En contraposición abierta con el reformismo, en cierta medida como reacción a él, el anarcosindicalis­mo habla frecuentemente de la huelga general. Nues­tra historia está llena de casos en los que cualquier pequeña huelga arrastraba a una huelga general y cual­quier huelga económico-reivindicativa, de carácter más o menos pacífico, se transformaba en huelga insurrec­cional, en la que la clase obrera se desangraba sin efi­cacia respecto de sus objetivos. Por otra parte, este ultraizquierdismo, hasta cuando pretende preparar se­riamente una huelga general, la concibe y organiza en base a «minorías activas», a «grupos específicos», ne­gando de hecho todo trabajo de masas.

En definitiva, el reformismo por unas razones y el ultraizquierdismo por otras conducen al mismo resul­tado, a la impotencia de la clase obrera, dificultando su capacidad de acción política, práctica, revoluciona­ria, que le permite realizar su misión histórica, ejercer su papel dirigente y liberador de toda la sociedad.

Por último, veremos algunos de los aspectos que caracterizan como revolucionario al movimiento obre­ro sindical, de masas, democrático e independiente. Éste rechaza la teoría de la «correa de transmisión» y el «apoliticismo». Es consciente de que la lucha económica, por sí sola, no conduce a la clase obrera a su completa liberación. Asimismo comprende la misión que corresponde a los partidos obreros y considera que sus luchas no sólo no son opuestas, sino que son con­vergentes; si bien a él le corresponde una forma espe­cífica de lucha que debe adecuarse a sus características peculiares, diferentes de las de los partidos. Comprendiendo la implicación real que existe entre los hechos políticos y los económicos, y viceversa, parte en su práctica revolucionaria de masas del principio de que toda lucha, por objetivos económicos, aunque en un principio no se tenga conciencia de ello, adquiere al generalizarse un carácter político.

Para este movimiento obrero sindical sólo la lucha de masas es la que decide, tanto las reivindicaciones más limitadas, como la supresión general de la explo­tación capitalista. Al contrario que los sindicalismos reformista y ultra izquierdista, parte de la idea de que no sólo es posible, sino que también es necesario con­seguir la unidad de lucha y la unidad orgánica.

Asimismo tiene una concepción clara de la lucha de clases y del papel del Estado como medio para asegurar la dominación política de la clase dominante; esto hace que no le sea indiferente ni el Estado, ni las formas que reviste en cada momento.

Nuestra historia obrera enseña que fue después de la Revolución de 1868, en 1870, cuando el auge del movimiento obrero culminó en el Primer Congreso Obre­ro, del que surgió la FRE, la llamada Internacional es­pañola. Y también que con la caída de la dictadura de Primo de Rivera es cuando se produce un nuevo ascenso del movimiento obrero y sindical, que más tarde, de julio de 1936 a marzo de 1939, terminaría por dar a la clase obrera un papel hegemónico en el poder político y económico de la zona republicana. A la luz de esta experiencia, hay que reconocer la importancia que, como ya hemos dicho, tienen para la clase obrera las libertades políticas y la necesidad de que ella dirija la lucha por su conquista primero y su defensa después, encabezando a los campesinos, los técnicos y las demás clases y capas interesadas en ellas. La lucha reivindicativa, además de humana y justa, es un medio imprescindible para concienciar y movili­zar a toda la clase obrera, haciendo que aprenda a tra­vés de su propia experiencia el que su situación en la sociedad, y sus problemas, no cambiarán, ni se resol­verán, en el capitalismo, y es también un medio que educa y proyecta la lucha de la clase obrera hacia las necesarias transformaciones revolucionarias y socialistas. El problema básico es lograr que todo esto sea comprendido por toda la clase obrera y no sólo por una reducida vanguardia.

Para el movimiento obrero sindical, uno de los instrumentos básicos de acción revolucionaria de masas es la huelga general, ya que ésta constituye un medio insustituible para concienciar, movilizar y organizar a las grandes masas trabajadoras de cara a las batallas decisivas de la clase obrera. La experiencia del mayo francés del año 68 lo puso de manifiesto con enorme fuerza: la huelga general política de la clase obrera puede adquirir dimensiones inusitadas hasta el presen­te. Es un instrumento de acción de masas que, al poder incidir con agudeza en los centros neurálgicos del ca­pitalismo monopolista de Estado, tiene un valor revo­lucionario de primera magnitud, más importante, si cabe, que en el pasado y, desde luego una importancia trascendental en los países capitalistas desarrollados. Precisamente en esta perspectiva la clase obrera debe tener muy en cuenta la incidencia que los fenómenos nuevos, que el desarrollo de la ciencia y la técnica, es­tán imponiendo a los procesos de producción social, haciendo que ingenieros y técnicos y otros sectores in­telectuales, junto con el campesinado pasen a ser sus aliados fundamentales.

Por último, el movimiento obrero sindical, fiel a las exigencias del internacionalismo proletario, debe con­siderar, como la mejor aportación para el movimiento obrero mundial, el lograr suprimir la explotación ca­pitalista en su propio país, a la vez que desarrollar nuevas formas de coordinación de su acción revolucionaria con la clase obrera de otros países, principalmente de Europa, para desarrollar su lucha contra el capitalismo internacional, las empresas multinacionales y sus filia­les en el propio país.